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MANIG TERZIAN, 6

No me habría perdido el concierto de Alice por nada del mundo. Por eso no me quedó otra que rechazar el Auditorio Nacional de Música de Madrid, pero uno de los privilegios que te da la vejez —alguno tenía que haber— es aprender a dejar de decir que sí a todo para complacer a los demás. La madre de mi sobrina nieta no vino: eso sería demasiado pedir. Sin embargo, me llevé una sorpresa cuando vi a Coblence entre el público antes de ocupar su butaca en una de las filas del fondo. Ese chico, a pesar de sus hechuras de armario ropero, siempre pretende pasar desapercibido.

Me pregunté por qué habría venido hasta que vi que Alice se asomaba a un lado del escenario y lo saludaba. Menuda granuja, mi sobrina nieta. Me fijé en cómo se lo comía con los ojos cuando vino a mi casa, pero jamás hubiera imaginado que tendría el descaro de invitarlo al concierto. Entonces comprendí a qué venían tantas preguntas sobre él y su amigo, el lutier, y por qué había insistido tanto en llevarle ella el teléfono.

El concierto fue un éxito. Alice falló algunas notas en el Liszt —normal—, pero su Chopin fue soberbio, no abusó del rubato, como hace otras veces. Su interpretación del minueto de Händel, que habíamos preparado juntas, emocionó a todo el público. Me fijé en sus manos: la agilidad del meñique, la flexión de la muñeca, la fluidez de los movimientos de sus músculos… Aquello era un espectáculo en sí mismo. Sus compañeros también interpretaron bien sus partes, sobre todo Hamza, el chelista. Ya ha estado en casa. Siempre mira a Madeleine como si fuera una diosa en la tierra. El joven tocó una suite para violonchelo de Bach a modo de bis. Resultaba muy bello empuñando su instrumento.

Su perfil recortado por la luz me recordó a otro rostro: el de un chico que había conocido en una de mis clases magistrales en el Conservatorio Nacional Superior de Música. Tenía unos rasgos sumamente expresivos y unas manos interminables, tanto que pensé que tal vez padeciera el síndrome de Marfan, pero él me sacó de mi error. En cuanto lo escuché tocar las primeras notas, supe que estaba ante un talento extraordinario. Su inteligencia musical no solo era superior a la de sus compañeros, sino que superaba la de la mayoría de los músicos veteranos. Parecía gozar de una relación instintiva e innata con la partitura, como si se fuera creando entre sus dedos conforme la tocaba con una pureza inigualable. Para alcanzar ese nivel tan pronto, debió de dejarse la piel practicando.

Cuando se llega adonde yo estoy, lo raro no es ya conocer a alguien que te iguale, sino a alguien que, a pesar de su falta de experiencia, está destinado a superarte. A mí me ocurrió con él. Era capaz de dotar a cada pieza de una intensidad emocional estremecedora, incluso con obras ligeras de Couperin o de Duphly. Y adaptaba el clavecín a los clásicos del pop estadounidense en un abrir y cerrar de ojos. Toda la clase estaba impresionada con él.

Recuerdo que charlamos una tarde, después de clase. A diferencia de lo que suelo aconsejar, le sugerí que intentara refrenar un poco sus emociones, que procurara mantenerlas a raya para que no acapararan su interpretación, pero era, a todas luces, incapaz de hacer tal cosa. La clase de composición en la que se había inscrito podría haber sido una válvula de escape, pero la abandonó, desesperado por la imposibilidad de alcanzar la perfección de los maestros que veneraba. Su mirada me recordaba al mar de Bretaña: unas veces de un límpido verde grisáceo; otras, de un tono ensombrecido por culpa de las marejadas que se abrían paso en su interior. Volví a verlo al año siguiente: en octubre desapareció varias semanas y regresó después de las vacaciones, con unos misteriosos kilos de más que perdió rápidamente. Recuperó su nivel en tiempo récord. Creo que estaba enfermo.

Cada semana, tenía la esperanza de encontrármelo por los pasillos.

Pasado cierto tiempo, no lo vi más. Me dijeron que se había derrumbado, que había dejado el Conservatorio. Me enteré de que tuvo un incidente en una prueba de acceso. Después fui yo quien se marchó. Nunca más volví a toparme con su nombre en el programa de ningún concierto. Es una pena. Siempre que me encuentro con un joven músico que toca con elegancia o con un intérprete que consigue que entre sus dedos la partitura centellee con el ímpetu de unos fuegos artificiales, me acuerdo de ese chico.

Tras el concierto, Alice se reunió con nosotras y trajo consigo a Coblence. Yo estaba molesta. No me gustó nada, pero ni un pelo, que me engañara así, aunque, sin saberlo, me hizo un gran favor… El carpintero se miraba fijamente los zapatos. Le habría encantado salir corriendo de allí. En su lugar, yo lo habría hecho. Así, Mado y yo podríamos haberle dado la enhorabuena a mi sobrina nieta por el concierto a solas.

Creía que Alice tan solo había pasado a saludarnos antes de ir en busca de sus compañeros y esfumarse, pero no: insistió en acompañarnos al restaurante. Y se empecinó de tal forma en que el carpintero se uniera a nosotras que me faltó valor para decirle que no.

Ya sentados a la mesa, pedimos champán y brindamos por los éxitos de mi nieta. Coblence no era muy hablador, pero, en el fondo, tampoco era un comensal desagradable. En absoluto. Tenía un conocimiento sorprendente del repertorio para clavecín, muy superior al del común de los mortales. Para ser un carpintero —«ebanista», me corrigió con mucho tacto— que nunca había estudiado música, tal y como nos comentó, era muy extraño. Ante la avalancha de preguntas de mi nieta, nos explicó que, desde que terminó su formación, siempre escuchaba emisoras de música clásica mientras trabajaba. Así se había forjado su cultura musical. Su mujer, una gran melómana cuyo hermano era músico, había refinado su educación. Además, llevaba ocho años siendo socio de un lutier. Mencionó, sonrojándose, mis grabaciones de Scarlatti y expresó gran admiración por mi trabajo. Aunque todavía no me fiaba del todo de él, he de admitir que me sentí muy halagada. Inevitablemente, la cuestión de la partitura surgió de nuevo en la conversación.

—¿La ha encontrado? —le pregunté.

—No, pero mi amigo tiene una pista sobre su dueño. Iré a Alemania para conocerlo.

—¿Y qué va a buscar por allí? ¿O es alto secreto? —le inquirió Alice.

La vergüenza volvió a aflorar en el rostro de Coblence.

—No lo sé bien… Mi socio cree que quizá quien le robó buscaba la partitura. Piensa que, si consigue averiguar su procedencia, podrá seguir el rastro de los instrumentos que le han quitado. No tiene gran cosa, por eso está tirando de todos los hilos posibles.

—¿Marin Le Guern está al corriente? —le preguntó entonces Mado.

Coblence suspiró profundamente.

—No, pero Gian cree que Le Guern no sabía que esa antigua partitura estaba escondida en su estuche.

—¿Se lo vais a contar?

Coblence parecía angustiado. Comenzó a sonrojarse de nuevo.

—¿Qué puedo decir? En ese punto no estamos de acuerdo. Digamos que, por el momento, mi socio se niega a hacerlo.

—Pero usted sí podría hablar con Le Guern —dijo Mado.

Otro suspiro.

—Gian ha tenido tantos problemas desde el robo que no quiero echar más leña al fuego. Por eso he accedido a emprender el —viaje a Alemania. Aunque, y que esto quede entre nosotros, no sé qué voy a decir una vez llegue allí. Además, mi alemán es nefasto.

No le hizo falta más. Alice no tardó un segundo en reaccionar.

—¡Yo hablo alemán! Podría acompañarte.

De hecho, su padre es alemán. Durante los diez años que estuvo casado con la madre de Alice, seguro que al menos tuvo tiempo de enseñarle algo a su hija. Los ojos de Coblence se encontraron con los míos. Vi un atisbo de pánico. Un tanto a su favor: el carpintero —perdón, el ebanista— no quería que pareciera que aprovechaba la situación para coquetear con mi sobrina nieta. Madeleine intervino.

—Alice, bastante tiene ya Grégoire con el viaje. No creo que quiera que le importune nadie.

Mi sobrina nieta se dirigió a Coblence de nuevo.

—¡Si no seré ninguna molestia! Haré de intérprete, nada más. Lo prometo.

Otro intercambio de miradas. Saltaba a la vista que Alice se había encaprichado de ese hombre, a pesar de —o quizá por— su diferencia de edad. Y la conozco lo suficiente como para saber que, una vez que se le mete algo en la cabeza, es imposible sacárselo.

Sin embargo, él parece indiferente a cualquier intento de seducción. Camina rodeado de un halo de tristeza que arrastra como una larga capa. Además, las cosas como son: Alice tiene veinticinco años y siempre ha hecho lo que le ha venido en gana. Dos ancianas como Mado y yo no podemos decirle lo que tiene que hacer.

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