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55 » Capítulo 13

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2002

 

En un mundo capaz de indicarte dónde se encontraba cualquier cosa, desde los átomos más diminutos a las supernovas que se tragan soles, el paradero de Martin continuaba siendo un misterio. Los escáneres de calor corporal habían resultado inútiles, igual que los transmisores. Los ojos del cielo no habían descubierto nada salvo tierra baldía, y su teléfono no daba ningún tipo de señal. La batería parecía agotada desde hacía mucho. Lo único que quedaban eran ojos, oídos y pies humanos. Pero la dificultad del terreno les había pasado factura a todos.

A primera hora de la mañana, Chandler recordó al grupo que barrieran completamente el área que quedaba. Ya no buscaban rastros, sino que querían dispersar a cualquier animal que ansiara comida fresca. Aquella mañana, Chandler estaba sentado con un par de oficiales de policía de Mount Magnet, reclutados por su experiencia en la búsqueda de caminantes perdidos. Ya había notado que no hablaban mientras iban andando: así ahorraban energía. Cubrían terreno rápida y concienzudamente, despejando zonas en cuestión de segundos, y luego seguían adelante.

Hablaban sobre si Martin podía seguir con vida tras una semana: dependía de lo bien equipado que fuese y de su estado mental.

—Agobiado, por lo que sabemos —dijo Mitch—. Una mezcla de emoción, conmoción y rabia.

Jared, el agente de Mount Magnet que tenía una voz muy profunda, le interrumpió.

—Si quería irse para siempre, pudo hacerlo fácilmente. Si se le da a una persona más o menos en forma una ventaja de cuarenta y ocho horas, las posibilidades de encontrarla serán muy escasas. No será el hambre ni la sed lo que acabe con ella, sino el pánico. Darse cuenta de que está jodido, pero no es capaz de hacer nada para solucionarlo. Se desesperará, cometerá un error y se caerá, se romperá una pierna y morirá en el fondo de algún barranco.

Se hizo el silencio. Afortunadamente, nadie de la familia estaba por allí cerca.

—¿Los encontráis a menudo? —preguntó Mitch.

—Solo un diez por ciento de las veces —respondió Jared. Los voluntarios murmuraron entre ellos—. Bueno… —se corrigió—, en realidad, posiblemente un cuatro o cinco por ciento.

Se oyeron más gruñidos. Los voluntarios se preguntaban por qué seguían luchando por una causa perdida. A Chandler tampoco le hacía ninguna gracia el derrotismo. Pensó en Teri y en su embarazo, y en lo poco preparados que estaban.

La había conocido hacía poco, en Año Nuevo, en una fiesta en el pueblo. Y no como invitado. Como reunían las características ideales, ya que eran jóvenes, novatos y solteros, a Chandler y a Mitch les tocó hacer guardia aquella noche, para que el resto de la dotación pudiera irse a casa con su familia, a celebrarlo. Teri había venido desde la costa a visitar a su familia. Y se tomó aquel viaje como una excusa perfecta para meterse en líos, tan lejos de casa.

A Chandler y a Mitch los llamó un vecino preocupado porque había jóvenes menores de edad bebiendo en la fiesta de la casa de al lado. En realidad, daba lo mismo por qué había sido. Fuera como fuera, los iban a abuchear, ya fuera por interrumpir una fiesta en pleno apogeo, ya fuera por llevarse de ahí a alguien.

Entraron en la casa entre los habituales gritos de desaprobación e insultos. La gente empezó a huir despavorida de los uniformes. Pero Teri no. Ella se enfrentó a los dos, ya bastante castigada por la fiesta, con los tirantes del vestido azul que le resbalaban de los hombros y dejaban al descubierto las tiras de su bikini rojo. Chandler, que la miraba desde su altura, muy superior a la de aquella chica, le pidió que avisara a los propietarios de la casa. Teri les dijo que se fueran: estaban jodiendo el buen rollo. Solo cuando le dio un empujón en el pecho, Chandler se fijó realmente en ella y en sus penetrantes ojos castaños. Eran enormes y peligrosos como un fuego en el bosque. Como estaba algo borracha, intentó negociar con ella, pero Mitch no era tan indulgente. Solo hacía dos meses que eran policías, pero su compañero ya llevaba el uniforme como si fuera una segunda piel, se regodeaba con la autoridad que le confería y sacaba su placa con un fervor casi fanático, dispuesto a hacer uso del poder que nunca había tenido de adolescente.

Como Mitch y Teri amenazaban con iniciar el año nuevo con una agresión con agravantes o algo así, a Chandler no le quedó otra que intervenir. Mientras acompañaba a Mitch hacia la puerta, recordándole que había que mantener la profesionalidad (un comentario que no hizo otra cosa que enfurecer aún más a su compañero), notaba que el cuerpo menudo de Teri le empujaba insistentemente por la espalda.

Chandler dejó a Mitch paseando en torno al coche patrulla como un toro furioso y volvió a entrar para ocuparse de la queja inicial. Al final convenció al propietario de la casa y a Teri de que aceptaran recibir solo una amonestación, ya que cuanto antes la recibieran, antes podrían volver a su celebración. Los advirtió de que no debían dar alcohol a menores y le dijo a ella que tuviera cuidado, a lo cual Teri replicó que si alguien intentaba algo con ella le estamparía un vaso en la cara. Asombrado ante aquella sinceridad y aquella crudeza, Chandler le dijo que esa respuesta no era la correcta. Ella le preguntó si lo que tenía que hacer era enviarle una carta al tío en cuestión pidiéndole educadamente que se fuera. Al instante, supo que con esa chica no había ninguna respuesta correcta; posiblemente, nunca la habría. Era una fuerza de la naturaleza. Cuando la conversación terminó, no se sabe cómo, había accedido a volver después de terminar su turno, al cabo de unas horas.

Chandler se fue, aunque antes le dijo al propietario que evitara que hubiera tanto ruido en el jardín. También le dijo que volvería para comprobar si le había hecho caso.

Su turno no acabó hasta unas horas más tarde. Mitch seguía furioso con la chica de la fiesta que había mostrado semejante falta de respeto hacia él y hacia la insignia. Chandler le siguió la corriente y le deseó las buenas noches. De vuelta a casa, se desvió un poco y pasó junto a la casa de la fiesta. El jardín delantero estaba vacío y solo se oía el chirrido de los grillos…, hasta que se abrió la puerta delantera y un hombre que no llevaba otra cosa que unos calzoncillos salió por la puerta dando tumbos. Detrás de él, se oyó el ruido de la música.

Chandler entró, todavía de uniforme. Una vez más, la gente se apartó de él.

—¿Dónde está tu compañero, el gilipollas ese?

Chandler se volvió. Era Teri. Todavía bien despierta, a pesar del tiempo que llevaban de fiesta. Por lo visto, su cuerpo menudo y delicado era capaz de procesar una gran cantidad de alcohol, a saber cómo.

—Se ha ido a casa —dijo Chandler.

Teri parecía impresionada, incluso aliviada.

—Era un muermo.

—No, es que es serio.

—¿Serio? Un aguafiestas: eso es lo que es.

Chandler no le llevó la contraria. Ya la conocía lo suficiente como para saber que era mejor evitarlo.

—Bueno, entonces, ¿estás de servicio o qué? —le preguntó ella.

—Pues oficialmente no, ya no.

—Vale —dijo Teri, y le puso una cerveza en la mano—. Entonces quítate la placa.

El resto de la noche pasó sin darse cuenta, bebiendo y charlando hasta las cuatro o las cinco de la mañana, bajo el efecto de las incontables cervezas que se tomó.

Después de aquella noche, durante los primeros meses, iba en coche hasta Port Hedland para reunirse con ella, cuando no estaba de guardia. En febrero, ella cumplió los dieciocho. En abril se quedó embarazada. Y en junio él ya no tuvo que ir hasta la costa. Teri se trasladó a Wilbrook, a vivir con él y con sus padres. Junio y julio pasaron con la emoción de vivir una nueva vida en otro lugar. Sin embargo, en septiembre, cuando ya caían los primeros pétalos de las rosas, las discusiones de Teri con sus padres lo estropearon todo.

A principios de diciembre, la frialdad aumentó. Ella ya estaba de ocho meses. Se mostraba muy irritable y encima con ese calor que hacía allí: en el culo del mundo, como decía la propia Teri. Chandler quería estar con ella, apoyarla. Pero tenía que trabajar. Tenía que buscar a un chico perdido en una tierra ignota.

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