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55 » Capítulo 28

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El olor flotaba en el aire. La tierra medio reseca no ofrecía resistencia alguna al tenaz aroma a descomposición que surgía de debajo. Chandler apartó la cara a un lado para ahogar las náuseas. Mitch iba y venía, murmurando algo hacia su iPhone. Estaba llamando al equipo forense y haciendo algunos comentarios sobre lo que habían descubierto.

El hedor y el calor eran asfixiantes: tensión, expectación y sudor. Apartó la mirada de la tumba y se arriesgó a respirar de nuevo. Estaba decidido a seguir allí cuando la abrieran. Miró a Gabriel, que lo contemplaba todo desde un lado, mordiéndose las uñas, horrorizado.

Chandler volvió a mirar aquel lugar. Una vaharada de lo que yacía bajo tierra invadió su nariz. No pudo resistirlo más. Se dirigió a los arbustos y vomitó el desayuno. Y descubrió algo. Un pico escondido torpemente bajo algunas rocas. En torno al mango, vio enroscado el trozo de una camisa. Cuadros verdes. Chandler reconoció aquel estampado.

—¡Aquí! —gritó.

Mitch llegó corriendo. Intentaba mantener su autoridad y ocultar el placer oscuro que le proporcionaba esa situación.

Chandler señaló.

—La tela coincide con la camisa de Heath.

—Bien —dijo Mitch, antes de dirigirse a todos ellos con voz potente—. Este podría ser el avance importante que necesitamos. Coloquen cintas en torno a toda la zona para que la policía científica pueda trabajar.

Mientras la gente cumplía aquellas órdenes, Chandler se tomó un minuto. Heath. Su asesino. Eso explicaría el estado de sus manos cuando llegó a la comisaría: ampollas causadas por tener que cavar en aquella tierra dura. El trozo de camisa que usó como protección. El instinto de Chandler estaba equivocado. En realidad, Gabriel era inocente: simplemente, había intentado escapar de la ciudad y de las garras de un maniaco.

Chandler lo había entendido todo al revés.

 

La policía científica bajó del helicóptero como si accediera a una zona infecciosa, vestidos con monos blancos y con el equipo guardado en unas cajas sin marcar. No los envidiaba: ese traje en pleno verano debía de resultar de lo más incómodo. El equipo de ocho personas pasó a toda velocidad a su lado, sin saludarle. Eran profesionales. Solo se detuvieron a estrecharle la mano a Mitch.

Chandler se acercó a ellos y vio que se ponían a trabajar. Alrededor de las tumbas, de rodillas, eliminaron capas de tierra con unos pinceles finos. Chandler se preguntaba en qué estado encontrarían los cuerpos. ¿Qué descubrirían primero, ropa o piel?

—Sigamos —les dijo Mitch a los demás—. Tenemos pruebas que conectan a uno de los sospechosos con la escena. Veamos cómo lo podemos inculpar.

Cuanto más hurgaba el equipo forense, peor era el hedor. Chandler los vio frotarse Vaporub por debajo de la nariz, para amortiguar el olor. Finalmente, alguien le ofreció el tarro y se puso un poco. Sin embargo, el hedor agrio de la muerte se agarraba a la garganta y conseguía abrirse camino a través del intenso olor del mentol.

Pronto descubrieron el primer trozo de cuerpo: una mano, desnuda y sin cubrir, la piel suelta y gris, como si fuera cera de una vela que se hubiera desprendido, con las uñas agrietadas, bastas y muy cortas. Parecían las de un hombre que trabajara con las manos. La piel marchita parecía indicar que habían crecido desde que murió. Todo el mundo se quedó quieto. Ahí tenían el primer cadáver.

Apareció la cara, con los párpados cerrados. El cuerpo estaba muy bien conservado debido a la falta de humedad en el aire; a primera vista, resultaba difícil decir cuánto tiempo llevaba enterrado aquel cuerpo. Por el grado de descomposición, debían de ser unas cuantas semanas. Lo que sí se veía claramente es que la víctima era un hombre, de unos treinta y tantos, bajo, con el cabello castaño y la nariz rota. En aquel momento de la investigación, era imposible saber si la rotura era pre o

post mortem.

—¿Cómo murió? —Mitch rompió el silencio.

Era fácil, incluso para Chandler. Por el color gris de la piel, que parecía de papel, la decoloración oscura y las fibras de cuerda deshilachadas en torno a la garganta, estaba claro.

—Estrangulado —dijo, mirando a Gabriel, buscando su reacción: pareció horrorizado.

—¿Con qué? —le interrumpió Mitch.

—Una cuerda —dijo el oficial forense jefe.

—Fotografíela. Coja algunas fibras y guárdelas —dijo Mitch. Se volvió hacia el oficial al mando—. Quiero averiguar quién es el muerto, de inmediato. Busquen alguna identificación.

Mitch se volvió y llamó a Yohan, que le trajo el teléfono por satélite.

—Tenemos uno —gritó por teléfono—. Un cuerpo. Hombre, treinta y tantos, aún no hay identificación.

Chandler conocía bien esa sonrisa que se dibujó en su rostro. Finalmente, las cosas iban bien para Mitch.

Una vez descubierto el primer cuerpo, el equipo de la científica puso su atención en las otras tumbas. Cada trozo de tierra rectangular reveló una nueva víctima. Pronto fueron cinco, en estados de descomposición más avanzados que el primero. Ni siquiera era posible determinar el sexo. Eso sí, la forma de la muerte parecía la misma: estrangulamiento.

Una manera horrible de morir.

A medida que abrían cada tumba, Chandler examinaba el comportamiento de Gabriel. Seguía a un lado, con la mirada perdida. Tal vez pensando en lo cerca que había estado de acabar también él enterrado en aquel inhóspito lugar.

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