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55 » Capítulo 31

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El calor era asfixiante, pero Chandler apenas se dio cuenta. Esquivando las preguntas de los periodistas que estaban apostados junto a la puerta posterior, continuó hasta Harper y, huyendo del sol de justicia, buscó algo de fresco bajo los toldos. Mientras caminaba deprisa, una sola idea ocupaba su cabeza: «Fue ella la que me dejó».

Entendía por qué lo había hecho. La monotonía de la vida de Wilbrook podía resultar aburrida para alguien como Teri. El señor Peacock estaba sentado ante su ferretería, dejando que los clientes se pasearan por el interior de la tienda. Solo se levantaba para atenderles cuando le venía en gana. Ansell Parker iba matando moscas en su tienda de comestibles, una tarea como la de Sísifo. La señora Cotterall regaba las jardineras de su ventana; aunque le habían advertido que no desperdiciara ni un gota de agua, empapaba a los que pasaban por debajo, con algo de maldad. Aquellas cosas solían llamarle la atención, pero ahora no podía pensar en nada más que en lo que le había dicho Mitch. ¿Cómo saber si un juez podría ser tan poco cabal como para quitarle a Sarah y a Jasper después de todo lo que Teri había hecho? O, mejor dicho: después de todo lo que «no» había hecho. No obstante, si había rehecho su vida con Mitch, todo podía ocurrir, hasta que Teri y él (que se habían odiado abiertamente) consiguieran la custodia de «sus» hijos. Si fuera así, Chandler tendría que viajar cada semana a la costa para poder ver a sus hijos. Y esta vez con aquella pareja de tortolitos. La imagen le daba escalofríos.

Un coche aparcó a su lado. El motor electrónico de la ventanilla ronroneó cuando bajó. Mitch se inclinó desde el asiento del conductor.

—Chandler, íbamos a decírtelo…, de verdad. No tenía que decírtelo yo, sino Teri, pero, bueno…, el caso es que ha ocurrido. Queríamos ver cómo nos iba, antes de decirlo. Y ahora que lo sabemos, queremos que los niños se críen en la ciudad. Al menos que lo prueben. Quizá luego puedan decidir dónde prefieren estar. Seguro que entiendes que eso sería bueno para ellos. En estos tiempos, nadie puede vivir aislado para siempre.

Chandler se detuvo y lo miró. Habló con una contención de la que no se creía capaz.

—Puedes quedarte con Teri, Mitchel. Quédatela y que te aproveche. No me importa. Pero, de ninguna manera, consentiré que pongas las manos en mis hijos.

—Bueno, tendremos que dejar que sean los tribunales los que decidan eso, Chandler. En el futuro. Ahora tenemos un caso que resolver. Súbete al coche. Hemos de volver a la comisaría.

—Iré andando —dijo Chandler.

Si se quedaba con él a solas, cualquiera sabía qué podía pasar.

Chandler atravesó el pueblo, yermo y polvoriento, como la ciudad fantasma de un western. Fue casi como si la viera por primera vez. El asfalto le quemaba las suelas de los zapatos y le quitaba todas las fuerzas. Wilbrook era de otra época: las luces de las calles, los toldos… Todo parecía más pensado para ir a pie a los sitios que para ir en coche. Tal vez Mitch tuviera razón, tal vez aquel lugar estaba demasiado perdido de la mano de Dios. Puede que sí: puede que fuera bueno que Sarah y Jasper pudieran elegir. Quizá, obligándolos a vivir allí, les estaba cortando las alas.

Sin embargo, como había dicho Mitch, tal cosa pertenecía al futuro. Dentro de poco tendrían algo mucho más urgente entre manos. Una cuestión de vida o muerte.

 

Chandler se encontró directamente en medio de una discusión entre los muchachos sobre qué debían hacer con los prisioneros. Mitch había establecido que Heath era el único culpable, basándose en las nuevas pruebas. Preguntó si todos estaban de acuerdo, aunque en realidad no quería saberlo. Tal y como era de esperar, todos asintieron. Solo Tanya dio una opinión algo distinta: ninguno de los dos sospechosos había cambiado nada de su historia a pesar de la presión psicológica y física.

—Tenemos la camisa y el hacha… —dijo Mitch—. Y el hecho de que el señor Barwell intentara robar un coche. Probablemente, para huir de la zona.

—Gabriel también se escapó —dijo Chandler nada más entrar.

—Pero luego se entregó —dijo Mitch—. Dos veces.

—Más o menos. Pero no querrás correr ese riesgo, ¿verdad…? —No acabó la frase: estuvo a punto de llamarle de nuevo «Mitch». Si le provocaba, no habría nada que hacer. Ahora lo más sensato era aprovecharse de que Mitch temía dar un paso en falso—. ¿Inspector? —añadió.

Mitch había entrecerrado los ojos, consciente del titubeo de su viejo amigo.

—Los tenemos a los dos, podemos acusarlos a ambos —continuó Chandler.

—Acusar falsamente a un hombre… —dijo Mitch.

—Hasta que estemos seguros de quién es inocente, es algo que tendremos que soportar tú y yo.

Chandler se sintió mal. Privar de libertad a un hombre inocente iba en contra de todo lo que él defendía, pero no se le ocurría ninguna otra alternativa.

—¿Qué hacemos? —preguntó Tanya.

—Los acusamos a los dos. De asesinato —dijo Chandler—. No hay forma de evitarlo. Ha pasado con creces el tiempo legal para tenerlos en custodia, incluso aplicando generosos intervalos para traslados, recoger pruebas, tratamiento médico e intentos de fuga. Si lo alargamos más, corremos el riesgo de que se nos desmonte todo el caso. También de que nos acusen de violar sus derechos.

Hubo una pausa.

Todos los ojos estaban clavados en Mitch, que asintió de mala gana.

—Se ha informado a los abogados. Ya vienen hacia aquí —dijo sin disimular su desagrado—. A partir de ahora, las cosas se pondrán muy turbias. Esperaba tenerlo todo listo antes, pero… —continuó—. Los acusaremos a los dos. Vamos a trabajar.

 

Un par de abogados de oficio acudieron en un helicóptero desde Newman. Ambos eran profesionales respetables que se sintieron encantados de implicarse en un asunto tan jugoso. Entraron en la comisaría como lo había hecho Mitch: como si llegaran a hacerse cargo de todo, exigiendo ver a sus clientes, preguntando de qué se los acusaba y, finalmente, exigiendo que los liberasen. Pero lo único que consiguieron fue el tiempo necesario en la sala de interrogatorios para reunirse con sus clientes y hacerse cargo de sus numerosas quejas.

Cuando abogados y clientes estaban reunidos, Chandler no pudo evitar darle la vuelta a la situación con sus hijos. Llamar a Teri para discutir sobre el asunto no serviría de nada. Y mucho menos sería buena idea hablar con Mitch.

Fue a ver al equipo forense, que se había instalado en el ayuntamiento, a unos pocos centenares de metros calle abajo. Aquel edificio lleno de grietas, de ladrillo rojo, parecía un almacén con ventanas decorativas. No se había visto mucha acción allí desde los reclutamientos de finales de la Segunda Guerra Mundial, cuando se debatió acaloradamente si el pueblo debía enviar más gente para que luchasen en otra guerra mundial o no. Aquella vez la cosa acabó en un pequeño tumulto. El alcalde a tiempo parcial, también republicano a tiempo parcial, Harry

Rolling Winter, tuvo que usar las cadenas ceremoniales como látigo improvisado para alejar a los alborotadores más peligrosos. El incidente apareció en todos los periódicos. Gracias a esa publicidad, el viejo Harry consiguió permanecer diez años más en el puesto.

Cuando Chandler entró, sintió sobre él unas cuantas miradas suspicaces. Solo cuando enseñó sus credenciales le dirigieron hacia la oficial al mando, Rebecca Patel, una mujer de un carácter formal y clínico hasta el extremo. Alguien perfecto para ese trabajo.

—¿Qué tienen? —preguntó Chandler.

—¿A qué se refiere? Ha de ser más concreto, sargento —respondió la doctora Patel, a la que no le gustaba perder el tiempo.

—¿Algo más sobre los cuerpos? ¿Sobre su identificación?

Ella negó con la cabeza, como si Chandler fuera un niño pequeño que le hubiera pedido que le resumiera el sentido de la vida con cuatro palabras.

—Es demasiado pronto para tener algo tan concreto como eso, sargento. Hasta ahora solo disponemos de resultados preliminares.

—Me basta con eso.

Ella levantó las cejas. Tampoco tenía sentido del humor. Era tan descolorida como la bata que llevaba. No obstante, Chandler supuso que tenía que ser así teniendo en cuenta su trabajo. Era meticulosa en el vestir y meticulosa en todo lo que hacía.

—Hemos identificado a las víctimas como dos varones y cuatro mujeres, todos ellos entre los veinte y los cuarenta años. Pero la prognosis inicial podría alterarse al menos para dos de ellos. Todos iban vestidos, pero no llevaban ningún tipo de identificación. Actualmente, estamos trabajando en la recuperación de las huellas dentales, por si obtenemos algo. Las pruebas iniciales no revelan señales de interferencia sexual. Y lo más importante: todas las víctimas fueron estranguladas con una cuerda. Todos los cuerpos tienen marcas de ligaduras visibles. No hay nada sutil ni extraño en su aplicación. Pura fuerza.

—¿Y esto es preliminar? —Chandler sonrió.

Rebecca se limitó a asentir.

—No puedo ni quiero divulgar nada más, por ahora. Prepararemos el informe a su debido tiempo. Y debo pedirle que no filtre nada a la prensa que debamos desmentir posteriormente, cuando tengamos a la vista los resultados completos —dijo, y levantó las cejas: estaba dispuesta a responder cualquier pregunta que quisiera hacerle, pero, francamente, no creía que fuera conveniente decir nada más.

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