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55 » Capítulo 21

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Chandler dio con poco más que una pila de cenizas y los restos escasos de unas paredes que sobresalían del suelo, carbonizados como cerillas que se queman entre los dedos. A unos cincuenta metros de la cabaña destruida, había un depósito de agua pequeño, de metal, encima de un soporte hecho a medida. Las malas hierbas se enroscaban y lo usaban como apoyo para subir hacia el cielo. A pesar de que había recibido la orden de no tocar nada, no podía seguir dejando que todo ardiera y se destruyeran las pruebas que podían quedar.

—Luka, aquí —dijo, corriendo hacia el tanque—. ¿Puedes subirte encima?

El agente, joven y atrevido, no era de los que rechazan un desafío. Se quitó la mochila, trepó al soporte, que tenía una estructura sorprendentemente sólida a pesar de su antigüedad y su decrépito estado. Chandler le tendió uno de los cubos oxidados que había a los pies de la torre. El otro se lo devolvió lleno, con el agua salpicando a los lados y empapándole la ropa.

Arrojó el contenido del cubo en la mezcla humeante. Las cenizas explotaron a su alrededor y humearon como el hielo seco en un concierto. Tosió para expulsar algunas cenizas. Luego volvió al tanque para llenar el cubo.

Lo hizo varias veces, cubo tras cubo. Poco a poco, fue humedeciendo diferentes partes del edificio, para intentar sofocar las llamas sueltas que de vez en cuando salían de algún lugar. Cegado por el calor y por la intensidad de la luz, se tambaleó de camino al depósito.

—¿Cuánta agua queda? —preguntó, escupiendo cenizas, que le habían secado la lengua.

—¡La mitad! ¡Suficiente! —gritó Luka.

Y Chandler volvió a las brasas, apartando la cabeza a un lado y arrojando el agua sobre otro fragmento que ardía. Las cenizas se expandieron y salieron volando. Lo que parecían ser unos restos de metal carbonizados relampaguearon al sol del ocaso. El descubrimiento atrajo su atención, aunque le escocían los ojos. Al cabo de media hora, ya tenía el fuego controlado. Intercambiaron unas palmaditas de felicitación en la espalda. Las manos ennegrecidas de Chandler mancharon la sudorosa camisa de su colega, dejando huellas negras sobre ella. Lo que quedaba ante ellos no parecía gran cosa, pero al menos lo habían salvado.

Chandler se acercó al borde. Atisbando entre los restos calientes vio metal retorcido. Habría que dejar que se enfriase un poco más para poder tocarlo.

—¿Provocado? —preguntó Luka.

—Es difícil saberlo con seguridad, pero eso parece.

El lugar había ardido salvajemente. Lo que había en aquel habitáculo había quedado destruido. No obstante, a pesar de que los árboles de los alrededores habían quedado chamuscados por las llamas, el fuego estaba muy localizado. Las tablas resecas de madera habían hecho que la edificicación ardiese como la yesca. Por fortuna, el fuego no se había propagado más allá.

Con una rama quemada, removió las ruinas, peinando los escombros y descubriendo trozos de metal que habían resistido el calor de las llamas: uniones de una mesa en forma de ángulo recto, un banco de trabajo y una sierra que se habían fundido con el calor pegándose a un hacha, creando así un instrumento rígido y pesado. Rebuscando entre los restos con el palo, encontró un par de esposas. Los eslabones de la cadena se habían solidificado. Los arrastró hacia el suelo para que se enfriasen.

En torno a la cabaña, flotaban madera y papel carbonizados, suspendidos en el aire, demasiado pesados para alejarse, demasiado ligeros para caer al suelo. Chandler cogió unos cuantos trozos, pero se le deshacían entre los dedos, convertidos en polvo.

Pasó de nuevo el palo por los restos y levantó un verdadero torbellino de hollín. Algo amarilleaba, chamuscado por los bordes. Era como si quisiera escapar y huir hacia la libertad. Papel. Lo cogió al segundo intento, con cuidado, intentando no estropearlo más. Otra incursión cuidadosa en un rincón, donde la pared no se había quemado del todo hasta los cimientos; allí había un segundo trozo de papel, más completo que el primero. Pronto hubo recuperado cierta cantidad de documentos, incluido el carné de conducir de Heath, cuyo plástico había sobrevivido a aquel infierno mucho mejor que el papel. El nombre se había quemado, pero la cara de Heath le miraba en blanco y negro, sin sonreír, casi enfurruñada. Era como la foto de una ficha policial.

 

Mitch y su equipo aparecieron entre los árboles como marines en una operación encubierta, armados con sacos de pruebas y guantes de látex. Les había costado casi cuarenta y cinco minutos llegar hasta allí.

Más que agradecido, Mitch parecía furioso. Chandler no esperaba menos.

—¿Qué has hecho? —lo acusó.

—Apagar el fuego. Teníamos que asegurarnos de que no había otra víctima ahí dentro.

—¿Y la hay? —escupió Mitch.

—No, pero hay algunos papeles…

Mitch cogió a Chandler por el hombro y lo empujó a un lado. El contacto fue inesperado y desagradable.

—Tendrías que haberme informado de la llamada, sargento. Te guste o no, soy tu superior y estoy a cargo de esta investigación. Si pasa algo malo, me acabará salpicando a mí. Y no estoy dispuesto a permitirlo. No es así como trabajo.

—Me he ocupado tal y como me ha parecido oportuno —dijo Chandler, manteniendo su terreno.

—Tendrás que ocuparte tal y como yo considere oportuno, sargento. ¿Entendido? Y si eso significa tener que pedirme permiso para ir a orinar, pues eso es lo que tendrás que hacer. Todo pasa por mí ahora. Tú tomaste la decisión de quedarte aquí, Chandler. Tu solito. No dejes que los celos empañen tus decisiones.

—No, Mitch, eres tú el que crees que yo estoy celoso. Yo decidí tener una familia, tú decidiste tener una carrera.

—Quizá tenga las dos —dijo Mitch, tras hacer una mueca.

—¿Qué quieres decir?

Mitch no respondió. ¿Acaso estaba insinuando que tenía una familia? Sus primos no habían dicho nada de que se hubiera casado o de que tuviera familia. No la última vez que los vio. No llevaba anillo de casado, pero, claro, eso no demostraba nada. Pero, en realidad, ¿a él qué más le daba? Llevaba diez años a cientos de kilómetros de su vida. Solo aquel caso los había puesto en contacto de nuevo.

—Volvamos al trabajo —dijo Mitch, señalando a Chandler y luego los árboles—. Ve a poner un cordón en torno a…

Los interrumpió un estruendo. Mitch se movió hacia atrás y echó mano de su pistola. Algo negro flotó en el aire y aterrizó junto a la gente de Mitch, que estaban guardando todas las pruebas que Chandler había sacado del fuego. El objeto carbonizado humeaba a sus pies: una lata de aerosol que había escapado de la cabaña.

—Quizá quieras interrogarla —dijo Chandler, que caminó hacia los árboles.

 

Puso la cinta amarilla y azul en torno a los eucaliptos más cercanos. El equipo de Mitch recogía más fragmentos de la capa de cenizas, acogiendo a Luka como uno de ellos. Su jefe inspeccionaba el edificio, con un iPhone apretado contra la boca, grabando sus pensamientos y sus observaciones. Por su parte, Roper, un tipo musculoso cuyos labios se curvaban hacia abajo en un gesto de permanente desdén, grababa cada movimiento con una cámara de vídeo.

Después de marcar todas las pruebas con conos o etiquetas, Mitch organizó a su equipo para que empezasen por un lado. Se moverían con cuidado a través de las cenizas, cribándolas lenta pero concienzudamente en el suelo. Descubrieron unos cuantos fragmentos más de papel, incluido un trozo de mapa. La falta de líneas de nivel sugería una zona de llanura. No parecía la colina donde estaban. Una vez completada la búsqueda preliminar, Mitch dio instrucciones de que se limitaran a buscar pruebas de cómo se había iniciado el fuego: contenedores de líquido inflamable o combustible distribuido de manera inusual, pilas de periódicos, muebles colocados juntos. Buscaban dispositivos incendiarios: aparte de la lata de aerosol, encendedores, cerillas o, incluso, alguna forma de dispositivo temporizador. Encontraron mucho más metal en el mantillo saturado de cenizas, incluidos restos de cadenas. Una de ellas estaba rota de una forma limpia: la habían cortado, no había estallado por el fuego.

A continuación empezaron con el trabajo que les llevaría gran parte de la noche: la búsqueda de huellas de pisadas, pelos, fibras, huellas dactilares, sangre, fluidos corporales. El fuego habría destruido gran parte de todo eso, pero Mitch no se rendía fácilmente. Ordenó a Chandler que volviera a los coches y trajera más kits de pruebas. Era una tarea muy auxiliar, algo que se le ordenaría a alguien de un rango menor. Pero Mitch lo iba a humillar cuanto pudiera.

Chandler se fue caminando hacia los coches, y Mitch siguió azuzando a los suyos. El inspector tranquilo y seguro de sí mismo que había entrado despreocupadamente en la comisaría de Wilbrook empezaba a ceder a la presión. Tenía el pelo pegado al cráneo. Parecía que acababa de mojárselo, con esa raya a un lado. Bien visto, cualquiera diría que sudaba solo por la cabeza. Parecía que tuviera la cara antinaturalmente seca, con todos los poros obturados por la rabia.

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