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55 » Capítulo 40

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Sus neumáticos rascaron el bordillo, aparcó junto a la casa y salió de un salto. Gabriel afirmaba que había tenido una educación religiosa. Habían hablado de que todo el mundo necesita a sus padres y sentirse consolado por alguna forma de religión. Y a él le habían faltado ambas cosas.

Chandler dio la vuelta a la parte trasera de la casa y entró por la puerta de atrás, que nunca estaba cerrada. Se dirigió a la estantería que había en el rincón, entre la cocina y el salón. Las tapas rojas tendrían que haber sobresalido entre los

best sellers de segunda mano que había comprado pero no había leído nunca.

Pero allí no estaba.

Buscó en el cuarto de Sarah. Lo vio en la mesilla de noche, rodeado por una colección de artilugios para el teléfono móvil: carcasas, protectores de pantalla y cables de auriculares muy finos. Tapas rojas. Tapa dura. Para algunos, la lectura suprema.

Sin saber por dónde empezar, pasó las hojas hasta la página cincuenta y cinco. Aquel número había aparecido en las declaraciones de ambos, tanto Gabriel como Heath. La página hablaba de la separación del mar Rojo. Los peregrinos hambrientos en el desierto. El alimento que caía del cielo.

¿Significaba algo? ¿Ser capaz de hacer que el mar se separe? ¿Qué indicaba? ¿El deseo de poder controlarlo todo? Matar a mucha gente podía crear esa especie de delirio. ¿Y el alimento que caía del cielo? ¿Y lo de tener hambre en el desierto? ¿Había conducido Gabriel a algunos seguidores allí? ¿Había intentado convertirlos a una religión o a un culto que él mismo se había inventado? ¿Los asesinaba cuando se le resistían? ¿O el hecho de pasar hambre le había vuelto loco? No había señal alguna de canibalismo en las víctimas, ni siquiera en la última, cuya carne estaba más intacta. Pero, bueno, era una posibilidad. Aunque sabía que solo eran especulaciones. No había nada que le acercara a la verdad.

Buscó página por página hasta encontrar el párrafo número 55.

Encontró solo dos. El primero era un salmo. Un lamento por verse rodeado de traidores y enemigos. No se nombraba específicamente a los enemigos, pero sí que podía ser prueba de una paranoia galopante. Pero Gabriel no parecía un paranoico. Más bien era una mente calculadora.

El otro era Isaías 55: una invitación a los sedientos. Hablaba de la gracia y el poder de Dios. Acababa con la transformación de la vida. A Chandler se le ocurría una transformación básica: la transformación de vida en muerte. ¿Era eso lo que quería Gabriel? ¿Transformar a esa gente y apartarlos de su infierno en la Tierra? ¿Quería llevarlos junto a Dios? Tal vez…, pero seguían siendo especulaciones. El párrafo terminaba con una serie de palabras muy potentes: «Una señal imperecedera, que durará para siempre». ¿Era eso lo que quería decir? ¿Que Gabriel duraría para siempre? ¿Que tendría la notoriedad de un asesino en serie? ¿Destinado a ser comentado y estudiado en los años venideros? La posibilidad de vivir para siempre…

Chandler examinó en la cocina las notas del caso extendidas en la mesa. Buscaba inspiración. No había nada que pudiera sostenerse ante un tribunal, pero seguía convencido de que la Biblia tenía algo que ver con todo aquello. Uno de los párrafos tenía la clave; ambos eran demasiado proféticos para ser una coincidencia. Pensando que si se sumergía en los detalles podía encontrar la clave, Chandler revisó las causas de la muerte, los nombres de los sospechosos, el resumen de sus vidas, un inventario de artículos hallados en la cabaña y lo que se encontró allí: sangre, pelo, ropa, marcas significativas. Examinó las declaraciones de Gabriel y de Heath, la lista de nombres, la nota que decía: «en el principio se les dio nombre». Pero ¿cuál era el vínculo? ¿Dónde estaba el significado?

No dejaba de darle vueltas a todo eso cuando, de repente, notó una sombra ante la ventana delantera. El pomo de la puerta giró con mucho cuidado. Se detuvo al comprobar que la puerta estaba cerrada. Alguien estaba intentando entrar en su casa.

Gabriel había vuelto.

Chandler corrió hacia la puerta trasera.

Salió y la cerró con mucho cuidado. Dio la vuelta a la casa y oyó que Gabriel se acercaba. Sin tiempo para nada más, corrió hacia el otro lado del camino y se ajustó contra la pared de ladrillos del cobertizo. Aquel lugar le daba una situación privilegiada desde la cual observar… y atacar, si hacía falta.

Oyó pasos corriendo por aquel camino irregular. Gabriel encontraría abierta la puerta de atrás, pero Chandler no le dejaría entrar. En el momento preciso le saltaría encima y lo tiraría al suelo.

Sacó su arma. No quería usarla, pero es posible que Gabriel fuera armado. Solo como último recurso, se dijo.

Una sombra se dirigió hacia la puerta trasera. Chandler se acurrucó, dispuesto a saltar.

La sombra oscura entró en el resplandor de la luz del porche.

—¿Teri?

Su voz la sobresaltó. Ella dio un salto hacia delante, rebotó en la puerta mosquitera y casi cae en los brazos de Chandler. Recuperando el equilibrio, se volvió hacia él. Habían pasado casi tres años. Se quedó parado un momento: seguía siendo igual de guapa: su piel caramelo y aquellos lunares oscuros en las mejillas que la hacían aún más atractiva. Su cara era tal y como la recordaba: como una flor de cerezo en primavera. Un rostro espectacular en plena floración, susceptible a cualquier súbito cambio, según el tiempo. Por su gesto, ahora parecía estar al principio de la primavera, en un día nublado que sabía Dios cómo podía acabar.

—¿Qué estás haciendo ahí escondido, en los putos arbustos? —soltó ella; los años no habían suavizado sus formas.

—¿Qué estás haciendo tú? —le chilló él—. ¡Casi te pego un tiro!

Solo medía algo más de metro sesenta (y con tacones), pero su voz imperiosa resonó con fuerza en el jardín.

—Me he quedado sin gasolina en el Camry. He tenido que hacer dedo los dos últimos kilómetros. He probado con el teléfono… —Hizo una pausa. Supuso que había intentado contactar con Mitch y no lo había conseguido—. La policía me ha parado un par de veces por el camino. ¿Es que parezco una asesina en serie o qué? —dijo, con una débil sonrisa.

Quiso entrar por la puerta de atrás.

—Quiero ver a los niños.

—No están aquí. Están en casa de mis padres.

—¿Cómo? —dijo Teri—. ¿Me estás diciendo que hay un asesino en serie suelto por ahí y que ni siquiera estás vigilándolos? Chandler, por esta mierda te dejé. Lo antepones todo a tu propia familia.

—No quiero discutir. Los niños están seguros.

—Sí, claro, lo van a estar.

—Déjalos en paz, Teri.

—No. Lo he dejado correr demasiado tiempo. Si no me los entregas ahora mismo, te llevaré a los tribunales.

—No son rehenes, Teri. Y no hay negociación que valga. No puedes obligarlos.

—No, no hay negociación. Es su decisión. Pero todo esto… —dijo, agitando la mano en el aire—, por este tipo de cosas quiero apartarlos de ti.

—Este tipo de cosas no suelen ocurrir.

—¿Dejarlos con tus padres? —Teri sonrió.

—No —dijo Chandler, negando con la cabeza—. Tener a un asesino…, a un sospechoso de asesinato suelto por el pueblo.

—Pero he oído decir que siempre están con Pete y Caroline la loca.

Chandler dejó pasar el insulto.

—Será mejor que no les pase nada porque tú me estás distrayendo aquí.

—Si les pasa algo, será porque «tú» has dejado suelto al asesino.

Chandler la fulminó con la mirada. Una información que solo podía haber obtenido de su novio. Evidentemente, Mitch le había traicionado.

—Ventajas de tener un contacto dentro —continuó ella, sonriendo de nuevo y dándose unos golpecitos en la nariz.

Siempre le había parecido que la nariz de Teri era demasiado larga para su cara, aguda y prominente.

—Quédatelo y que te aproveche —dijo Chandler, que pasó junto a ella y entró en la casa. Lo único que quería era recoger sus notas e irse.

Mientras él metía la libreta y folios en una mochila, Teri entró en la casa.

—Qué desordenada está. Los niños estarán mejor teniendo padre y madre, ¿no crees? O sea, Mitch y yo.

Chandler no respondió. Tenía otras cosas más importantes de las que ocuparse. Metió sus notas en el coche, y ella intentó subir en el asiento del pasajero. Chandler mantuvo la puerta cerrada.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó.

—Me voy contigo.

—Esto es un asunto policial. Vete andando. No está tan lejos.

Un placer pueril acompañó su respuesta. Una satisfacción íntima.

—Pensaba que decías que había un asesino suelto por ahí… —dijo ella, que se apartó de la puerta y pareció vulnerable.

La satisfacción se convirtió en ira. Ya le tenía atrapado otra vez. No podía dejar que la madre de sus hijos fuese andando sola por ahí, con Gabriel acechando. Le abrió la puerta.

—Entra. Pero guarda silencio.

Teri no prometió nada y se metió en el coche.

Al dirigirse a casa de sus padres, ella iba comentando que el pueblo no había cambiado, que seguía siendo una porquería. Levantaba las manos llena de ira y de frustración por tener que estar allí otra vez. Era un gesto primario, instintivo, que buscaba hacerse a sí misma más grande de lo que era. Sus ojos verdes relampagueaban, y enseñaba los dientes, dispuestos a la acción.

Chandler la dejó en casa de sus padres. A nadie le gustó la situación. Como siempre, Teri no podía modular el volumen de su voz y despertó a los niños, que corrieron a sus brazos. Chandler oyó que les decía que ella los protegería. Cuando Jasper preguntó de qué, Teri le dijo que del monstruo de las cosquillas, y le persiguió por la cocina. El padre y la madre de Chandler le miraron, en busca de una explicación. Su padre no hizo esfuerzo alguno por ocultar la escopeta. Chandler se limitó a decirles que tenía que irse.

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