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55 » Capítulo 16

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Al cabo de quince minutos, empezaron a sonar los teléfonos. Enseguida Nick se vio sobrepasado y empezó a desviar las llamadas a Chandler. La mayoría era de gente del pueblo que se enfrentaba a la mayor conmoción que había sufrido la localidad en años: madres ansiosas, padres protectores, jubilados ofendidos, adolescentes que soltaban risitas, todos ellos llenos de curiosidad por los vehículos negros y siniestros que recorrían lentamente las calles.

Algunos querían saber si era el Servicio Secreto, si había una convención de espionaje. Sus teorías eran disparatadas. En cuanto había conseguido calmar a un vecino llamaba otro, que preguntaba si debían vestirse de domingo y hacer guardia para recibir al ilustre visitante al que, por lo visto, se esperaba. Algunos querían saber quién era, para ser los primeros en extender por ahí el cotilleo. Otros decían que no estaban dispuestos a recibir al primer ministro o a alguno de esos sinvergüenzas. Con las palabras atravesadas en la garganta, Chandler explicaba siempre lo mismo: no ocurría nada; debían quedarse en el interior de sus casas; si pasaba algo, se lo haría saber personalmente.

Había respondido a unas diez llamadas cuando alguien tocó el tema que más temía: los controles de carretera y por qué Jim, Taylor y Luka estaban registrando todos los coches. La pregunta la hizo un vecino muy enfadado, el reverendo Simon Upton, que no podía creer que la policía hubiese detenido a un religioso y hubiera registrado su coche. Aunque normalmente era alguien muy tranquilo, en esta ocasión se quejaba muchísimo, como si tuviera algo que ocultar…, tal vez algo que tuviera que ver con los rumores que corrían por el pueblo sobre un pasado no muy religioso, por así decirlo.

—Pero ¿registraron su coche, reverendo? —preguntó Chandler.

—No, pero me detuvieron cuando iba de camino a casa de Georgina Patterson. Como sabrá, está muy enferma.

—Sí, lo sé, reverendo. Por favor, dele recuerdos de mi parte.

—¿Por qué están registrándolo todo, si se puede saber? —preguntó el reverendo, con una voz imponente, como la que sonaba en el púlpito los domingos.

Chandler le dijo que era solo una precaución.

—Venga, sargento Jenkins, no colocarían ustedes controles de carretera solo por precaución. No puede ocultar esa información a la gente del pueblo.

Chandler calló un momento. Tendría que darle algo al reverendo, pero, al mismo tiempo evitar que aquel santurrón chismoso propagara un pánico que, tal vez, no estuviera del todo injustificado.

—Tiene usted razón. Hay un ladrón que ha dado el golpe en varios establecimientos y que está intentando salir de la ciudad.

Hubo una pausa, como si el reverendo estuviera esperando la inspiración divina para saber si Chandler había dicho o no la verdad. Y el Señor no estaba convencido.

—No se hacen registros solo por alguien que roba en una tienda, sargento. Se lo preguntaré de nuevo: ¿esa persona es peligrosa? ¿Es un convicto o convicta que ha escapado de prisión, quizá?

—No, reverendo —dijo Chandler, con toda calma—, solo alguien a quien queremos interrogar. Pero, para encontrarlo, nos ayuda mucho que todo el mundo se quede en su casa, para poder concentrarnos en el sospechoso sin distracciones.

El reverendo saltó ante el desliz de Chandler.

—¡El sospechoso! Entonces es un convicto… ¡O lo va a ser!

La mente de Chandler se puso automáticamente en modo manejo de crisis. Suavizó la voz para que el reverendo se calmara.

—Reverendo, es una forma de hablar: un sospechoso. Si tuviera que definirlo, en realidad, sería más bien una persona implicada. Solo estamos comprobando que no se ha subido en el coche de alguien o ha cogido alguno.

—Yo no soy un hombre que cobije a criminales, sargento. En mi coche no podía estar.

Chandler se sintió aliviado al percibir un cambio en su tono de voz.

—Ya lo sé, reverendo, pero he dado instrucciones a mis oficiales de que comprueben «todos» los coches. En este momento, no podemos estar seguros de que aún esté en el pueblo. Podría haberse ido hace tiempo de aquí. Entonces se convertiría en un problema estatal, pero he preferido pasarme de precavido y registrar todos los coches, por si acaso. Estoy seguro de que a usted no le importará.

El representante del Señor en la Tierra no podía decir nada ante eso. Soltó un murmullo casi incoherente como respuesta, algo que sonaba como una oferta de hacer todo lo que pudiera para ayudar. Preguntaría a su congregación, en la misa de la mañana (a sus diez parroquianos, pensó Chandler), si habían visto algo. Después de darle las gracias, Chandler colgó.

Las llamadas siguieron entrando, la gente retenida en los controles llamaba para preguntar por qué demonios no les dejaban salir de su pueblo. Hasta Nick tuvo que echarle una mano, deslizándose tímidamente junto a Chandler, que se ocupaba de las quejas de los vecinos, mientras Mitch y su equipo pensaban qué hacer.

De repente, se abrió la puerta de la comisaría de par en par. Dos de los agentes de Mitch fueron directamente a la oficina de su jefe.

Chandler dejó en espera la llamada e intentó escuchar lo que ocurría en su oficina. No captó más que voces ininteligibles. Menos de un minuto después, los dos hombres salieron de nuevo de la comisaría.

Mitch se acercó a la puerta mientras Chandler colgaba el teléfono.

—¿Qué ocurre? —preguntó.

—Nada que te importe —replicó Mitch.

—¿Adónde van?

El teléfono de Chandler volvió a sonar.

—Concéntrate en calmar a los vecinos —respondió Mitch, y luego añadió—: ¿Ha llamado ya la señora Juniper?

La señora Juniper era la cotilla oficial local, exmujer de Kid Maloney. Se casó con él en un brote de rebeldía y luego se divorció, cuando recuperó la sensatez. Siempre se enteraba de todo… Bueno, antes se enteraba de todo.

—Murió hace cuatro años —dijo Chandler.

Debía de haberse sentido incómodo, pero Mitch se encogió de hombros y volvió tranquilamente a su despacho. Nick pasó junto a Chandler, de camino a la recepción.

—¿Adónde van, Nick?

Él meneó la cabeza y siguió andando. Le pareció que le ocultaba alguna cosa. Mitch estaba destruyendo el clima de confianza que había logrado establecer en la comisaría.

—¿Nick?

—No lo sé, sargento, de verdad. Hablaban bajo. No los he oído.

Mitch apareció tras el hombro de Chandler.

—Quiero interrogar al señor Barwell.

—¿Y qué te lo impide?

—Tú tienes las llaves, sargento.

Chandler se levantó de su asiento. Era más bajo que Mitch, pero físicamente intimidaba más; no necesitaba llevar hombreras para realzar los hombros.

—Voy contigo.

Mitch negó con la cabeza.

—No, no quiero ninguna contaminación del interrogatorio anterior. Como una hoja de papel en blanco.

—Pero así podré decirte si cambia su historia.

—Me sé de memoria su declaración anterior —respondió dándose unos golpecitos en la cabeza.

—Un par de oídos más no harán daño.

Mitch hizo una pausa. Sacaba la mandíbula inferior y la barbilla, un gesto involuntario y desgarbado que hacía desde que era niño.

—Vale, sargento, pero yo dirijo. Tú mantén la boca cerrada.

—Tú diriges —dijo Chandler mordiéndose la lengua: cualquier cosa era mejor que contestar el teléfono.

Chandler entró en las celdas, con Mitch justo detrás. Abrió la rendija; el chirrido resonó en todo el pasillo. La cara de Heath apareció en el espacio como un perro que busca comida. Solo se veía su boca. Su voz estaba llena de preguntas.

—¿Qué ocurre ahí fuera? ¿Quién es toda esa gente?

—Señor Barwell, por favor, apártese de la puerta —ordenó Mitch, tranquilo pero autoritario, desaparecido ya todo rastro de su acento juvenil.

A Chandler no le habría extrañado que hubiese recurrido a un profesor que le enseñase a refinar su acento, dado el dinero y la dedicación que había invertido en su estilo de vestir, muy sofisticado.

—¿Quién es ese? —le preguntó Heath a Chandler—. ¿Mi abogado?

—Es un inspector. Ha venido a interrogarle. Por favor, échese hacia atrás.

Mientras Chandler se disponía a abrir la puerta de la celda, Mitch se apartó el faldón de la chaqueta y apoyó la mano en su arma. ¿La habría usado alguna vez? Seguramente.

Chandler le enseñó las esposas.

—No es necesario —dio Heath, levantando las manos—. Quiero un abogado.

—¿Para qué necesita un abogado si es inocente? —preguntó Mitch, frunciendo el ceño.

—Todo el mundo necesita un abogado —respondió Heath.

—Puede ser —dijo Mitch, manteniendo la frialdad—, pero solo los culpables insisten en tenerlo. Solo quiero repasar su declaración. Ponerme al día con mi colega. Quiero entender todo lo que le ha pasado.

Heath frunció el ceño mirando a Mitch, como si intentara calibrar sus verdaderas intenciones.

Hizo una pausa y se volvió de cara a la pared, para que Chandler pudiera ponerle las esposas. Hizo una mueca de dolor.

Lo llevaron hasta la sala de interrogatorios. Chandler colocó a Heath en un asiento y le quitó las esposas con mucho cuidado.

—Solo repetiré lo que ya dije —apuntó Heath, frotándose un poco las muñecas mientras miraba primero a Mitch y luego a Chandler.

Mitch dirigió el interrogatorio. Sus gemelos de plata brillaban a la luz, grandes, angulosos y caros, llamativos, aun así, eran elegantes, con cierta sensación de mesura. La plata siempre había sido el metal preferido de Mitch. Tal vez porque la asociaba a su amada placa o quizá solo porque le reafirmaba. Eso siempre le había gustado.

Heath empezó a contar su historia. Tal vez pulió algo ciertos matices. Fue detallista cuando llegó a la parte de hacer autostop, y algo más vago en la parte de la droga y de la huida. Solo una diferencia llamó la atención a Chandler: el recuerdo de un nombre en uno de los documentos de la cabaña, Seth. Cuando Mitch le presionó un poco más al respecto, Heath dijo que era algo que acababa de recordar, un nombre escrito con letras grandes y rojas, como si fuera de enorme importancia. Chandler tomó nota de comprobar a todos los Seth que figurasen en los registros de personas desaparecidas.

—Si hubiera conseguido robar el coche, ¿adónde habría ido? —preguntó Mitch, con los ojos bajos y clavados en sus notas, como si fuera una pregunta hecha solo para pasar el rato.

—A cualquier sitio —dijo Heath.

Gotas de sudor le caían del nacimiento del pelo.

—En su declaración original, dijo que se dirigía aquí: al pueblo —replicó Mitch, levantando los ojos y mirando al sospechoso.

—Yo…, bueno, lo único que quería era alejarme de él. Y sigo queriendo hacerlo, pero ustedes me tienen atrapado aquí, mientras que él…

El cuerpo entero de Heath se echó a temblar. Tenía la piel sonrosada y algunas gotas de sudor fueron a parar el escritorio.

—Intentar robar un coche no parece obra de un hombre inocente —observó Mitch.

—Sí, es la obra de un hombre asustado —respondió Heath.

—¿Y su pasado? —le preguntó Mitch.

Chandler sabía que cambiaba de tema para intentar desestabilizarlo, para forzar que revelara algo.

—¿Qué sucede con mi pasado?

—¿Tiene familia?

—No, no tengo.

Mitch no dijo nada. Era mejor forzar que siguiera hablando.

—Mis padres murieron.

—Lo siento mucho —dijo Mitch, indiferente.

Heath negó.

—Murieron hace muchos años. Cuando yo era solo un adolescente.

—¿Cómo? —preguntó Mitch.

—Cáncer. Mamá, de pecho. Papá, de intestino. Con dos años de diferencia.

Chandler sintió que aquello era una buena razón para mostrarse empático. Pero Mitch estaba en racha.

—¿Todavía piensa en ellos?

Mitch miró la mesa un momento.

—Sí, pero ya lo he aceptado. También he aceptado que quizá tenga propensión a padecer cáncer.

Heath hablaba con una lasitud que resultaba casi morbosa. Era como si pensara que la muerte lo esperaba en la vuelta de la esquina. Quizá el incidente con Gabriel había confirmado su sospecha, o tal vez esa sentencia de muerte que decía llevar inscrita en los genes hacía que quisiera llevarse con él a cuanta más gente mejor.

—¿Le han dicho que morirá? —preguntó Chandler.

Heath desvió la vista. A Mitch no le gustó nada que se inmiscuyera en su interrogatorio.

—Aparte de lo que me dijo Gabriel, no. Pero todos tenemos que morir. —Otra vez lo dijo con aire de cansancio y de aceptación, como si ya no fuera más que polvo.

—El asunto consiste en cómo se muere, ¿no le parece, señor Barwell? —dijo Mitch.

Era una pregunta capciosa.

—¿Qué quiere decir con eso?

Mitch agitó la mano, como si lo suyo solo hubiera sido un comentario informal.

—No importa. Siga hablándome de su familia.

—Tengo un hermano y una hermana. Los dos mayores que yo.

—¿Cómo se llaman? —Mitch se preparó para escribir sus nombres, una promesa tácita de que comprobaría aquella información: sería mejor que no le mintiera.

—Ross y Pipa. Philippa. No nos hablamos. Una discusión con el testamento.

—¿Sus padres se lo dejaron todo a usted? ¿Al menor?

—No —dijo Heath, algo decepcionado—. Al contrario. A mí solo me tocaron algunas tonterías. Ellos comparten la casa. Pero eso pasó hace mucho tiempo. Ya no nos hablamos.

—¿No les importará saber que está usted bajo custodia?

—Solo les importará si les llega la noticia de que estoy muerto —dijo, amargamente—. Gabriel estuvo a punto de hacer realidad su deseo.

Mitch asintió.

—Pero ¿no tiene usted nada que confirme su identidad?

—Él se lo llevó todo, mi cartera, el permiso de conducir, todo.

—De acuerdo —dijo Mitch, sin comprometerse.

—Tiene usted a la persona equivocada, sargento.

Mitch levantó las cejas, airado. ¿Sargento?

—Por el momento, usted es la única persona que tenemos, señor Barwell —dijo, mirando a Chandler con frustración—. Ha mencionado usted el número cincuenta y cinco…

—Me dijo que yo era ese número.

—¿Y le habló de los otros?

—No.

—¿No dijo nada?

—No. Nada.

Mitch respiró hondo y frotó el pulgar y el índice entre sí. Chandler reconoció ese gesto. Imitaba el encendido de un mechero, como si intentara crear una chispa entre los dos dedos. Pero ¿qué explotaría en ese momento con esa chispa?

—¿Qué pasa con ese tal Seth? ¿Podía haber sido una de las víctimas?

Heath negó.

—Es solo un nombre que vi. Podría no significar nada.

—Pero usted vio las tumbas.

—Vi algo que parecían tumbas.

—¿Cuántas?

—No lo sé.

—Un cálculo aproximado. —Mitch se estaba poniendo furioso.

—Pasó demasiado rápido. No lo sé con seguridad.

—Un número, señor Barwell, deme solo un número. ¿Cinco? ¿Diez? ¿Doce? ¿Más?

Heath tartamudeó.

—Seis, siete, ocho…, no estoy seguro. Corría para salvar la vida.

Al oír esto, Mitch se levantó de golpe, inclinándose por encima de la mesa, cara a cara con el sospechoso.

—Necesitamos algo más que eso, señor Barwell —le dijo, levantando la voz—. Hasta el momento no nos ha dado más que rumores. Solo tenemos lo que asegura haber visto y lo que asegura que le han hecho. Denos un hecho concreto con el que podamos trabajar. De lo contrario, pasará en su celda mucho mucho tiempo.

Mitch estaba lo bastante cerca para que Heath lo agarrase. Chandler se interpuso e intentó apartar a su viejo amigo.

La ira de Mitch cambió de objetivo.

—¡Quítame las manos de encima, Chandler!

—No vas a sacar nada más de él —le susurró Chandler.

—¿Qué demonios sabes tú? ¿A cuántos sospechosos de asesinato has interrogado?

—A ninguno —reconoció Chandler—, pero míralo, está hecho polvo…, cansado, herido, sudoroso. Cualquier cosa que le saquemos ahora podría ser verdad, mentira o, simplemente, algo que nos dirá para que nos callemos. Deja que se enfríe un rato.

Mitch no bajó la vista, pero tampoco dijo nada. La ira se fue templando de sus ojos castaños. Chandler buscó algo en aquellos ojos que le recordara a su viejo amigo. Pero el paso de los años parecía haberse llevado con él todo rastro de compasión.

—Dejemos que descanse una hora y lo intentamos otra vez más tarde —dijo Chandler.

Mitch hizo que Chandler apartara las manos de su brillante traje y dirigió a Heath una sonrisa forzada.

—Creo que ya basta por ahora, señor Barwell. El sargento lo llevará de vuelta a su celda.

Mitch caminó hasta la puerta. Entonces miró a Chandler. Aunque estaba furioso, no pensaba dejar que le acusaran de abandonar su deber y permitir que un colega manejase solo a un sospechoso de asesinato.

Chandler se acercó a Heath, que no paraba de temblar, y le volvió a poner las esposas. Al levantar la vista, vio que Mitch ya no estaba en la puerta. En su lugar, vio a Tanya.

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