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55 » Capítulo 14

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—¡Los estatales quieren hablar con usted! —gritó Nick desde el escritorio de recepción, y le pasó la llamada.

—¿Chandler?

—Steve.

No hacían falta formalidades. Steve Yaxley era un antiguo capitán de la escuela que vivía en Newman, muy trabajador, pero accesible, que deseaba ayudar en lo posible. Su voz sonó atronadora entre la electricidad estática.

—Me he enterado del problema que tenéis. Nuestros chicos están en posición, en la autopista y en la noventa y cinco. Nadie puede salir ni entrar.

Mitch se había movido rápido, tocando todas las teclas para que todo estuviera en su sitio sin armar ningún alboroto y sin la ayuda de Chandler. Demostrando su fuerza.

—Gracias, Steve.

—También he hablado por teléfono con el inspector Andrews —dijo Steve—. Solo quería decirte que va para allá. No sé qué es peor, si él o un asesino suelto.

—Al menos Mitch juega según las reglas.

—Supongo… —dijo Steve.

—¿Necesitas algo más?

—No, nada más. Las rutas principales de salida y entrada del pueblo están bloqueadas. Si te queda algún agente libre, podrías ponerlos en los caminos de tierra que no podemos cubrir nosotros. Sabrás mejor que nosotros cuáles son.

—Gracias, Steve —dijo Chandler, notando que de alguna manera le habían pasado por alto, como si fuera parte del problema, y no de la solución.

Después de colgar, contactó con sus tres agentes. Nadie tenía nada sospechoso de lo que informar, solo algunas personas de la localidad que habían hecho preguntas, pero ninguno llevaba a un pasajero que coincidiera con la descripción de Gabriel. Después solo le quedó seguir esperando. El calor, cada vez más intenso, no hacía más que exacerbar el temor de que ocurriese algo, y la frustración por no tenerlo todo bajo control. Ya era tarde. Y no habían averiguado mucho más. No parecía que se produjeran novedades hasta que reapareciese Gabriel, o bien un cadáver.

—¿Sargento?

Chandler miró a Nick, que parecía demasiado emocionado para hacer papeleo en aquellos momentos.

—¿Sí?

—¿Alguna vez habíamos tenido un asesino en serie en estas celdas?

—Nick… —empezó Chandler, aunque no parecía tener sentido intentar detener la incontenible imaginación de aquel chaval.

Durante los diez minutos siguientes, Chandler escuchó a Nick hablar del fruto de sus estudios sobre los asesinos en serie australianos más famosos (Chandler tuvo que pararle los pies cuando proclamó, entusiasmado: «¡los mejores!»), como, por ejemplo, Worrell y Miller (que estrangularon a siete mujeres en la periferia de Adelaida en los años setenta) o Peter Dupas (que mató al menos a tres personas en Victoria). Luego le habló del más importante: Ivan Milat. Chandler había oído hablar de él, un hombre difícil de olvidar, el psicópata que había asesinado a varios mochileros en las cercanías de Belangalo State Forest a finales de los ochenta y principios de los noventa.

—Ya sabe, sargento —dijo Nick—, quizás este tipo sea solo un imitador, que recogía a viajeros jóvenes, los mataba y luego los tiraba a la colina.

Esto preocupó mucho a Chandler. Quizá tuvieran a un nuevo Ivan Milat en las celdas. O rondando por el pueblo.

Nick siguió hablando.

—También tenemos a John Wayne Glover, a finales de los ochenta. Mató a seis mujeres ancianas porque odiaba a su suegra. Al final se ahorcó en prisión…

Aquella información le produjo un momento de temor. Habían tomado todas las precauciones necesarias, le habían quitado el cinturón y los cordones de los zapatos al preso, pero aquella cadena que se clavaba en la piel de Heath…

Chandler se dirigió a la puerta que conducía a su celda, esperando oír algún movimiento, un eco, un ronquido, algo. Pero obtuvo mucho más que todo eso.

—¡Les he oído hablar ahí fuera! —dijo Heath, con voz angustiada y el aliento entrecortado.

Abriendo la rendija, Chandler miró dentro. Heath no colgaba de los barrotes de la ventana, como había temido, sino que estaba muy rojo, todavía jugando con la cruz que llevaba al cuello y retorciendo la cadena hasta que se le clavaba en la carne, como si intentara obligar a Dios a ayudarle.

El preso se acercó a la abertura, inclinando tanto la cabeza que parecía que quería meterla por el agujero.

—No soy ningún asesino.

Chandler dio un paso atrás, manteniendo las distancias.

—Ni tampoco soy un monstruo —dijo, suplicante—. ¿Acaso se lo parezco?

La voz de Nick rebotó en las paredes desnudas.

—Ted Bundy parecía normal, incluso se ofrecía a ayudar. Robert Lee Yates también, y mató a trece prostitutas. Dean Corll era vicepresidente de una fábrica de caramelos, y mató al menos a…

Chandler interrumpió a su colega.

—Nick, ya lo hemos entendido. Estás poniendo nervioso a nuestro huésped.

Con inesperada rapidez, Heath golpeó con la mano la sólida puerta de acero, dejando escapar un chillido de dolor.

—¡Claro que estoy nervioso! —balbució—. No he hecho nada, pero estoy aquí encerrado como si fuera Hannibal Lecter.

—Tenga paciencia, señor Barwell. Si es inocente como dice, lo averiguaremos.

—Lo soy —gimoteó Heath, mirándose la mano, que ahora estaba tan roja como su cara.

—Además, necesito que me entregue esa cadena que lleva —dijo Chandler.

—¿Por qué?

—Para evitar accidentes —dijo Chandler.

Heath se quedó callado un momento, soltó una palabrota, se quitó la fina cadena de oro y se la entregó a través de la abertura; luego se retiró hasta el banco y se sentó.

Chandler estaba preocupado. Aunque no tenía prueba alguna, había algo que le decía que había encerrado al tipo equivocado, que él no era más que un peón de un juego entre Heath, Gabriel y Mitch. Se sentía impotente.

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