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55 » Capítulo 43

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Chandler condujo a Sun y a Mackenzie a la granja de Brian East por un camino descuidado y sin pavimentar, muy traicionero en la oscuridad. Al llegar a la puerta principal, apagó las luces y se detuvo. De la granja, que solo tenía un piso, surgía una única luz: la cocina o el salón. Estaba preocupantemente oscuro para ser una casa con seis dormitorios y cuatro niños de menos de doce años.

Al salir del coche, se estrujó las manos para contener su nerviosismo. Se le unieron sus dos colegas, que aparecieron entre la oscuridad vestidos completamente de negro. Debían inspirar confianza. Pero allí, entre la tierra y los graneros mohosos, resultaban muy llamativos.

—Quedaos pegados a mí —susurró Chandler—. Y mantened las armas enfundadas. Hay niños.

Se acercaron a la granja con cuidado, entre las zanjas y las verjas ocultas en la oscuridad. Chandler casi notó el sabor a tierra compacta al llegar al corral. El cloqueo apagado de las gallinas los recibió. Las habían despertado.

—Vosotros, id por los lados —susurró Chandler a los otros policías—. Mirad por las ventanas, pero no os asoméis por ellas para no asustar a los niños. Si algo os parece raro, nos reunimos otra vez aquí. ¿Entendido?

El rostro de Sun siguió tan inexpresivo como siempre. MacKenzie hizo un único gesto. Luego salieron, separándose a medida que iban pasando junto al tanque de gasolina y se iban apartando de la vista.

Chandler se concentró en la ventana de la cocina. Al acercarse, la luz residual del salón la iluminó lo suficiente para ver que estaba vacía y desordenada. Nada fuera de lo normal: platos en el fregadero, migas en la mesa.

Se deslizó por la parte lateral de la estructura de madera deteriorada y se acercó a la ventana del salón. Se armó de valor y lanzó una mirada dentro, esperando encontrar una escena típica: la de una familia reunida ante el televisor. No se vio decepcionado. Brian East estaba sentado en su sillón, disputándose el espacio para los pies en el sofá con su mujer y sus dos hijos mayores. Pies descalzos luchando contra pies descalzos. El televisor los bañaba a todos en un brillo azulado que los mantenía amodorrados. Chandler respiró aliviado. Los East estaban bien. Encontrarlos vivos y de una pieza reforzaba aún más su teoría de que Gabriel les había dado una pista falsa. Chandler decidió no molestarlos.

De repente, Diane East miró a su marido, que se enderezó rápidamente, volcando la lata de cerveza en la alfombra. Habían oído algo. Chandler sabía qué era. Dio la vuelta por detrás. Al llegar, vio que Brian lanzaba un golpe a una figura de negro en el porche.

—¡Brian, Brian, soy yo! —gritó Chandler.

Brian echó atrás el puño y guiñó los ojos en la oscuridad.

—¿Quién es «yo»? —gruñó, arrastrando las palabras.

—El sargento Jenkins —respondió Chandler, que esquivó el puño de aquel exboxeador aficionado.

Sun y MacKenzie le apuntaban con sus armas.

—¿Qué cojones estás haciendo aquí? —preguntó Brian.

Aunque estaba muy nervioso, Chandler se sintió un poco aliviado. Viniendo de Brian East, aquella respuesta era de lo más educado. Agitó la mano para que los agentes bajaran las armas, pero ninguno de ellos le obedeció.

—¡Apartad eso! —insistió Chandler, que esperó hasta que ambos, de mala gana, enfundaron sus armas.

La esposa de Brian, Diane, ya había sacado la cabeza por la puerta, sujetando a sus cuatro hijos.

—¿Quién es? —dijo.

—Volved adentro —dijo Brian.

Su familia no se movió.

Volvió a enfrentarse a Chandler, con una ceja peluda levantada: ¿qué estaba haciendo allí?

—Solo estábamos comprobando una cosa —le respondió Chandler.

—¿Comprobando el qué?

—Buscábamos a alguien.

—¿Y? —dijo Brian, atisbando en la oscuridad que los rodeaba.

—Nada. Podéis volver dentro y disfrutar de la velada.

Brian frunció el ceño; no estaba satisfecho. Sus ojos se entrecerraron, como si sospechara que la policía estaba detrás de algo.

—No os metáis en mis cosas —dijo.

—¿Qué encontraríamos, si lo hiciéramos? —La voz de Sun era musical… e inesperada.

—Nada —respondió Brian, con brusquedad.

—No vamos a andar fisgoneando —dijo Chandler.

Había poco que fisgonear. Lo importante es que Gabriel no estaba allí.

—Brian, pasa adentro —le ordenó Diane.

Pero a su marido le había entrado la curiosidad.

—¿Y quiénes son esos dos? —preguntó, señalando con la cabeza hacia Sun y MacKenzie.

—Nos están ayudando —se limitó a responder Chandler.

—Bueno, pues tienen suerte de que no les haya machacado la cabeza —gruñó Brian mientras retrocedía hacia la puerta.

Chandler le vio entrar y se volvió hacia los oficiales de Mitch.

—Les advertí de que no sacaran las armas.

—Él sacó el puño —respondió Sun tan tranquilo.

—Estaban husmeando en su jardín, en medio de la noche. Tienen suerte de que no tenga un arma.

—En ese caso, él también ha tenido suerte —replicó Sun, glacial.

 

Fue mucho más fácil en casa de Mincey. El propietario estaba esperándolos en el porche, disfrutando de un cigarrito a última hora de la noche. Los invitó a tomar una cerveza, a pesar de que era abstemio desde que le dejó su primera mujer. Respondió a las preguntas de Chandler con buen humor. No, no había visto nada fuera de lo normal. Bueno, su hijo menor, Wayne, había intentado salir por la ventana de la cocina porque le habían retado a hacerlo. ¿A que no era capaz? Pero, más allá de eso, nada. Ni coches, ni bicicletas, ni movimiento alguno. Al menos hasta que Chandler y compañía habían aparecido por allí.

Chandler llamó y recabó noticias de Nick sobre las otras búsquedas. Sin novedades. Las granjas, los bares, la sala adjunta de la iglesia, incluso la iglesia misma. Todo estaba tranquilo. Gabriel no estaba por ninguna parte.

 

Las diferentes dotaciones se reagruparon en la comisaría.

Mitch iba de un lado a otro, nervioso.

—Quiero que se comprueben todas las demás granjas, por si acaso alguien está retenido como rehén. O por si se ha quedado a pasar la noche allí.

—Eso nos tendrá ocupados hasta mañana por lo menos —le advirtió Chandler.

—Ya lo sé.

—¿Y cómo quiere que se haga, inspector? —preguntó Luka.

A Chandler le molestaba como trataba de complacerlo. En solo un par de días, Mitch había conseguido domar a ese caballo salvaje.

—Igual que con todo —dijo Mitch—. Empezad por el principio.

«Empezad por el principio.» Otro recordatorio de la nota que habían encontrado en la cabaña: «En el principio se les dio nombre».

Mientras Mitch pronunciaba una arenga para motivarlos, diciendo que debían redoblar sus esfuerzos, Chandler recordó lo que Gabriel había dicho por teléfono: iba a matar a noventa. Posiblemente quería que les entrara el pánico y abandonaran la comisaría; así dejarían a Heath expuesto. Pero lo había dicho con tal aplomo que a Chandler le pareció que ese tipo lo tenía todo bajo control. Gabriel había hablado de que quería matar «noventa». No era el total de muertes…, sino que hablaba de ese número en concreto…

—Gabriel dijo que iba a matar noventa… —dijo Chandler en voz alta, interrumpiendo a Mitch que había cogido velocidad en su arenga.

—Ya lo sabemos, sargento. Estamos intentando evitarlo —respondió, más exasperado que furioso.

—No. Dijo que iba a matar… noventa. Al número noventa. Heath lo mencionó en su declaración. El asesino le dijo que iba a ser el número cincuenta y cinco. Lo hemos estado tomando como si Heath fuese la víctima número cincuenta y cinco, pero ¿y si él fuera «el número cincuenta y cinco»?

—¿Qué quieres decir? —preguntó Mitch, frustrado.

—Bueno, si ha matado a cincuenta y cuatro personas, ¿por qué solo hay seis tumbas…, y ocho nombres en la lista? ¿Y si, en realidad, lo que busca es el nombre, como si el nombre de Heath estuviese en una lista?

—¿Qué lista? —dijo Mitch, impaciente—. ¿La que estaba en la cabaña?

—Sí. O bien otra lista, en algún otro sitio.

—Eso no nos ayuda mucho, sargento. Vuelve cuando tengas…

Pero Chandler continuó:

—Heath mencionó que Gabriel dijo: «En el principio se les dio nombre». ¿En el principio de qué?

—Yo creo que te estás acercando al final, sargento —escupió Mitch—. Al final de tu carrera.

Chandler lo ignoró y miró a sus compañeros.

—Tendría que ser el principio de algún libro —dijo Tanya.

—¿Qué libro?

Más miradas desconcertadas. Algunos de los policías hablaron entre sí. No sabían si dudar de su teoría o de su cordura.

Y entonces a Chandler se le ocurrió la respuesta.

—El Génesis. El principio de la Biblia. Una lista de nombres.

Se volvió hacia Tanya, pero ella ya había sacado la Biblia de tapa dura y negra que guardaba en el cajón de su escritorio, un ejemplar muy manoseado, pero que seguía de una sola pieza. La abrió por el principio: el Génesis. Las primeras páginas revelaron una lista de nombres.

—¿Cuál es el número cincuenta y cinco? —preguntó.

Ella contó. Los policías empezaron a arremolinarse alrededor. Chandler por fin había captado su atención, más allá de lo que Mitch pudiera decir.

—¿Cuál es? —preguntó Chandler, impaciente.

—Espera un… —dijo Tanya. Asintió con la cabeza, como si estuviera contando los últimos. Levantó la vista y le miró—. Es Heth.

Chandler miró a Mitch. Por fin parecía comprenderlo. Ese nombre. Sus labios parecieron volverse aún más azules.

—Adán, Seth, Eva… —dijo, pronunciando los otros nombres de la lista que habían encontrado en la cabaña.

—Adán, Seth, Eva…

Tanya examinó las páginas. Otra espera angustiosa.

—Todos están ahí, de alguna manera.

—Jared, Sheila, Noah…

Ella asintió de nuevo.

—¿Y cuál es el número noventa? —preguntó Chandler.

—Espera… —dijo Tanya, que contó en voz alta. Finalmente tuvo la respuesta—. Es Sarai —dijo, pronunciando la i.

—¿Tenemos a alguien que se llame así? —exclamó Mitch, dirigiéndose a Chandler y su equipo.

Tanya y Luka negaron con la cabeza.

—¿No hay ningún niño con nombre raro? —añadió, esperanzado.

Chandler no respondió, cogiéndole la Biblia a Tanya.

Entonces recordó algo que había aprendido cuando estudiaba la Biblia en el colegio. Pasó las páginas y encontró lo que buscaba. Un escalofrío recorrió su espalda. Como pudo, dijo:

—Cuando se le anunció el nacimiento de su hijo Isaac, Sarai fuera rebautizada como Sarah.

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