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55 » Capítulo 41

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A pesar de las numerosas órdenes de dispersarse, los reporteros se quedaron junto a la comisaría, intentando colarse dentro como si fueran zombis con algo de sensibilidad. Su equipo y los agentes locales iban pasando posibles pistas a Mitch. Él se comportaba con unas dotes de líder que Chandler jamás había mostrado. Incluso Nick y Luka trabajaban eficientemente bajo su dirección.

—¿Mitch? —dijo al entrar en su despacho.

Él hizo una mueca. ¿Otra vez? No le gustaba ese tipo de informalidades.

—Tengo que hablar contigo —dijo Chandler.

Mitch cogió unos papeles de los miles que tenía en el escritorio y fingió leerlos.

—Tengo una teoría sobre las víctimas —dijo Chandler, sin dejarse amilanar. Mitch volvió otra página con desinterés—. Los nombres de sus víctimas, están todos relacionados con la Biblia, de alguna manera. Sigue un patrón —añadió—. Mencionó que le habían decepcionado, de niño…, sus padres y la religión.

Durante un momento, Mitch siguió fingiendo que leía, hasta que al final se fijó en Chandler y agitó el puñado de informes ante su cara.

—Olvídate de tus teorías, sargento. Primero, comprueba esto.

—Tienes a un equipo para eso —dijo Chandler.

—Del que tú formas parte.

Chandler ahogó una risita.

—Como mucho estoy en el banquillo. Es el lugar que me has asignado —respondió. Por cierto, Teri ha llegado al pueblo, por si no lo sabías. Se ha quedado sin gasolina en el Camry y ha venido andando hasta casa. Ha dicho que ha estado intentando ponerse en contacto con su novio.

Dicho lo cual, Chandler fue hacia las celdas y se sentó junto a la de Heath. Quería confirmar algo con él.

—¿Señor Barwell?

No hubo respuesta. Al parecer, nadie quería hablar con él.

—¿Le pareció que Gabriel era un hombre religioso?

Sin respuesta.

—Piénselo bien, cuando le capturó… ¿Dijo algo que le pareciera fuera de lo corriente? Algo extravagante… ¿Rezó en algún momento? ¿Alguna oración? ¿Se santiguó? ¿Le mencionó a Dios o algo parecido?

—¿Qué más quiere que le diga? —respondió una voz cansada.

—Quiero que me responda a esto.

Hubo una larga pausa. Heath soltó una tos seca.

—Sí que habló de Dios —dijo con voz rasposa—. No recuerdo exactamente qué dijo.

—Por favor, señor Barwell…, Heath. Nos ayudaría mucho.

Un suspiro frustrado resonó a través de la rendija de la puerta.

—Recuerdo que dijo algo de que aquí la tierra estaba tan seca que Dios debía de haberla olvidado. De alguna manera, es como si estuviera furioso con ella. Pero también dijo que era hermosa. Como era en el principio, como lo era todo.

—¿En el principio?

—Sí.

Ahí estaba esa frase otra vez: «En el principio». ¿Qué principio? ¿El principio de su deseo de matar? ¿Era algo que sentía que tenía que hacer? ¿O bien le gustaba solo el principio? Capturar y conocer a su víctima… El asesinato sería simplemente algo que había que hacer, algo de lo que ni siquiera disfrutaba.

—¿Mencionó algo más sobre el principio?

Heath suspiró de nuevo.

—¿Su niñez, por ejemplo? Por cómo ha salido, no debió de ser muy buena.

Heath se detuvo ahí. Chandler había llegado a otro punto muerto.

—Pero sí que mencionó un sitio, dijo que era «el principio».

—¿Qué sitio? —preguntó Chandler, esperanzado.

—Pues no lo sé.

La voz de Heath se apagó. El momento de inspiración había pasado.

—Por favor, inténtelo —dijo Chandler.

—Sí, lo estoy intentando —replicó Heath, que parecía inquieto y furioso.

Chandler retrocedió. Un silencio absoluto se impuso en las celdas. ¿Había ido a parar a otro callejón sin salida?

—Singleton —exclamó Heath.

—¿Singleton?

—Sí —dijo Heath con voz temblorosa—. Lo mencionó un par de veces en el coche. Pensaba que se refería a algún lugar donde había estado, o a una granja que me podía dar trabajo… Pero me pareció un poco fuera de lugar. Siempre decía esa palabra con pasión. Era lo único que le alteraba.

—¿Y dijo que aquello era el principio?

—Sí, eso creo.

—¿Y qué dijo que era eso de Singleton?

—Pues no lo sé, la verdad. Un sitio, una granja, una persona… Y antes de que me lo pregunte, no sé de qué fue el principio.

Pero eso ya era algo.

 

Con el ordenador de Tanya, buscó Singleton. Un montón de resultados: un software, un whisky, unas cuantas personas famosas con ese apellido y otros vínculos que le invitaban a redes sociales y a webs de citas para solteros (singles). Eliminando todas las referencias a webs de citas y a gente famosa le quedó una ciudad en Nueva Gales del Sur, unas cuantas más en Inglaterra y en Estados Unidos, así como un enorme número de barrios residenciales, edificios e institutos australianos.

Aunque estaba al otro lado del país, habría que comprobar la ciudad al norte de Sídney, a orillas del río Hunter, en Nueva Gales del Sur. Sin embargo, lo que atrajo su atención era el suburbio en el extremo sur de Perth. Gabriel era de Perth, o eso habían deducido de su acento. Por la foto que tenía delante, no parecía más que un pequeño reducto fronterizo salpicado de bungalós destartalados, unas cuantas casas y tiendas de artículos de primera necesidad. Era como la última avanzadilla de la civilización, una versión más verde de Willbrook. El único edificio que tenía web era un orfanato. Hizo clic sobre ese vínculo.

La web era profesional. Las fotos del edificio le llamaron la atención. Era pequeño, casi diminuto, un edificio que parecía salido de las novelas de Harry Potter que tanto gustaban a Sarah. Le pareció que el diseño de la web y el ángulo de las fotos pretendían disimular sus imperfecciones.

Aunque era tarde, llamó al Departamento de Informática del Cuartel General en Perth. Le pusieron con la persona que estaba de guardia. Pidió que le enviara los registros de entrada del orfanato de los últimos treinta años.

Diez minutos después, un archivo de gran tamaño entraba en su buzón de correo. Sin embargo, no pudo abrirlo, como si el contenido fuera un gran secreto. Lo consiguió a la segunda. Buscó a Gabriel Johnson entre los nombres. No obtuvo ningún resultado. Probó con Heath Barwell. Nada. Buscó el nombre de Seth, que dio un par de resultados que no llevaban a ningún sitio. Chandler tenía ante sí miles de registros acompañados de fotos, pero no se le ocurría por dónde empezar a buscar. Tenía una larga noche por delante.

Durante la primera media hora, no obtuvo ningún resultado: ninguna de las fotos se parecía ni de lejos a la imagen de Gabriel que tenía clavada en su cerebro. Al cabo de una hora mirando la pantalla, le empezaron a doler los ojos. Le costaba concentrarse. Continuó examinando los archivos mientras pensaba qué otro enfoque podía darle. Tenía que haber alguna conexión con «el principio», con la religión, con lo que había hecho que Gabriel fuera como era.

Chandler lo notaba en las tripas.

 

ϒ

 

Una hora más tarde, cuando buscaba posibles alternativas, apareció esa foto en la pantalla. Le había pillado tan desprevenido que, automáticamente, había pasado un par de fotos más de niños huérfanos. Tuvo que volver atrás. La imagen que tenía delante era la de Gabriel, seguro. Era una versión más joven, con el pelo muy corto, cosa que acentuaba la delgadez de su cara. Más parecía el superviviente de un campo de concentración que un huérfano. Pero no cabía duda. Era él: David Gabriel Taylor.

El corazón de Chandler se aceleró al estudiar el archivo y las notas adjuntas. Se registraba algún brote ocasional de enuresis nocturna y estallidos emotivos bordeando lo violento. Pero, en realidad, solo era un chico joven y asustado que intentaba salir adelante. Por desgracia, su historial acababa tan abruptamente como había empezado. Asignaron a Gabriel a un hogar de acogida al cabo de solo seis meses. El nombre y la dirección de sus padres adoptivos estaba escrito en una columna a un lado: Dina y Geoffrey Wilson, de Glendon, en las afueras de Perth.

Chandler llamó enseguida al número de teléfono correspondiente.

—¿El señor Geoffrey Wilson? —preguntó.

—Sí, soy yo.

Esperaba tener que aplacar a una airado padre de familia a quien han despertado de su sueño, pero le sorprendió encontrarse una voz agradable, profunda, áspera.

—Soy el sargento Chandler Jenkins, de la comisaría de Willbrook. Me gustaría…

—¿El sargento Jenkins de dónde? —le interrumpió el señor Wilson.

—Wilbrook, al norte, en el Pilbara.

—¿Y qué pasa por ahí? —preguntó el señor Wilson—. Quiero decir, ¿por qué me llama por teléfono? ¿A estas horas?

—Tengo que hacerle un par de preguntas sobre David Gabriel…

La voz ronca le interrumpió, desaparecida ya su cortesía.

—Conozco a Gabriel.

—Bien, pues tengo un par de…

—Yo…, nosotros no queremos tener nada que ver con él, sargento.

Aquella respuesta despertó su interés. Había oído roces en el otro lado, el sonido de un receptor a punto de colgar.

—Por favor, señor Wilson, solo un par de preguntas. ¿Ni siquiera quiere saber por qué le llamo? —Chandler esperaba despertar su curiosidad.

—No —respondió el hombre, firme—. Nosotros…, mi mujer y yo intentamos enseñarle a distinguir el bien del mal. Y él nos lo echó en cara.

—¿El bien del mal? ¿En un sentido religioso?

—Sí…, en un sentido religioso, sargento. —La voz sonaba tranquila, pero contundente.

—¿Así que son ustedes religiosos?

—Sí, lo somos. Y estamos orgullosos de ello —dijo el señor Wilson muy serio, como si hubiera alguna insinuación en la pregunta de Chandler—. Intentamos criarlo de la mejor manera posible, de la forma correcta. Sobre todo después de lo que le pasó a su familia.

—¿Qué pasó…?

—Un accidente de coche, sargento. Una experiencia horrible para el chico. Era tan pequeño… Pero creímos que se recuperaría. Queríamos enseñarle que a pesar de lo que le había enviado Dios, el Señor era bueno. Que le guiaría…, si se arrepentía de sus pecados y obedecía su palabra.

Chandler sintió escalofríos.

—¿Y cómo se lo enseñaban?

De repente, el señor Wilson se mostró reticente. Chandler se imaginó lecciones, deberes, sermones… o cosas peores. Algo bastante perturbador que podía convertir a un huérfano en un asesino. Debía de tener más cuidado.

—¿Cuándo se fue David… Gabriel?

—A los dieciocho —respondió con brusquedad; estaba deseando colgar—. Y no ha vuelto desde entonces. No queremos que vuelva. Convirtió nuestra casa en una morada de maldad, sargento… De maldad. Como si fuera Sodoma y Gomorra, las prostitutas invadieron mi casa. Se paseaban por ella tan desnudas como Eva en el Jardín del Edén. Mi esposa y yo tuvimos que restregar los suelos y los muebles para limpiarlos.

Se oyó un roce en el auricular del otro lado. A Chandler le pareció que alguien sollozaba. Entonces oyó la voz de una mujer, Dina.

—Sargento, ha preocupado mucho a mi marido… Nosotros solo queremos olvidarnos de todo lo que hace referencia a ese chico. ¡El hijo del diablo! —dijo, y colgó.

Chandler se echó atrás en la silla, intentando asimilar todo aquello. En realidad, no tenía pistas o hilos de los que tirar. ¿Qué podía hacer? Sabía que en aquella casa había ocurrido algo. Unos padres adoptivos y fanáticos tratando de imponer sus creencias a un adolescente vulnerable que acabó desquiciado.

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