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55 » Capítulo 26

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2002

 

Dieciséis días más tarde, la presencia policial seguía decreciendo. Solo quedaban cuatro de los ocho policías que habían sido destinados en un principio. Chandler y Mitch entre ellos. Sylvia y Arthur despotricaban por abandonar a su hijo: pagaban sus impuestos, pero luego nada de nada.

Por aquel entonces, cada día recorrían menos distancia. Y no porque el terreno fuera cada vez más agreste, que lo era. Sucedía que les había atacado por fin la enfermedad de las falsas pistas, la esperanza atisbada en cada piedra movida, en cada trozo de terreno, en cada fragmento de civilización que se tomaba como una prueba de que Martin había pasado por allí recientemente.

Entendía que quisiera comprender a su hijo, claro, pero Chandler no acababa de entender cómo la desesperación de Arthur había vuelto irracional a ese hombre inteligente, que se había pasado toda la vida sentado detrás de un escritorio y que ahora vagabundeaba por esas tierras salvajes en pleno verano.

Le había llegado a coger afecto a aquel hombre. No obstante, intentó distanciarse emocionalmente de aquella situación. Algo que era más fácil de hacer que de decir. El hijo de Arthur no hacía más que alejarse despreocupadamente, y tenía que estar pendiente de él constantemente. Para el chico, aquello seguía siendo una aventura, mejor que pasarse las horas en el colegio. Su entusiasmo debería haber sido contagioso, pero no en esos momentos. Ya no. Lo más lógico hubiera sido que el chico se quedara en la ciudad, esperando. Pero, a aquellas alturas, apenas había espacio para el sentido común.

—No está haciendo nada más que interponerse en el camino —reconoció Chandler ante Mitch.

—¿Qué sugieres? ¿Que lo atemos a un árbol y lo recojamos después?

Chandler se encogió de hombros.

—Quizá. ¡Mierda, me estoy volviendo como tú!

—Estoy orgulloso de que tengas un poco de sentido común —dijo Mitch.

—Pero, bueno, aún no soy del todo como tú.

—No, no del todo. Si por mí fuera, le pegaría un tiro en la pierna a ese renacuajo hijo de puta. Así seguro que volvería por donde vino.

Mitch soltó después una carcajada, tan fuera de lugar que costaba decir si bromeaba o hablaba en serio. Chandler pensó que era mejor no saberlo.

 

Llegaron a un arroyo que serpenteaba entre rocas polvorientas. Surgía de vez en cuando, y luego desaparecía hacia profundidades más frescas.

Maravillado, el pequeño grupo observaba aquel lugar. Desde hacía tres días no habían visto el agua. Habían perdido otros tres voluntarios al volver al pueblo por última vez, gente que tenía su vida y su trabajo, a los que debían volver. Con o sin Martin, la vida seguía.

—¿No deberíamos llenar las cantimploras? —preguntó Arthur.

—Yo tendría cuidado antes de beber de ahí —dijo Chandler.

—¿Por qué? —preguntó el chico, pasando la punta de su polvorienta zapatilla por la superficie del agua.

—Nunca se sabe. Quizá hay algo de mercurio de las rocas. Eso, desde luego, sería muy malo para tu salud.

El chico le miró inexpresivo.

—Puede que mantuviera en marcha a Martin… —dijo Arthur.

Si es que había llegado hasta allí, pensó. Pero no lo dijo.

Arthur miró a su alrededor y continuó andando, como si tuviera miedo de que, si se quedaba quieto un tiempo, alguien le persuadiera de que era hora de abandonar.

Los demás lo siguieron: un grupo de caminantes tristes que seguían a Moisés a través de un horrible desierto. Los pesados pasos de Arthur aplastaban la tierra calcinada que quedaba tras él, como si la castigara por llevarse a su hijo, como si intentara torturar a la roca para que desvelara sus secretos. Y sí, era capaz de ganar esa pequeña batalla, pero, poco a poco, la guerra se estaba perdiendo.

De repente, un grito. Más bien como si alguien hubiera chillado. Chandler sintió esperanza y miedo. Esperanza de que todo hubiese acabado al fin, de que hubiesen encontrado a Martin, aunque solo fuese un cadáver. Entonces llamarían a los helicópteros, que los llevarían lejos de allí al cabo de pocas horas.

Se abrió paso entre unos arbustos y encontró al adolescente de Murray River, con su cara inocente y valiente; en el futuro, aquel chico que quería ser bushman, uno de esos granjeros que viven lejos de la civilización y que trabajan en enormes granjas perdidas en territorios inexplorados. Cuando Chandler le dijo que trabajar como bushman era algo muy difícil y solo apto para gente con muchísima experiencia, el joven le respondió que eso no era nada, que había aprendido a seguir el rastro de las personas en el colegio: cada día, seguía a una persona distinta, y desde la distancia. Y nunca le habían cogido. Chandler no tuvo coraje de explicarle que, tal como lo explicaba, parecía más un acosador que un bushman.

El joven estaba agitándose como un loco. Tenía una sustancia blanquecina pegada por todo el cuerpo. Era obvio lo que había pasado. Se había metido a ciegas en una enorme telaraña y estaba intentando deshacerse de ella antes de que el animal que la había creado se vengase de él.

—¡Quitadme esto! —gritaba, moviendo los brazos y apartando a quienes querían ayudarlo.

—¡Estate quieto! —dijo Chandler, que le arrancó un trozo de pegajosa telaraña.

—¡Se me ha echado encima!

—Y tú querías ser bushman… —dijo Chandler—. Anda, tranquilo.

Lo tranquilizó. No corría peligro. Era la tela de una araña Huntsman, enorme y peluda, pero inofensiva. Un animalillo que sale corriendo a la primera señal de problemas. Enseguida acudió más gente en su ayuda, incluido el hijo de Arthur. El chico se reía mientras agitaba las manos furiosamente para quitar los restos pringosos de telaraña.

Chandler negó con la cabeza: ¿cómo había podido desear encontrar el cuerpo muerto de Martin solo para complacer su egoísmo y volver a casa?

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