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55 » Capítulo 3

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La sala de interrogatorios estaba detrás de la recepción. Era pequeña y se usaba casi exclusivamente para almorzar. En lugar del amarillo veraniego de las paredes del despacho, aquel lugar estaba presidido por un tono verde oscuro. Chandler había leído en alguna parte que ese era el color que hacía que a la gente se le aflojara la lengua.

La silla de plástico rechinó bajo el peso del hombre. Chandler se sentó al otro lado de la mesa. El tablero de PVC gris estaba manchado de mostaza. Tenía que averiguar a quién le tocaba el turno de limpieza…, probablemente, a él mismo.

—Estamos a 23 de noviembre de 2012 —le dijo al hombre—. Por favor, diga su nombre completo para que quede registrado.

—Gabriel Johnson.

—¿De dónde es?

—Originalmente, de Perth, pero…, ¿cómo lo llaman ustedes…? ¿Sin residencia fija?

—Sin domicilio fijo.

—Eso es. Sin domicilio fijo. Lo siento, estoy un poco… —Los ojos de Gabriel se pasearon por la habitación, como si no quisiera dejar escapar ningún detalle.

No había muchas cosas que ver.

—¿Edad?

—Treinta.

Estaba cansado. Sin duda, había pasado por momentos complicados, pensó Chandler. Su piel lucía un bronceado intenso que embellecía las cicatrices de acné que manchaban sus mejillas, todavía algo infantiles.

—¿Y qué estaba haciendo por aquí arriba?

—Buscando trabajo.

—¿De qué?

—De jornalero, peón, cualquier cosa. Pensé en probar en algunos sitios por aquí cerca.

—¿Alguno en particular?

—No. Pero he oído que había algo de trabajo.

No estaba equivocado. En aquellas vastas llanuras, había muchísimos establecimientos ganaderos y haciendas de tamaño gigantesco. Eran casi como pequeños países. Gabriel tenía el físico adecuado para trabajar en esos sitios: el de una persona acostumbrada a vivir con una dieta de carne y poco más. Parecía la clase de persona dispuesta a hacer cualquier cosa, desde vigilar una perforación minera a marcar ganado.

—¿Y cómo conoció a ese tal… Heath?

Al mencionar su nombre, el chico empezó a temblar. Tardó un buen rato en dominarse.

—Yo estaba en Port Hedland. Había llegado de Exmouth el día anterior, con un camionero.

—¿Tiene su nombre?

Gabriel se encogió de hombros, como si no importara.

—Lee no sé qué más. Chino, de cincuenta y tantos años. Gordo. Fumaba cigarrillos hechos a mano previamente, que guardaba metidos en la visera. No sé mucho más de él.

—¿Y le dejó a usted en Port Hedland? —preguntó Chandler.

—Sí, él iba a Darwin.

—¿Y qué hizo usted en Port Hedland?

—Dormir.

—¿Dónde?

—En el parque.

—¿Qué parque?

Gabriel negó con la cabeza.

—No lo sé. Di un paseo por allí. Había césped…, árboles…, un banco. Ya sabe, un parque.

Chandler tomó nota para insistir en ello más adelante.

—Siga.

Su voz parecía más calmada, pero todavía estaba alterado, como un perro nervioso que ladra de vez en cuando.

—Después decidí ir hacia el interior. Para buscar trabajo.

—¿Por qué no quedarse cerca de la costa?

—Un tipo de Exmouth me dijo que era mucho mejor ir hacia el interior. Decía que la mayoría de la gente se queda en la costa. Es verdad que los desplazamientos son fáciles, pero hay más competencia para encontrar trabajo, de modo que los jefes pagan mucho peor. Y, además, me parecía una aventura.

Gabriel hizo una pausa, como si hubiera perdido el hilo de sus pensamientos. Chandler decidió dejarlo vacilar, que las palabras y pensamientos le llegasen de manera natural.

El chico parpadeó con fuerza y volvió en sí.

—Yo estaba… en la carretera… la principal. —Se detuvo y miró a Chandler—. No sé el nombre.

Chandler sí. Era la Highway 1, una vena negra que al final iba a parar a la 95, que conducía a Wilbrook. Había recorrido de punta a punta esa carretera muchas veces; sobre todo, cuando empezó a salir con Teri, en aquellos tiempos en los que ella era una chica alegre y juerguista que vivía en la costa. No sabía que aquel lugar siempre tiraría de ella.

—Iba andando, el sol me cegaba y no veía nada. Oí que sonaba un motor por detrás y saqué el pulgar. Ya habían pasado dos coches de largo aquella mañana. Esperaba que este me recogiera…, pero siguió adelante.

—¿Puede describirlo? —preguntó Chandler. Miró el espejo bidireccional, esperando que Tanya estuviera grabando todo aquello. Había pasado casi un año desde el último interrogatorio que habían grabado: un caso de violencia doméstica. June Tiendali se enfadó mucho con su marido, que pasaba todas las veladas con sus palomas mensajeras, en lugar de estar con ella. Como resultado, le golpeó el brazo con un palo de hockey.

—Un coche muy cuadrado. No recuerdo de qué marca. Creo que se le había caído el logotipo. Marrón oscuro…, pero podría ser por el polvo, que cubría hasta las ventanillas. Me acuerdo de que tenía rota una de las luces de freno. Eso sí. Corrí hacia allí, temiendo que pudiera echar a andar en cualquier momento. —Gabriel miró con pesar a Chandler—. Ojalá lo hubiera hecho.

—¿El número de matrícula?

Gabriel negó con la cabeza.

—También estaba tapado por el polvo. Quizás aposta…

—De acuerdo, siga.

—De modo que subí. Tendría que haber mirado primero, pero necesitaba trabajo rápidamente. Encontrar alojamiento y comida.

—Entonces, ¿qué aspecto tenía ese… Heath?

Chandler preparó su bolígrafo para apuntar la descripción. Esperaba que fuera más detallada que la del coche: marca desconocida, matrícula desconocida, vehículo cuadrado, polvoriento. Era como la mayoría de los coches viejos que circulaban por aquellas carreteras.

Gabriel cerró los ojos y respiró hondo. Chandler dejó que el silencio se prolongara. Miró hacia el espejo; su reflejo le devolvió la mirada de un policía cansado. La claridad de sus ojos azules subrayaba aún más las ojeras.

—Unos centímetros más bajo que yo. Bronceado, como si trabajara al aire libre. Robusto. Decía que tenía treinta años, como yo, pero parecía un poco…, no sé…, nervioso. —Gabriel hizo una pausa—. Probablemente tendría que haberme dado cuenta entonces de que había algo «oscuro» en ese tipo.

—¿Qué quiere decir con eso de «oscuro»?

—Pues algo… raro —dijo Gabriel—. Llevaba una barba que le disimulaba los rasgos. Como si quisiera irse convirtiendo en una sombra.

Gabriel miró a Chandler, como pidiéndole que le confirmara que esas palabras tenían algún sentido.

—No, no tiene que recordarme que es una estupidez ir haciendo autostop por aquí —añadió, repentinamente a la defensiva—. En ese momento me pareció bien… O quise convencerme a mí mismo de que era lo más adecuado. Yo sabía…, bueno, creía que si intentaban hacerme algo, podría defenderme. El hombre me dijo que se llamaba Heath y que volvía a casa desde la ciudad, con suministros. Aquello me tranquilizó bastante. Quiero decir que ningún asesino se presenta, ¿no?

Una vez más, levantó la vista en busca de confirmación. Chandler asintió, aunque no estaba del todo de acuerdo. Si Heath tenía la intención de matar, ¿qué importaba dar detalles? Pero aquello sí que le decía una cosa: que si Heath se mostrara tan confiado como para conversar tranquilamente con su posible víctima eso significaba que ya lo había hecho antes, que estaba relajado y que dominaba la situación. Estaba tan seguro de sí mismo que podía mostrarse abierto con su víctima: la número cincuenta y cinco. Se sintió agarrotado por la emoción y el temor. Aquello podía ser grave. Necesitaba sonsacarle más detalles a la víctima antes de que se cerrara en banda.

—¿Le dijo quién era?

—Solo que vivía por aquí cerca.

—¿En Wilbrook?

Chandler no recordaba a ningún Heath en la zona. Podía ser un nombre inventado, claro. Pensó en quién de los que vivían por allí alrededor podía matar a tanta gente. Wilbrook no andaba escaso de locos precisamente, pero no creía que hubiese nadie con las agallas suficientes como para aquello.

—No…, no lo sé…, solo dijo que «por aquí». Su acento era del este, diría yo. De todos modos, me pareció bastante amigable… Bueno, lo suficiente. Solo quería que me llevaran un rato en coche. No quería que nos hiciésemos íntimos amigos.

Chandler le hizo señas para que continuara.

—Le dije que era de Perth. Cuando dijo que estaba muy lejos de casa, yo le conté que tenía que ir donde estaba el dinero. Le dije que, aunque por aquí el paisaje es un poco árido, tiene cierta belleza. —Gabriel se encogió de hombros e hizo una mueca—. Es mentira, pero me he dado cuenta de que siempre es mejor halagar al que te lleva en coche. Como haría una puta, supongo.

Chandler lo miró con extrañeza, pero su expresión decía que no era una broma. Hablaba en serio.

—Al cabo de una hora pasamos por un par de desvíos que llevaban a unas granjas. Le dije que allí mismo me iba bien, pero él dijo que todo el mundo iba a aquellos sitios. Dijo que era como pararse en el primer abrevadero que te encuentras, el más grande, aquel donde los animales ya han embarrado el agua. Dijo que pagaban muy mal. Según él, otras haciendas que estaban más lejos pagaban mejor. Le pregunté si había trabajado en alguna de ellas, por si podía darme un nombre o una forma de presentarme, pero no me contestó. Pensé que no era por mala educación, sino tal vez hubiera tenido alguna mala experiencia y no quería hablar del asunto. Chandler tomó nota de comprobar en las granjas si alguien conocía a un tal Heath, o si alguien recordaba que hubiese trabajado para ellos.

Gabriel continuó.

—Seguimos durante otra media hora. Todo el paisaje se convirtió en polvo. Yo empezaba a preguntarme cómo podía sobrevivir nada en aquel lugar, y mucho menos un rebaño de reses. Me moría de sed. Incluso con las ventanillas abiertas de par en par, el aire ardía. Supongo que él vio que tenía la cara muy roja. Me dijo que había agua en la parte de atrás, si quería. Y así fue como me cogió.

—¿Con el agua?

Gabriel asintió.

—Estaba buena, quizá con un sabor un poco terroso, pero no me importó mucho, la verdad. Era agua, y yo tenía tanta sed… —Su mirada fue fúnebre, como si estuviera enfadado consigo mismo—. Empecé a sentirme adormilado casi de inmediato. Al principio pensaba que era por el cansancio o por el calor, pero la cosa iba a más, cada vez más. Intentaba levantar los brazos y no podía. Los notaba como si no los tuviera pegados al cuerpo. Recuerdo que me volví a mirar a Heath. Él también me miraba, como si no pasara nada. Era como si observara un proceso que hubiese contemplado muchas veces. Ni siquiera miraba hacia la carretera ni adonde íbamos, sino a mí. Lo hizo durante un tiempo que se me hizo eterno. Pasó una sombra por delante de su cara, hasta que solo pude ver la silueta de su calavera. Luego me desmayé, supongo. Creo que puso algo en el agua.

De nuevo, los ojos de Gabriel se pasearon a su alrededor. Chandler reconoció aquella mirada. La víctima confusa, intentando rellenar los huecos y sin conseguirlo.

—Me desperté en un cobertizo de madera. No sé cuánto tiempo estuve sin sentido, pero todavía había luz, que se filtraba entre las tablas. Supuse que solo habían sido un par de horas. —De repente, una sombra de preocupación le atravesó el rostro—. A menos que hoy sea viernes…

—No, es jueves —le aseguró Chandler.

Aquello pareció aliviar un poco a Gabriel. El hecho de no haber perdido un día entero de su vida. O, más bien, tener todavía una vida.

—Me había puesto grilletes en las muñecas, sujetos a una viga del techo.

—¿Grilletes? —preguntó Chandler.

—Sí…, de esos de hierro, muy gruesos. Dos aros en forma de D, unidos por una cadena que estaba fijada a la pared. Lo mismo justo por encima de los tobillos. Estos no estaban unidos a nada, pero era imposible soltarse. Para que no pudiera escapar. Se había asegurado de eso.

—¿Estaban en una granja? ¿En el bosque? ¿En un anexo?

—Allí arriba —dijo Gabriel—. En esa colina que ha dicho usted. Veía los árboles entre las tablas. Estaba atrapado dentro de una leñera donde había sierras, hachas y cosas así. Todo normal, pero horrible.

—¿Puede darme algún detalle más? ¿Ruidos, olores?

Gabriel se encogió de hombros.

—El suelo era de tierra. Había una pila de leña en la esquina, para el fuego. Oía movimiento en la puerta de al lado, o sea, que suponía que me habían encadenado junto a una cabaña. Grité pidiendo ayuda. Entonces apareció Heath. Le pregunté dónde estaba, y él me dijo que en casa. Le rogué que me soltara y le prometí que no le diría a nadie lo que había hecho. Me dijo que me calmara. Parecía enfadado, como si le estuviera distrayendo de algo importante.

Las piernas de Gabriel empezaron a temblar y a moverse por debajo de la mesa. Sus ojos examinaban la habitación como si estuviera intentando escapar. No había otra forma de salir de allí que por la única puerta que había.

—Lo siento, yo… es que tengo un poco de claustrofobia.

—¿Quiere que abramos la puerta?

—Por favor.

Chandler se levantó de la silla y abrió la puerta; a la vista, apareció el despacho que estaba enfrente y la serie de pequeñas ventanas situadas muy arriba, por encima de una hilera de archivadores grises, al otro lado de la habitación.

Gabriel los miró.

—Tuve miedo de que me hiciera algo en ese mismo momento. Se acercó a mi cara. Entonces fue cuando dijo lo del número cincuenta y cinco. No dijo nada más. Retrocedió hacia la puerta. Me daba miedo preguntarle qué quería decir. Pero supuse…

Gabriel se detuvo.

—¿Qué supuso? —preguntó Chandler, ansioso de oír sus propias suposiciones expresadas en voz alta.

—Que yo iba a ser su víctima número cincuenta y cinco.

Aunque hacía tanto calor que parecía que se podía fundir el plástico, Chandler notó que un escalofrío le recorría la espalda. Mientras relataba la historia, Gabriel parecía revivirla, sus músculos fibrosos se movían bajo la camiseta ensangrentada; los tendones del antebrazo estaban tensos. Puro terror.

—Él me dijo que no tenía que preocuparme de si me iba a matar o no —continuó Gabriel—. Porque, por supuesto, yo acabaría muriendo. Estaba escrito.

—¿Qué quiere decir con que «estaba escrito»? —preguntó Chandler.

Gabriel se encogió de hombros.

—Ni idea. Si se le ocurre algo a usted, oficial…

—Vale, siga —dijo Chandler, tomando nota de la frase.

—Tenía que soltarme. Cuando se fue, intenté liberarme de los grilletes. —Gabriel le enseñó las palmas de las manos y las muñecas llenas de ampollas, con círculos rojos en torno a ellas, la piel rozada y el vello fino arrancado de raíz—. Tiré de ellas, intenté arrancarlas de la pared. Chillaba pidiendo socorro. Ni una sola vez vino a decirme que me callara. No le preocupaba que alguien pudiera oírme. Entonces comprendí que estaba en medio de la nada. Seguí tirando y al final conseguí romper uno de los cierres, pero seguía teniendo una mano sujeta a la pared. Busqué en el banco de trabajo con la mano libre y conseguí coger una de las herramientas. Casi me descoyunto el hombro, pero conseguí alcanzar el hacha. Intenté cortar el grillete que faltaba por soltar, sin cortarme la muñeca. Me aterrorizaba que él entrara y me sorprendiera. Solo quería una oportunidad de liberarme. Una oportunidad de vivir. Me quedé callado, pero luego me preocupó que mi silencio llamara su atención. Así pues, seguí chillando para cubrir el sonido del hacha golpeando el metal. Sonaba como una puta campana de iglesia…

Levantó la vista.

Chandler le hizo señas de que continuara, intrigado por la precisión de los recuerdos del joven. Las palabras surgían de su boca con fluidez, como el agua que surge de una presa rota.

—No sé cómo conseguí doblar el metal como si fuera un superhéroe. Me solté la otra mano. La llave de los grilletes de la pierna estaba colgando de un clavo. Así pues, al cabo de unos segundos, me había soltado. Estaba mucho más asustado que cuando estaba encadenado. Recuerdo que probé a salir por la puerta del cobertizo, pero estaba sujeta con un candado. Solo había otra salida, que conducía al edificio de al lado. Aquel de donde había salido él. La abrí: solo era una habitación llena de suministros.

Gabriel respiró hondo, como si hasta entonces hubiera contenido el aliento.

—¿Y Heath? —dijo Chandler.

—Estaba sentado detrás de un escritorio cubierto de papeles y mapas. En la pared había una gran cruz. Pasé de puntillas hacia la puerta principal, pero cuando la abrí, las bisagras chirriaron. Se volvió. Nos miramos el uno al otro, quietos. Luego empezó la caza. Yo corrí hacia fuera, pero era como estar en medio de ninguna parte. No había más que árboles y tierra alrededor. No sabía qué dirección tomar, así que me fui hacia la derecha.

—¿Por qué hacia la derecha?

—No lo sé… Supongo que porque soy diestro… No sé por qué. Todos los caminos me parecían iguales. Notaba las piernas agarrotadas tras haber tenido los pies sujetos con grilletes. Tenía que moverme deprisa, no sabía si este tipo llevaba un arma de fuego…

Chandler casi veía el corazón de Gabriel latiendo con fuerza bajo la camiseta. Los recuerdos fluían intensos y descontrolados. Después de respirar hondo, aspirando con tanta fuerza que pareció dejar sin oxígeno la habitación, continuó:

—Me fui hacia la cresta. Miré hacia atrás. Heath estaba solo a unos diez metros por detrás de mí. Seguí corriendo y corriendo hasta que tropecé con un terrón suelto y caí en un pequeño claro. La tierra estaba toda removida. —Gabriel le miró—. Eran tumbas.

El aire de la habitación pareció volverse aún más opresivo.

—¿Tumbas? —frunció el ceño Chandler—. ¿Y cómo lo sabe?

Gabriel negó con la cabeza.

—No…, no lo sé seguro. Solo recuerdo que en aquel momento pensé que «parecían» tumbas. Cinco, seis, siete quizá… Unas formas rectangulares. —Hizo una pausa y se quedó mirando a Chandler, como si acabara de darse cuenta de lo cerca que había estado de morir—. Me levanté, seguí corriendo y llegué a una colina. Pensaba que podría ver algo desde la cima, pero no se veía nada, solo un precipicio por el otro lado. No tendría que haberme parado.

Otro suspiro. Se rehízo, los tendones de su mandíbula vibraron.

—Saltó encima de mí. Intenté darle unos puñetazos, pero no acerté con ninguno. De todos modos, no le habrían detenido. Rodamos y rodamos… Luego caí, como si no tuviera peso. ¿Ha sentido eso alguna vez?

Gabriel miró a Chandler.

—Pues no.

—Era una sensación rara, excitante. Hasta que aterricé. Fue como si me hubiera atropellado un tren. Como si hubiera abandonado del todo mi cuerpo. Pensé que era así, que me había ido al cielo. —Miró a Chandler, buscando su complicidad.

Aunque sus padres le habían inculcado las virtudes de la religión, primero a él y luego a sus dos hijos, Chandler nunca había sido practicante activo, por así decirlo. Para él, la religión era como cultivar tomates en casa. Le parecía muy bien consumirlos, pero plantarlos él en su propia casa… Recordó que, al día siguiente, su hija mayor, Sarah, iba a celebrar su primera confesión, antes de la primera comunión. Se suponía que tenía que ayudarla aquella noche, practicar con ella lo que tenía que decir, cuándo arrodillarse, cuándo ponerse de pie…

—Me desperté un poco después. Por segunda vez en el mismo día, me pregunté dónde estaba. Vi el risco por encima de mí. Me di cuenta de que me había caído. Volví a notar el dolor de la caída. Entonces me acordé de Heath. Estaba tirado a mi lado. En el suelo. A nuestro alrededor, mucha sangre.

—¿Estaba muerto? —Un sospechoso muerto le facilitaría mucho la vida.

—Pues no lo sé.

—¿Cómo que no lo sabe?

—Pues que no sé si estaba vivo o muerto. No me acerqué, por si se estaba haciendo el muerto. Lo he visto en las películas, oficial. Así que me levanté y me fui como pude.

—¿Y lo dejó allí?

Gabriel asintió. No se podía confirmar la muerte. Chandler tenía que suponer que Heath había sobrevivido. Aquello era frustrante. Tendría que organizar la persecución de un hombre herido. Y una persecución por aquellas tierras… Pero si Gabriel había conseguido llegar al pueblo al cabo de pocas horas, Heath no podía estar tan lejos. Podían encontrarlo, recuperarlo y arrestarlo.

—¿Cómo ha llegado hasta aquí? —preguntó Chandler.

—Por pura suerte. Fui tambaleándome un par de horas, hasta que encontré un camino de tierra. Lo seguí, buscando algo de ayuda, pero no pasó nadie por él. Entonces di con una bicicleta antigua. Estaba oxidada y hecha polvo, pero era mejor que nada. Fui con ella hasta el final del camino de tierra, vi el pueblo en la distancia y decidí acercarme aquí, temblando de miedo a cada coche que pasaba, esperando que Heath saltara de uno de ellos, o que me atropellara y me dejara muerto en la cuneta.

—¿Qué carretera? —preguntó Chandler. Estrecharía mucho el campo de búsqueda.

Gabriel negó con la cabeza.

—No lo sé. Es todo muy confuso, oficial. Creo que no tenía nombre. Era solo un camino de tierra. Él me perseguía. Ese asesino… iba persiguiéndome. Pero yo conseguí escapar.

Gabriel se desmadejó en el asiento, exhausto tras haber contado su historia y librándose momentáneamente de un gran peso. Chandler le examinó. Seguía con los ojos cerrados. Su lenguaje corporal era de alivio. Aun así, no parecía tranquilo del todo.

—Ahora ya está a salvo.

Él abrió los ojos. Luego la boca, con una sonrisa cansada y torcida. Unos dientes perfectamente alineados resplandecieron al instante: o buenos genes, o un excelente trabajo de ortodoncia.

—Solo quiero irme a casa —dijo Gabriel.

—Pensaba que no tenía casa…

—Y no tengo.

—Entonces, ¿adónde irá?

—Pues a cualquier sitio. Lejos de aquí.

—¿A otra granja?

—No, eso no, joder.

—Preferiría que se quedara por aquí cerca.

La sonrisa de Gabriel se convirtió en un ceño fruncido. Aquella no era la noticia que quería oír.

—¿Por qué?

Una vez tomada la declaración, Chandler no tenía autoridad sobre Gabriel, o sea, que tenía que inventarse algún motivo para retenerlo cerca.

—Por si necesito que identifique algún cadáver.

Lo miró de tal manera que Gabriel pensó que tal vez hubiera pillado su táctica. Los ojos, que antes buscaban huir, parecieron serenos y centrados. Imploraba que le dijera la verdad.

—¿Y dónde me quedaría?

Inmediatamente, Chandler pensó en las celdas, pero no resultarían demasiado atractivas para Gabriel, que estaba aterrorizado. Sin embargo, la oferta de una noche lujosa podía funcionar…

—Tenemos un excelente hotel en el pueblo.

No era del todo cierto. El establecimiento de Ollie Orlander no era ningún palacio. Sin embargo, para un jornalero del campo, acostumbrado a dormitorios de veinte camas, podía resultar bastante cómodo.

—Vale —dijo Gabriel, evasivo—. ¿Y tendré protección?

—Sí, pondremos a alguien de guardia fuera.

Sí, haría eso. Se lo encargaría a Jim. A Jim le encantaría estar todo el día allí sentado con sus crucigramas a medio hacer.

—¿Quiere que llamemos a alguien? —preguntó Chandler.

—No —dijo Gabriel, abruptamente.

Se tensó al momento. La familia parecía un tema sensible.

—¿No tiene familia? —preguntó Chandler, hurgando un poco más.

Breve movimiento negativo con la cabeza.

—¿Por qué?

Chandler estaba tentando a la suerte, pero identificar los puntos conflictivos y profundizar en ellos formaba parte de su trabajo. A veces, aquello le ponía de mal humor, no solo con los demás, sino también consigo mismo.

Gabriel le dirigió la misma mirada fría que antes: una mirada inquietante que sugería que Chandler no debía presionar más. Decidió no hacerlo. Aquel joven ya había pasado por suficientes infortunios ese día. No tenía que explicar por qué no tenía familia.

—Están todos muertos, sargento —respondió finalmente Gabriel.

Pronunció aquella frase sin emoción alguna, sin agitación, con toda su energía nerviosa ya consumida. Después de su frenética huida, de correr para salvar la vida, de las pruebas por las que había pasado su cuerpo, Gabriel no podía más.

—Sargento —dijo despacio, suavemente—, lo único que tenemos todos en común cuando nacemos es que necesitamos a nuestros padres y el consuelo de la religión. A mí me faltaron las dos cosas.

—¿Qué quiere decir?

Gabriel suspiró y cerró los ojos.

—Nada. Cosas de familia. Estoy muy cansado y enfadado. Además, tengo miedo. Solo quiero dormir.

Chandler quería hacerle más preguntas, pero sabía que ahora ya no le llevarían a ninguna parte.

Condujo a Gabriel a la oficina. Andaba inseguro, como si hiciera grandes esfuerzos para permanecer erguido. Tanya los acompañó. Con un gesto sutil, informó a Chandler de que había grabado la conversación.

—¿Qué tenemos de ropa? —preguntó Chandler.

—No gran cosa… —respondió ella, rebuscando en una caja con ropa que no se había podido vender ni en la tienda de caridad.

Escogió la prenda mejor, aunque todas eran bastante malas: una camiseta naranja llena de manchas con un pequeño logo en el pecho.

—¿Para qué me dan esto? —preguntó Gabriel, cuando Chandler se la tendió.

—Para que se lo ponga.

—Pero ya tengo la mía… —Gabriel miró su camiseta ensangrentada—. No quiero molestar.

—No puede ir por el pueblo así. Asustaría a nuestros vecinos —dijo Chandler, que lo acompañó hacia el patio con paredes de piedra arenisca que estaba junto a la comisaría, hacia los coches de policía.

Gabriel le miró. Su prevención había desaparecido, aunque no del todo.

—No tengo gran cosa, señor. No me gusta desprenderme de nada. Ni siquiera de esta camisa.

Chandler lo comprendía. De niño protegía ferozmente sus cosas. Incluso había llegado a pelearse con su mejor amigo Mitchell, un amigo al que había perdido hacía mucho tiempo, por una vieja pelota de fútbol a la que habían dado tantas patadas que estaba deformada y rodaba como Brian East por la calle Princess Street un sábado por la noche.

—No tiene por qué hacerlo. Simplemente, coja la camiseta y póngasela. Es un regalo —dijo Chandler.

Gabriel la cogió.

—Primero me daré un ducha —dijo cuando llegaron al coche patrulla.

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