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55 » Capítulo 8

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Chandler se sentó ante el escritorio de Tanya e intentó aclarar sus ideas. Tenía a dos personas y cada una de ellas aseguraba haber sido atacada por la otra. A una la tenía encerrada, y a la otra la había dejado marchar. ¿Quién decía la verdad? ¿Quién «creía» él que decía la verdad? ¿Quien había entrado voluntariamente, o quien se había presentado amenazado por el cañón de una escopeta? Empezaría por interrogar al que tenía bajo su custodia.

—¿Llamo al Cuartel General? —dijo la entusiasta voz de Nick.

—Déjame pensar.

—Podríamos tener un asesino en serie, sargento. —Nick parecía emocionado.

Luka entró en la oficina principal, procedente de las celdas de atrás.

—¿Está bien encerrado? —preguntó Chandler.

—Sí —respondió Luka. Cogió una lata de Coca-Cola de la nevera. Chandler tenía la sensación de que la temperatura en la comisaría había aumentado, aunque pareciera imposible, pues el calor ya era espantoso—. Supongo que querrá evitar que la imaginación de Nick se desboque.

Chandler estuvo de acuerdo. Era responsabilidad suya mantener a raya las emociones, aunque él mismo apenas podía dominar las suyas.

—No sabemos a qué nos enfrentamos. Podría ser simplemente una disputa entre amigos que se les ha ido de las manos. Tendremos algo más cuando llamemos al Cuartel General. Vamos a tranquilizarnos todos.

 

ϒ

 

Era un mantra que Chandler se repetía a sí mismo, de pie ante la sala de interrogatorios, intentando calmar sus nervios. Dentro había un hombre que había asesinado a cincuenta y cuatro personas. O bien un chico que había discutido con un amigo y no suponía más amenaza que las moscas que zumbaban en torno a la luz del techo. Habían dejado que Heath sufriera durante veinte minutos, antes de llevarlo allí.

En ese tiempo Chandler había hablado con Jim, que le había dicho que no había ninguna novedad con Gabriel, testigo y víctima, ahora implicado como posible sospechoso. Había ordenado a Jim que continuase la guardia y que le llamase si cambiaba algo. Después del interrogatorio, volvería a traer a Gabriel.

Chandler entró en la sala de interrogatorios. Heath estaba sentado a la mesa, con las esposas puestas. Tanya hacía guardia al fondo de la habitación. Los ojos de Heath estaban cerrados y apretados. Chandler se sentó. Le dejó meditar un momento, examinando a aquel hombre, intranquilo y emocionado a la vez por lo que estaba a punto de descubrir.

—Señor Barwell, ¿quiere usted atendernos?

Abrió los ojos y lo miró. Esperaba encontrarlos fríos y calculadores, pero en ellos solo vio cansancio y una mirada que sugería que llevaba despierto demasiado tiempo…, o bien que su cerebro luchaba por contener un terrible secreto.

—Qué remedio —escupió Heath, levantando las esposas. Podía estar cansado, pero conservaba los ánimos suficientes para responder con ironía.

—Tengo que hacerle algunas preguntas —dijo Chandler.

—Le he dicho todo lo que sé. Le he dicho quién me tuvo cautivo y quién intentó matarme. Le he dado una descripción… ¡Y soy yo el que está encerrado!

—Usted intentó robar un coche, señor Barwell.

—Ya le he explicado por qué. Huía de un asesino. Eso hace que no cuente el intento de robo de coche, ¿no le parece? —Hubo una pausa. Heath dio marcha atrás, al darse cuenta de que acababa de confesar un delito—. No puede acusarme porque ni siquiera ha empezado el interrogatorio ni me ha leído mis derechos.

El sudor le caía desde el pelo hasta la barba, que parecía haberse vuelto más oscura todavía en la última media hora.

—Ya sé lo del coche —dijo Chandler—. Lo que quiero saber es lo demás. Quiero que me cuente usted su historia. Cómo llegó aquí.

Otra pausa. Heath parecía sopesar si valía la pena confiar en Chandler o no. Pero no importaba: dada su actual situación, no tenía elección. Se echó hacia atrás. Se tocó el pelo, despeinándolo todavía más. Luego se pasó las manos por la cara, que estaba tan bronceada y castigada como la de Gabriel. Ahí acababa su parecido.

 

Sus historias coincidían casi a la perfección. Como Gabriel, Heath decía estar sin trabajo y sin dinero. Aseguró que viajaba al interior para conseguir trabajo en alguna granja.

—¿Tenía usted un nombre? ¿Una ubicación? ¿Un número de teléfono?

—¿A qué se refiere, llamar antes y reservar? —preguntó Heath, burlón.

—Debía de tener alguna pista, para venir hasta aquí, tan lejos.

Heath suspiró, frustrado.

—Hacía lo que hago normalmente: ir sobre la marcha. Un recolector de la costa me dijo que tierra adentro las cosas estaban mucho mejor, que la mayoría se quedaba por la costa porque te mueves con más facilidad, pero que también hay más competencia. —Heath le miró—. Pero ir buscándose la vida por ahí no es ningún crimen, que yo sepa, ¿no?

Pues no, no lo era, pero hacía menos creíble su historia. Chandler necesitaba algo más.

—Siga.

—Bueno, pues estaba levantando el dedo para salir de Port Hedland en autostop cuando Gabriel me paró.

—¿Qué coche llevaba?

—No lo sé. Un coche muy hecho polvo, color polvo también.

—¿Marca?

Heath encogió los hombros.

—Se paró. Era lo único que me importaba. Aunque fuera un coche de mierda, hecho polvo, era mejor que ir sudando como un loco todo el día, con este sol tan asqueroso.

—¿Número de matrícula?

Heath suspiró y cerró los ojos.

—Si no me acuerdo de la marca, ¿cómo coño piensa que voy a acordarme de eso?

Chandler no respondió. Las descripciones de Gabriel y Heath del coche coincidían, y eran igual de vagas.

—¿Y siempre hace autostop? —preguntó Chandler.

—Solo si no me queda otro remedio.

—¿No le dio mal rollo al verle?

—Era alto, delgado… Yo habría podido con él, si hubiera intentado algo. Se presentó como Gabriel. Dijo que volvía de la ciudad con suministros.

—¿Y nada más?

Heath posó la mirada en la pared de detrás.

—Únicamente que vivía por aquí, solo. Me pareció que era verdad. Quiero decir que no hablaba mucho. Y, cuando lo hacía, hablaba tan bajito que apenas le oía. Me hizo pensar que a lo mejor era…, ya saben, gay. —Volvió a mirar a Chandler—. No tengo nada en contra de ellos… Lo que haga la gente en su casa es asunto suyo. Quiero decir que no los odio ni nada —añadió Heath, haciendo esfuerzos por explicarse.

Chandler le dejó continuar, tal vez así revelase algo.

—Lo que digo es que yo no tenía miedo. Estaba todo controlado. —Heath cerró los ojos y reflexionó un momento—. Vamos, más bien, que pensaba que lo tenía todo controlado. Le pregunté a qué se dedicaba, para ser amable y eso, pero la verdad es que lo único que quería era dormir unas horas. Pero como no lo conocía, no lo hice.

—¿Y de qué hablaron?

—De nada, en realidad. Le dije que era de Adelaida y que ese sitio donde estábamos me parecía tan árido como el trecho que va de Coober Pedy a Alice Springs, pero que allí era donde estaba el dinero. Salimos de la ciudad y nos dirigimos tierra adentro. Pasamos un par de cruces…

—¿Le pareció que había algo raro en él? —le interrumpió Chandler.

—No, simplemente que íbamos pasando por sitios donde habría podido conseguir trabajo. Él me dijo que todo el mundo iba a esos mismos sitios. Repetía una frase… —dijo Heath, mirando al techo—. Decía que era como pararse en el primer abrevadero que uno ve. —Heath le miró—. ¿Conoce el dicho?

Chandler negó con la cabeza: quería que Heath continuase hablando.

—Decía algo así como que llegas allí y todos los animales han pisoteado el suelo y han dejado el agua demasiado turbia para poder beberla. Aseguraba que era mejor buscar más lejos. Así pues, seguimos. Era agradable ir moviéndose, en lugar de cocerme vivo en la cuneta. Me dijo que había agua detrás, si me apetecía. —Heath hizo una mueca—. No vi por qué no debía beber. Tenía sed.

Chandler ya veía adónde se dirigía la historia. Droga en el agua. Lo mismo que les había contado Gabriel.

—Un par de minutos después empecé a notar que me mareaba. Como si me quedara sin pilas. Al principio pensé que era solo que mi cuerpo se relajaba, la ansiedad de estar en el coche de un desconocido y el aire caliente que entraba por la ventanilla, amodorrándome. Sin embargo, cada vez era peor, hasta que al final no me sentía los brazos ni las piernas. Entonces debí de desmayarme. Supongo que había puesto algo en el agua.

Chandler le dejó continuar, tomando notas.

—Me desperté en un cobertizo. —Heath husmeó el aire—. Olía como a savia dulce, quizá por la madera cortada amontonada en un rincón. Estaba sujeto con una especie de grilletes antiguos, que me hacían daño en las muñecas. —Le enseñó a Chandler la piel despellejada que marcaba sus gruesas muñecas—. Los pies también. Unas cadenas como las que se ven en las pelis antiguas de Ned Kelly, el famoso bandolero. Ese tipo de cosas… Unos hierros muy gordos sujetos por una cadena a la pared. El tío no quería que me fuera.

—¿Puede usted describirlos exactamente?

Heath sacudió la cabeza.

—En forma de D…, unos aros unidos por una cadena. Y también en las piernas. Tenía las muñecas sujetas a la pared. Las piernas no, pero las cadenas eran demasiado pesadas para moverme, como si las hubiesen metido en un bloque de cemento. Chillé mucho pidiendo socorro, pero fuera solo se oía el ruido de algunos animales… y movimiento en la puerta de al lado. Entonces supuse que me habían encadenado en un cobertizo de herramientas, al lado de una cabaña. Me preocupó mucho pensar para qué serían las herramientas. —Miró a Chandler—. Todo parece muy siniestro cuando estás encerrado. Seguí gritando hasta que se me irritó la garganta, pero Gabriel no me hizo caso. Sabía que no había nadie por allí que pudiera oírme. Al cabo de un rato, apareció en la puerta, ni enfadado ni contento…, solo estaba allí. Le supliqué que me dejase ir. Él me dijo que me calmara, con esa voz suya suave, tan rara. Temía que fuera a hacer algo allí mismo, pero mencionó algo del cincuenta y cinco. Le pregunté que qué mierda quería decir con eso, pero me respondió que tenía trabajo que hacer y se fue. Le dije que no tenía por qué matarme. Entonces dijo algo que todavía me da escalofríos cuando me acuerdo: «No tienes que preocuparte por eso. No tienes que preocuparte en absoluto. Por supuesto que te voy a matar».

Heath miró a Chandler, como si tuviera que reforzar aquel recuerdo con su mirada.

Chandler fue directo.

—Si Gabriel estaba tan decidido a matarle, ¿cómo es que consiguió escapar?

El sospechoso puso las muñecas esposadas encima de la mesa, con la piel desgarrada y ennegrecida por los bordes. El polvo cubría una herida.

—Pura suerte. Iba pegando tirones de las cadenas, esperando que, al ser tan viejas, se acabaran rompiendo. Y así fue. Uno de los mecanismos de cierre saltó. Durante unos segundos me quedé helado, mirándolo en el suelo. No podía creer que hubiese ocurrido de verdad. Me incliné y cogí un hacha del banco. Di con ella en el otro grillete, procurando no cortarme la muñeca. Seguí dándole golpes y escuchando atentamente para ver si él aparecía por la puerta de al lado.

—¿Y no apareció?

Heath sonrió, con cierto orgullo.

—Me puse a gritar otra vez, para cubrir el ruido de los golpes. Y cuanto más golpeaba más gritaba. Conseguí doblar el metal lo suficiente para sacar la mano. —Heath se miró la palma de la mano, hinchada—. Iba a hacer lo mismo con las piernas, pero encontré la llave colgando de un clavo. Quería usar el hacha para romper la puerta del cobertizo, pero no estaba afilada. Así pues, fui a la puerta de al lado y me asomé dentro.

Heath cerró los ojos, recordando la escena.

—Él estaba allí, mirando al otro lado, con papeles y mapas alrededor. Parecía estar planeando algo. Probablemente, dónde enterrarme.

—Así pues, ¿estaba de espaldas a usted? —preguntó Chandler.

—Sí.

—¿Y usted tenía el hacha?

—Sí.

—¿Por qué no le atacó?

Heath hizo una pausa, como si estuviera haciéndose la misma pregunta.

—Solo quería largarme de allí, sargento. De todos modos, él se volvió y se me quedó mirando. Parecía tan sorprendido como yo. Me lancé hacia la puerta, salí y eché a correr. Odio a muerte el campo.

—Pero usted trabaja en el campo —dijo Chandler.

—Solo por el dinero. Deme usted ladrillos, tela asfáltica y aire acondicionado… Lo prefiero una y mil veces… Pero no tengo cabeza ni estudios para poder tocarme los huevos detrás de un escritorio.

Chandler le hizo volver a su historia.

—Entonces, ¿salió corriendo, pero no lo despistó?

—No. Joder, ese tío tiene el físico de los corredores de larga distancia. Conseguí llegar a las tumbas.

—¿Tumbas? —preguntó Chandler, que fingió que no sabía de qué le estaba hablando.

—Sí, tumbas… O al menos parecían tumbas.

A Chandler, esa forma tan repentina de echarse atrás le dio mala espina. Fue como si ese tipo estuviera fingiendo no saber demasiado.

—¿Cuántas tumbas?

—Creo que seis. Al ver las tumbas, me pareció que había ido a parar al infierno, con el calor que hacía y todo eso. —Heath esbozó una débil sonrisa, pero rápidamente la borró de su rostro, al ver que Chandler no se la devolvía—. Fui hacia la cima de una colina. Pensé que desde allí podría averiguar cómo escapar, pero no había más que una caída de unos tres metros. Entonces él me cogió y me empujó. Me tiró al suelo. —Heath se aclaró la garganta—. No recuerdo gran cosa de la pelea, aparte de que ninguno de los dos conseguía sujetar bien al otro. Ambos íbamos rodando aquí y allá para intentar colocarnos bien. Supongo que entonces debimos de caer por el borde. Nos dimos un buen porrazo. Recuerdo que pensé que me había muerto. No tenía aire en los pulmones. No podía mover los brazos ni las piernas. Supongo que me desmayé. Me desperté mirando hacia el risco. No tenía ni idea de dónde estaba.

—¿Cuánto tiempo estuvo inconsciente?

—No lo sé. El sol todavía iba subiendo, así que supongo que un par de horas.

—De acuerdo —dijo Chandler—. ¿Y dónde estaba Gabriel?

—Pues a mi lado, lleno de cortes y de hematomas. Vivo… o muerto, entonces no me importó. Lo dejé allí.

Así que ninguno de los sospechosos había intentado rematar al otro. Chandler suponía que si alguno de los dos hubiera sido un auténtico asesino en serie, habría aprovechado aquella oportunidad. Lo único que estaba claro era que uno de ellos no decía la verdad.

Heath continuó contando su historia.

—Fui dando traspiés durante unas pocas horas. Al final di con una carretera de tierra. La seguí y llegué a una granja. No me pareció que hubiera nadie dentro. Por eso intenté coger el coche. Justo entonces fue cuando me encontró el idiota ese de la escopeta. Y aquí estamos: hablando mientras ese psicópata anda por ahí suelto.

Chandler decidió jugársela y ver cómo reaccionaba su detenido:

—Ese psicópata está contando exactamente la misma historia que usted…, que usted le secuestró e intentó matarle.

Heath pareció horrorizado. Se puso muy blanco y sus ojos parpadearon rápidamente.

—¡Está mintiendo!

—De acuerdo. ¿Por qué? —preguntó Chandler.

—¿Cómo que «por qué»?

—¿Por qué iba a mentir Gabriel?

Heath se adelantó hasta el borde del asiento, rozando el suelo con las patas de la silla.

—Ya se lo he dicho. Porque es un psicópata.

—Quiero decir que si tuvo algún motivo específico. ¿Hay alguien por ahí que quiera secuestrarle y matarle? ¿Alguien que le odie tanto como para preparar todo esto? ¿Algún enemigo? ¿Deudas? ¿Algo?

—No tengo absolutamente nada ni debo nada —escupió Heath.

Quizás era la primera cosa sincera que decía, pensó Chandler. Por su postura, parecía siempre nervioso, como un gato sobresaltado, con las garras enterradas en las suaves almohadillas de su ropa.

—Es un psicópata, señor…, sargento… Como sea que le llamen.

—Sargento está bien.

Pareció aún más nervioso: debajo de la mesa, las piernas empezaron a repiquetear arriba y abajo, como pistones.

—No puedo decirle nada más, sargento.

Chandler asintió. Ya había exprimido todo lo posible aquel limón. Necesitaba algo de tiempo para planear su próximo movimiento. Lo único que tenía, en aquel preciso momento, era la palabra de un desconocido contra la de otro. Por lo demás, solo su opinión sobre quién estaba diciendo la verdad, si es que alguien la decía.

—¿Puedo irme ya? —preguntó Heath.

—¿Adónde? —preguntó Chandler.

—A cualquier sitio.

—Creo que es mejor que se quede aquí, ¿no le parece? Si hay un asesino en serie que anda detrás de usted…

Heath abrió la boca como si fuera a decir algo, pero no articuló palabra.

Chandler y Tanya salieron de la sala de interrogatorios y volvieron a entrar en la oficina. Allí los recibió Luka, que andaba de un lado a otro entre los escritorios, dando vueltas sin cesar como si siguiera un circuito imaginario.

—¿Qué? —preguntó Luka.

—Tenemos que detenerle —respondió Chandler.

Los ojos de Luka se iluminaron, pero fue Nick quien habló. Su voz incorpórea desde un lugar invisible que estaba doblando la esquina, en el mostrador de recepción.

—¿Así que lo ha hecho él?

—No lo sé —contestó Chandler—. Cuentan exactamente lo mismo.

—No puede ser tan exacto —dijo Luka.

Tanya le interrumpió:

—Pues sí: prácticamente idéntico, palabra por palabra.

—Entonces, ¿a quién acusamos? —preguntó Nick.

—Todavía no lo sé —reconoció Chandler. Se volvió hacia Tanya—. De momento, metedlo en una celda. Y tened mucho cuidado.

Hablaba muy en serio. Entre todos ellos, se había formado un vínculo muy estrecho. Por nada del mundo quería tener que explicar a Simon, a Errol o Katie que a su mamá le había pasado algo muy malo. Ni tampoco a la madre inválida de Jim. El año anterior habían enterrado a su padre. El viejo perdió la batalla contra el enfisema que se le había formado por el tiempo pasado en las minas. Aquel hombre había combatido en la guerra con tanta valentía como contra la enfermedad. Y había insistido en que su funeral fuese una celebración de la vida. Y eso fue lo que tuvo. Tres días seguidos. Tan intenso fue que los participantes en el duelo apenas consiguieron sobrevivir.

Y aunque sabía menos de los otros dos agentes, también se preocupaba por Luka y por Nick. Por Luka, a pesar de sus defectos. Y por Nick, porque era difícil no mostrarse algo paternal con aquel chico, que había cruzado todo el país, desde Melbourne, para trabajar allí. Esa preocupación casi paternal también contribuía a que le costara poner a Nick en el terreno, aunque sabía que pronto tendría que deshacer ese cordón umbilical.

—Mételo en la celda más alejada. Voy a traer aquí a Gabriel otra vez. No quiero que estén el uno cerca del otro. —Miró a los ojos a Luka y a Tanya—. Y no hagáis nada sin tener el apoyo de un compañero. Por lo que respecta a nosotros, hemos de pensar que los dos hombres son extremadamente peligrosos.

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