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55 » Capítulo 1

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Le ardían los pulmones como si no respirara oxígeno, sino aquel polvo rojo asfixiante que se levantaba con cada paso. Unos pasos que no le llevaban a ninguna parte. Porque ahí estaba: en ninguna parte. Era lo único que sabía. En medio de la nada. Y, aun así, el mundo se abalanzaba sobre él, las ramas bajas se estiraban hacia él y parecían atraerlo hacia ellas. Querían quedárselo para siempre.

Casi habían podido con él, pero consiguió escapar. Y ahora corría con toda su alma, como si le fuera la vida en ello. Una frase hecha que jamás había imaginado que pudiera ser tan real. Pero no le parecía que hubiese salvado la vida. En absoluto. El miedo. Se concentraba en cada paso que daba, en cada piedra con la que tropezaba, en cada zigzagueo entre los árboles. Como un animal, era puro instinto de supervivencia. Las cosas solo eran peligrosas o seguras.

Los rayos de aquel sol implacable se filtraban entre los árboles, abrasando la tierra allí donde entraban en contacto con ella y sembrando de motas de luz el suelo desnudo, pero sin ofrecer ningún camino hacia la libertad. Solo había árboles, piedras, más árboles y más piedras… No sabía hacia dónde iba. No sabía si se dirigía hacia la civilización o si, por el contrario, se internaba más y más en una zona despoblada.

Al rodear otra roca requemada por el sol, notó que se le agarrotaban las pantorrillas, como si todavía llevase aquellos grilletes. Ese metal frío y oxidado que había pensado que lo mantendría encadenado hasta que ese psicópata decidiera matarlo. No podía parar. A pesar del dolor, de la fatiga y de la falta de aire en los pulmones, no podía parar.

Porque parar era morir.

Vio un claro entre los árboles, un poco más adelante. Esperaba que fuera el fin del infierno, un lugar donde encontrar una carretera, una granja, un camino de tierra…, cualquier cosa que indicase que estaba en el mundo real. Se esforzó para inhalar más aire y corrió hacia la luz. Al adelantar un pie, chocó con una piedra que seguramente llevaba allí siglos sin que nadie la molestara. Perdió el equilibrio. Agitó un brazo, pero no encontró nada más que aire. Su hombro chocó con el tronco de un árbol, que se estremeció pero se mantuvo firme. Él mismo siguió en pie, aunque no supo cómo.

Se acabaron los árboles. La resplandeciente luz del sol le cegó. Pero sus esperanzas de dar con un lugar civilizado se esfumaron al instante. Lo que tenía delante era solo un pequeño claro, con cinco o seis parches de tierra distintos y con unas protuberancias rectangulares que parecían… tumbas. Si no se levantaba enseguida, él mismo acabaría en una de ellas. Lo sabía.

Se incorporó. Le dolía todo el cuerpo. El sudor empapaba su ropa. Rodeó el cementerio sin apartar la mirada de aquel lugar y entró en una zona dominada por más árboles y piedras. Le pareció que caminaba en círculos.

El terreno volvía a ascender. Le dolían las piernas y los pulmones por el esfuerzo. En la distancia, el débil resplandor azulado de un cielo sin nubes señalaba la cima de una colina. Desde allí arriba podría orientarse.

Se distrajo y no vio la raíz del árbol que sobresalía del suelo. Cayó de bruces y chocó contra el duro suelo y levantó un montón de polvo. Ahogó un grito de dolor para no revelar su posición. Sin embargo, su gruñido resonó como un eco burlón y ahogó el piar de las aves, el zumbidoo de los insectos y el ruido de su asesino.

Al llegar a la cima de la colina, otra decepción: desde allí no veía nada de nada; solo una caída de unos tres metros. Presa del pánico, miró a izquierda y derecha, pero no vio ningún camino seguro.

No tenía tiempo de buscar una ruta alternativa. De repente, notó un fuerte empujón en la espalda y chocó contra el suelo. Rodó justo a tiempo para evitar que unos nudillos le dieran de lleno en la mejilla izquierda. El golpe le alcanzó de refilón, pero bastó para que cerrara los ojos durante una décima de segundo. Preparó entonces el puño y lo lanzó hacia delante con fuerza. Encontró algo duro, posiblemente un hombro. Su atacante respondió clavándole la rodilla en el muslo. El dolor hizo que abriera mucho los ojos; se le nubló la vista. Sin precisión, lanzó una serie de puñetazos frenéticos y descoordinados. Algunos dieron en el blanco, otros al aire. Sin embargo, por muchos golpes que diese, le devolvían el doble, precisos, en la cabeza y en el cuello. Eran golpes sordos que hicieron que ante él apareciera un caleidoscopio de diamantes… Por desgracia, sin valor alguno. Le retorcieron el pelo, le aplastaron la cabeza contra el suelo. No había compasión. Todo se volvió oscuro. Si se desmayaba, estaba perdido. Se levantó y se agarró a aquella oscura silueta que tenía encima. Sujetó los brazos de su atacante y se echó a un lado, buscando el equilibrio.

Sin embargo, donde tenía que haber estado el suelo, no había nada. Así pues, continuó rodando durante lo que le pareció una eternidad. Notó una sensación de levedad en su cuerpo; parecía que los golpes que había recibido en la cabeza le hubieran vuelto ingrávido. Al mismo tiempo, notó un placer casi irreal. Todo había terminado. Le habían matado. Ahora estaba yendo hacia un lugar ignoto más allá de este mundo. No podía hacer nada por evitarlo.

Sin embargo, al aterrizar, todo cambió.

Con el golpe contra el suelo, expulsó todo el aire de los pulmones. Fue como si se le escapara el alma. Al abrir los ojos, distinguió la áspera pared del precipicio que se alzaba junto a él. Era de un gris parduzco, con un poco de neblina de un azul pálido en la parte superior. Poco a poco, el color pardo, el gris y el azul se diluyeron en la oscuridad y se desmayó.

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