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55 » Capítulo 10

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2002

 

La familia de Martin se unió a la búsqueda. A Chandler le encargaron permanecer junto al padre de Martin, Arthur, un hombre que parecía estar a punto de sufrir un ataque al corazón. Tenía cincuenta y muchos años, y era muy grueso y achaparrado, como si estar toda su vida laboral sentado detrás de un escritorio hubiese detenido su crecimiento. Su cuerpo regordete cargaba con el enorme peso de la ansiedad, que le aplastaba un poco más a cada segundo que pasaba allí, perdiendo la esperanza ante la tierra reseca.

El campamento parecía prometedor, a pesar de que las piedras ennegrecidas por el fuego estaban medio enterradas; el viento se había llevado hacía tiempo cualquier ceniza que hubiese podido quedar. Arthur insistió en registrarlo de todos modos, aunque Chandler le había rogado que siguieran desplazándose y cubrieran otro kilómetro más antes de que oscureciera. El viejo iba dando vueltas, buscando pistas que indicasen que su hijo había estado allí. Pasaba un palo por el polvo, barría el suelo, con la esperanza de descubrir cualquier mínima prueba que pudiera quedar. Era descorazonador verle arrastrar los pies de un lado a otro por el claro, barriendo hojas muertas desde hacía mucho tiempo y apartando insectos de su camino.

Chandler se refrescaba un poco a la sombra cuando Mitch apareció junto a él. El entusiasmo inicial de su amigo ya se había desvanecido. Su temperamento era cada vez más complicado. Había querido organizar a los voluntarios como si fueran esclavos. Sin un «gracias», solo con una advertencia de que mantuvieran los ojos bien abiertos. Más que animarlos, los abroncaba.

A lo largo de las últimas semanas, el aspecto de Mitch había cambiado: sus mejillas estaban chupadas por el hambre, y las marcas de acné juvenil se hicieron más profundas.

Mitch le susurró:

—Me he apuntado para trabajar como policía, no para hacer de perro rastreador.

—Esto es trabajo de policía. Estamos intentando determinar qué ha podido pasarle. ¿No te llama el sentido del deber?

Chandler se sorprendía a sí mismo por ese sentido del deber. De adolescente no había tenido nada parecido. Sin embargo, de adulto lo había desarrollado hasta límites insospechados. El cuerpo de policía y haberse convertido en padre le habían envejecido. En realidad, se estaba convirtiendo en su padre, un hombre sólido, digno de confianza. No es que eso fuera malo, pero es que solo tenía veintidós años.

Mitch levantó una ceja. No había respondido al intento de Chandler de motivarle.

—Lo que tengo es la sensación de que estamos buscando a alguien que no quiere que lo encuentren, Chandler. Si se ha ido hasta tan lejos, es porque sabía adónde iba. Y sabía que no iba a volver.

—¿Y qué quieres entonces, Mitch? ¿Asesinatos? ¿Droga? ¿Prostitución? Pues vete a una gran ciudad.

Mitch cogió una rama seca de un árbol. La madera se partió, desgajándose del tronco.

—Me lo estoy pensando —dijo, deshaciendo la madera reseca con la mano, dejando que los restos cayeran al suelo.

—¿Lo dices en serio? —preguntó Chandler, desviando su atención del anciano que iba barriendo el polvo.

Mitch asintió.

—Claro.

—Pero solo llevas un año en el cuerpo.

—¿Y qué?

—¿Quién te va a aceptar?

Mitch se humedeció los labios, extrañamente azulados.

—He hablado con una oficial policía de alto rango de Perth. Dice que está dispuesta.

—Perth… ¿El maldito Perth?

—Sí, el maldito Perth. No voy a llegar a ninguna parte si me dedico a este condenado juego del escondite.

—Vaya, sí que tienes planes… —dijo Chandler, sarcástico—. Grandes planes.

—Tú te has quedado estancado, por eso lo dices.

—No me siento nada estancado.

La mueca de Mitch estaba llena de desdén. Chandler sintió ganas de darle un puñetazo.

—Te liaste con Teri y ahora estás atrapado.

Imaginar a su novia, embarazada de ocho meses, y que se le hiciera un nudo en el estómago fue todo uno. Quería estar con ella, en lugar de andar recorriendo aquellos bosques. Le dijo a Mitch lo que le había dicho a Teri.

—La vida sigue. Así tiene que ser. No hay más remedio.

Y con eso dejó a Mitch junto al árbol y volvió al lado de Arthur. El anciano había descubierto un envoltorio de plástico e intentaba averiguar de qué podía haber sido.

Pero no era nada, solo otra pista falsa: el plástico era demasiado antiguo y estaba demasiado degradado para que lo hubiesen tirado recientemente. Dejaron el claro y anduvieron entre los matorrales, siguiendo un grupo de piedras apiladas poco definido, que los guio hasta un amplio collado entre dos riscos, como un paso hacia lo desconocido.

Al llegar a la cima, el paisaje se abrió. Las copas de los árboles alfombraban todo el suelo, impenetrable, pero al menos ofrecían refugio contra el sol impenitente. Una abrumadora sensación de aislamiento invadió a Chandler. Una imagen a la vez maravillosa y espantosa. No mucha gente llegaba hasta allí, tan lejos. Ni siquiera los más locos. ¿Por qué Martin habría ido hasta allí? Había maneras más sencillas de suicidarse. Pero solo había pasado una semana. Todavía existía alguna posibilidad de que Martin estuviera vivo.

Dando los primeros pasos por el otro lado de la colina, llegó hasta él la voz de Mitch, ordenando a los voluntarios que se dispersaran. A algunos de ellos, aquellos gritos les irritaban, pero Chandler vio que a Mitch le importaba un pimiento. Se preguntó si Martin habría podido sobrevivir allí fuera una semana. Si Arthur podía. Si Mitch podía. Si él mismo podía.

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