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55 » Capítulo 36

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Cuando se hizo la oscuridad, la caza de Gabriel se detuvo de momento. Mitch ordenó a algunos de sus oficiales que estaban en las calles que procuraran dar la sensación de que todo estaba controlado.

Algo inquietaba a Chandler. Una conversación que había tenido con Gabriel, la primera mañana. Le dijo a Mitch que volvía a casa a ver cómo estaba su familia. Mitch quería que todos estuvieran al pie del cañón, pero ambos sabían que no estaba en posición de negarse, considerando cómo se había escapado el sospechoso. Y aunque no tenía por qué hacerlo, Chandler sentía la necesidad de contárselo a Mitch, de decirle algo que le molestaba…, por si acaso.

—Gabriel sabe dónde vivo.

Mitch frunció el ceño.

—¿Cómo lo sabe?

—Porque íbamos charlando, cuando le llevé al hotel, después de interrogarle el primer día. Mencioné a mi familia.

—Eso fue una estupidez.

—No tenía ni idea de que estaba «fingiendo» ser una víctima. Solo intentaba que se sintiera cómodo como testigo.

Mitch se quedó callado un momento.

—Bien, lo hecho hecho está. Haré que pase por allí un coche patrulla cada media hora.

Chandler asintió.

—Gracias.

—Vuelve dentro de un par de horas, ¿vale? Necesitamos a todo el mundo.

—¿Y qué vas a hacer? —le preguntó Chandler.

Mitch señaló con un gesto hacia la puerta.

—Saldré yo mismo de patrulla. Dirigiré la caza. Comprobaré algunos de los sitios abandonados del pueblo, por si se está escondiendo allí. Será como hacer un viaje al pasado…

—¿De verdad quieres volver allí? —preguntó Chandler.

Mitch no respondió.

 

Chandler se abrió camino por entre el bosque de micrófonos sin hacer ningún comentario. El número de camionetas y periodistas se había multiplicado como las bacterias.

Todo estaba oscuro mientras conducía hacia su casa. Chandler iba examinando todas las casas por las que pasaba, los jardines, las entradas. Se preguntaba si Gabriel estaría allí esperando. Le asustaba lo fácil que resultaría agazaparse entre las sombras de su propio pueblo. De ese lugar anticuado que se había convertido en noticia de la noche al día y que vivía aterrorizado.

El miedo no se disipó al llegar a casa. Ni siquiera cuando se encontró con sus hijos y con su madre, que los estaba cuidando. Enseguida desmontó el plan previsto.

—Venga, coged algunas cosas. Pasaréis esta noche con los abuelos.

—¿Otra vez? ¿Por qué? —preguntó Sarah, frustrada.

—Porque tal vez tenga que salir rápido, en cualquier momento —respondió Chandler.

No sabría decir cuál de las dos miradas era más dura: si la de su madre o la de su hija.

—Venga, coged vuestras cosas —insistió, y se dirigió hacia la ventana delantera.

Examinó el jardín, el enorme árbol de corteza de papel, que arrojaba sus largas sombras en el porche bañado de luz. La corteza, de un marrón anaranjado, se iba desprendiendo. El árbol estaba mudando de piel…, un poco como el pueblo, cuya existencia pacífica había dejado su lugar al miedo.

Chandler negó con la cabeza.

Miró hacia la casa de sus vecinos, los Rizzo. Las luces iluminaban las dos plantas de su casa. El columpio del jardín se agitaba suavemente con la brisa. No había nada anormal en la escena. Sin embargo, en su cabeza se formó la imagen de Gabriel tomando de rehenes a los Rizzo y esperándolo.

—¿Qué pasa? —le preguntó su madre.

—Es mejor que se queden contigo —contestó, asegurándose de que los niños no pudieran oírlo.

—Si te llaman, puedo quedarme aquí con ellos. Pero querían pasar la noche contigo.

—Y yo con ellos —dijo Chandler, que no podía imaginarse nada mejor que pasar la noche con sus hijos y sentir que todo volvía a ser normal.

—Pues no lo parece, la verdad.

—Se lo compensaré.

—No puedes limitarte a sacar dinero del banco. También tienes que ingresar algo.

—Ya lo sé.

Volvió a la ventana. Todavía veía a Gabriel agazapado en cada sombra. Sabía que iba a volver, como un monstruo de pesadilla. Tenía muchos recursos, era listo, se movía con un sigilo que parecía sobrenatural. Se maldijo una vez más por no haber hecho entender a Mitch que ese sospechoso silencioso y pensativo era infinitamente más peligroso que uno quejica. Un asesino en serie no gimotea. «Ni se presenta», como había dicho Gabriel.

Su madre estaba ayudando a los niños a guardar algunas cosas cuando el teléfono sonó con estrépito. Una llamada al fijo significaba problemas. No sabía quién le podía llamar.

Cuando respondió, se dio cuenta de que no estaba equivocado: problemas. Aquella voz le revolvió el estómago.

Teri.

—¿Están ahí los niños? —preguntó, un poco frenética.

—Sí —respondió él.

Si quería hablar con ellos, se negaría. Le diría que ya se habían ido a la cama.

—Voy a recogerlos —soltó ella.

—Ni se te ocurra —dijo Chandler, mucho más alto de lo que hubiera querido.

Como siempre, Teri se lo tomó como un desafío. También ella levantó la voz.

—Voy ahora mismo y me los llevo a la ciudad, donde estarán a salvo.

A salvo. Entendió lo que debía de haber pasado. Había estado hablando con Mitch. Habría hecho que cogiera miedo. Seguro que, en parte, estaba preocupado por su seguridad. Pero lo más importante es que debía de haber pensado que aquello podía influir en la batalla acerca de la custodia de sus hijos. La oportunidad perfecta para demostrar que ella estaba dispuesta a cuidar de ellos en momentos de crisis. A asumir el papel de protectora. Pero Chandler no le iba a dar esa oportunidad.

—No, Teri, es demasiado peligroso.

—Ya lo sé. Sé lo que está pasando ahí.

—¿Y cómo es que lo sabes? —preguntó Chandler.

—¿Qué quieres decir?

—¿Cómo sabes lo que está pasando aquí?

—Yo…

Silencio. Chandler decidió apretar un poco más.

—Teri, sé lo tuyo con Mitch —dijo. Inmediatamente bajó la voz para que no le oyera nadie—. Y que quieres quitarme a mis hijos.

—Es… —tartamudeó Teri, pero enseguida se puso a la defensiva—. Es esa tozudez precisamente de la que quiero apartar a los niños.

Chandler ignoró el comentario.

—Voy a luchar, Teri. Hasta el final.

—Pues adelante —replicó ella—. Mitch conoce a gente.

—Y ellos conocen a Mitch —dijo Chandler.

De fondo, le llegó la voz de su madre: ya estaban listos.

—Tengo que irme —dijo Chandler.

—Déjame que…

Cortó y dejó el teléfono descolgado, por si volvía a llamar.

Metió prisa a los niños y a su madre. No hizo caso a los niños, que discutían sobre dónde sentarse en el coche; los empujó adentro. Chandler miró hacia atrás. Alguien los estaba observando de lejos. Estaba seguro. Y sabía quién era: Gabriel. Sintió ganas de ir a por él. No obstante, si lo hacía, dejaría desprotegida a su familia.

Así pues, entró en el coche y se alejó. Al mirar por el retrovisor, un grupo de luces aparecieron de la nada. Los siguieron unos cien metros por detrás, al dar la vuelta hacia Harper. Mantuvo la velocidad y la distancia. No era demasiado sutil. No podría deshacerse del coche que le seguía si iba directamente a casa de sus padres. Así pues, en lugar de ir por Tunney, giró bruscamente hacia Mercado. Los neumáticos chirriaron y su madre le gritó que fuera más despacio.

Al doblar la esquina los faros desaparecieron, pero volvieron a surgir unos momentos más tarde. Empezaron a acercarse rápidamente. Chandler notó que la sensación de peligro aumentaba. Quiso acelerar, pero era peligroso: podían chocar con algo. Redujo la velocidad, para obligar al coche a pasar por delante e identificar quién iba al volante.

Al cabo de unos segundos, el coche se puso a su altura. Chandler miró esperando ver a Gabriel. ¿Qué haría a continuación?

Pero no era Gabriel. El conductor era un hombre de cincuenta y tantos años, con el pelo castaño apartado de la frente, concentrado en la carretera que tenía delante. En el asiento del pasajero lo reconoció: Jill SanLuiso, periodista del canal Nueve para Pilbara: pelo muy negro elegantemente veteado de gris, distinguida y guapa, a pesar de que ya tenía una edad.

—¿Puede decirme cuál es la situación, sargento? —gritó, por delante de la cara del conductor.

Chandler no podía creerlo. O sea, que le habían seguido a casa buscando una primicia. Agarró con fuerza el volante para contener la rabia.

—La situación, señorita SanLuiso —dijo, con la voz tensa—, es que está usted yendo en dirección contraria por una calle residencial, infringiendo el límite de velocidad y acosando a un policía y a su familia.

—Ya sabe lo que quiero decir, sargento. ¿Cuáles son las últimas noticias del asesino en serie que anda suelto por ahí?

Furioso, Chandler casi choca con ellos. Miró por el retrovisor y vio la cara de preocupación de sus hijos.

—Sin comentarios —dijo, mirándola fijamente—. Y le pido que no mencione nada más de esto delante de mi familia.

—Solo unas palabras…

—Sí, se me ocurren unas pocas, pero creo que me las censurarían.

Dio la vuelta por Prince y siguió avanzando.

SanLuiso no le siguió.

 

Un minuto más tarde estaban a salvo en casa de sus padres. Y el interrogatorio no había hecho más que empezar.

—¿Qué ha querido decir con eso de un asesino en serie, papá? —preguntó Jasper.

—Lo que quiere decir es… —empezó Sarah.

Chandler la interrumpió.

—Lo que quiere decir, Jasper, es que alguien ha hecho algo malo, y ahora la policía lo anda buscando.

—¿Y tú no sabes dónde está, papá?

—Pues todavía no, pero los amigos de papá lo tienen todo controlado. Lo encontraremos y lo pondremos en custodia.

—¿Puedo ayudar yo? —preguntó Jasper, con voz ansiosa.

La ingenuidad de la oferta ayudó a relajar el ambiente.

—Puedes ayudar yendo a dormir a tu hora y sin protestar.

—Lo haré.

—Buen chico —dijo Chandler, revolviéndole el pelo.

Miró a su alrededor y a su madre.

Ella tenía el ceño fruncido.

—¿Te vas? ¿Ahora? —preguntó. Era tanto una pregunta como una advertencia de que ni se le ocurriera.

—No —respondió Chandler.

Después del susto que se habían llevado, no pensaba irse.

—¿Papá? —le preguntó Jasper.

Su hermana ya se había ido al salón, a reclamar para ella la mayor parte del sofá.

—Sí, Jasp.

—¿Por qué vas a poner a ese hombre malo en custodia, como nosotros?

Chandler frunció el ceño.

—¿Qué quieres decir?

—Que a nosotros también nos quieres en custodia. Te he oído decirlo por teléfono. ¿Tendremos que ir a la cárcel nosotros?

Chandler se quedó callado. Debía de haberle oído hablar con Teri por teléfono. Y, claro, no había entendido nada. De nuevo salía a la superficie la vergüenza por abandonar a su familia (a sus hijos). Solo se podía hacer una cosa. Llevó al niño al salón y lo hizo sentar en el sofá junto a su hermana, para explicárselo a los dos. Su madre también estaba allí, testigo y juez a la vez.

—Es un tipo de custodia diferente. Significa que tu mamá quiere que vivas con ella.

—¿Yo solo? —preguntó Jasper.

—No, tu hermana y tú —dijo Chandler, mirando a Sarah.

Esta estaba sentada en el sofá muy tiesa, mirándole. Su eterna mirada de aburrimiento había desaparecido.

—¿Y tú? —preguntó Jasper—. ¿Volveremos a vivir todos juntos con mamá otra vez?

—No, vosotros, ella… y el tío Mitchell. —Sintió que aquellas palabras en su lengua eran como veneno.

—¿Cuándo va a pasar? —preguntó Sarah.

—Todavía no lo sabemos. Es algo que quiere tu mamá.

—¿Desde cuándo?

—Unos meses, un año. La verdad es que no estoy seguro —reconoció Chandler.

—Porque ella de repente se ha convertido en adulta —añadió su madre.

Chandler estaba de acuerdo, pero la fulminó con la mirada.

—¿Papá?

—Sí, Jasper —dijo Chandler, mirando a su hijo.

—Si nos vamos allí…, ¿cómo iremos al colegio? Está a miles y miles y miles de kilómetros.

A pesar del nudo que sentía en el estómago, no pudo reprimir una sonrisa.

—No es definitivo, ni mucho menos. Pero tengo que saber qué os parece todo esto. Os lo preguntarán…

—Yo no quiero irme de aquí —le interrumpió Sarah.

—Yo no quiero irme si no vienes tú, papá —dijo Jasper, que se arrojó hacia Chandler y se apretó contra su cuello, como si nunca más fuera a soltarlo.

Eso hizo que Chandler se sintiera mejor. Al final, jugó un poco al Jenga con sus hijos. Durante un rato, incluso logró olvidarse de Gabriel, de Mitch, de Teri.

Era casi la hora de irse a dormir los niños cuando sonó el teléfono. Su madre respondió antes de que él pudiera cogerlo. Era de la comisaría.

—Diles que me estoy duchando o algo así —dijo Chandler, cuando ella tapó el auricular. No le apetecía nada dejar a su familia, con Gabriel rondando por ahí fuera.

Al llevar a los niños a la cama, el teléfono volvió a sonar. Esta vez era Tanya. Chandler dijo que le diera la misma excusa. Todavía seguía en el baño.

Tras leerle un cuento a Jasper, el teléfono sonó de nuevo. Esta vez la orden venía de arriba. Mitch no aceptó la excusa.

—No quiere dejar el teléfono —dijo su madre con el ceño fruncido—. Vete, anda. Los niños no podrán dormir si no dejan de llamar a cada momento. Además, al final vendrá a buscarte y te sacará de aquí a rastras.

—No puedo irme —dijo Chandler, tragando saliva.

—¿Por qué, hijo? —dijo su padre, que había dejado de prestar atención al televisor al notar la tensión.

—Él sabe dónde vivo.

—¿Quién? —le preguntó su madre.

—El que estamos buscando. El asesino.

—¿Y cómo lo sabe? —preguntó su madre, conmocionada.

Chandler respiró hondo y le explicó su error. Ambos se quedaron callados un momento, y luego su madre habló.

—Nada te indica que vaya a volver, hijo. ¿Por qué iba a hacerlo?

—Lo ha hecho antes. Y creemos que lo volverá a hacer.

Se hizo el silencio. Su padre se levantó de su butaca, decidido. Cogiendo una llave que llevaba colgando de una cadena alrededor de su cuello, entró en la cocina y abrió un armario situado horizontalmente encima de los armarios más bajos. Sacó la vieja escopeta, con la madera astillada y desgastada, pero le pareció que aún serviría.

—Yo haré guardia —anunció su padre, abriendo el cañón y metiendo en su interior dos cartuchos.

—Papá, no necesitas eso —dijo Chandler, aunque la verdad es que se sentía un poco más seguro.

—¿Todavía eres capaz de usarla, Peter? —le preguntó su madre.

—Pues claro, Caroline. Ya no tengo la misma fuerza en los puños y a lo mejor se me va algo la cabeza, pero todavía puedo apretar un maldito gatillo.

Cogió el arma, encorvado como estaba desde hacía unos años. Sus dedos gruesos rodearon la culata, las uñas estaban tan cuarteadas y descascarilladas como la pintura del antiguo Ford Mustang que se encontraba en el garaje.

—Solo quiero que apuntes, no hace falta que la uses —dijo Chandler.

—¿Y para qué servirá entonces?

—Quítale los cartuchos, papá —dijo Chandler, tendiendo la mano.

—¿Qué quieres decir? ¿Cómo que le quite los cartuchos? Si quisiera una porra, me habría comprado una.

—Cartuchos no —dijo Chandler.

Su padre refunfuñó para sí, pero abrió el cañón y quitó los cartuchos. Chandler los cogió y se los pasó a su madre. Confiaba en que ella no le dejaría volver a ponerlos.

Lo último que hizo fue ir a besar a los niños para desearles buenas noches. Sarah dejó que la besara en la frente, pero le hizo salir de la habitación, mirando la pantalla brillante de su teléfono. Jasper estaba dormido. Estaba a punto de salir cuando el niño se despertó.

—¿Adónde vas, papá? —preguntó, con voz soñolienta.

—Tengo que ayudar en el pueblo.

—¿Por lo del asesino en serie?

—Sí —dijo Chandler, esperando que Jasper no le hiciera más preguntas difíciles.

—¿Por qué hace daño a la gente, papá?

—No lo sé, Jasp. Algunas personas son malas, pero el abuelo y la abuela te protegerán mientras papá atrapa a ese hombre. Y ahora tienes que dormir. Mañana podemos sacar otra vez el

kart.

Chandler dejó a su hijo sonriendo ante aquella idea. En el salón, su padre estaba sentado ante la puerta delantera, mirando por la ventana.

—Es posible que… —empezó Chandler, pero se detuvo. No sabía cuáles eran las posibilidades de que Gabriel acudiera allí, así que no dijo nada más—. Quedaos tranquilos, ¿vale?

—Estoy tranquilo —dijo su padre, que se colocó la escopeta vacía en las rodillas.

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