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55 » Capítulo 46

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2002

 

La comunicación matutina por radio instó a Chandler y Mitch a redoblar sus esfuerzos para persuadir a la familia de que detuvieran la búsqueda. Habían pasado veinticinco días, y nada. Los de arriba pensaban dos cosas: Martin había desaparecido sin dejar rastro y, con toda probabilidad, estaba muerto. Eso sí, no se lo podían plantear a la familia de ese modo.

Mitch estaba totalmente de acuerdo. Tenía el rostro y los brazos quemados por el sol, los pies llenos de ampollas y los tobillos repletos de hematomas por las numerosas colisiones con tocones de árbol y rocas. Se quejó del tiempo que llevaba ahí fuera, recorriendo kilómetros y kilómetros hasta cocerse. Y todo por intentar dar con una persona a la que no conocía y que, francamente, le importaba un bledo.

Después llegó el ritual matutino. Primero el grupo de oración, al que Chandler se había unido por no contrariar al anciano. Luego, pagar a aquellos mercenarios, que se apelotonaban en torno a Arthur, que casi babeaba mientras lo hacía.

Mitch hizo una seña a Chandler, que se estaba calzando las botas como podía para no hacerse más daño con las ampollas.

—¿Vas a dejar que le sigan estafando? No hay ninguna posibilidad de encontrar al chico.

Mitch lo estaba provocando. Lo sabía. Aun así, Chandler no se pudo contener.

—No lo entiendes, Mitch: tienen esperanza. Siempre tendrán esperanza.

—Esperanza sí…, pero posibilidad, ninguna.

—Tú tampoco te rendirías si fuera alguien de tu familia.

—«Nadie» de mi familia es tan estúpido ni tan suicida como para irse por ahí él solo.

—Quizá fue un accidente —dijo Chandler, aunque no lo creía.

Mitch levantó una ceja.

—Sabes perfectamente que no ha sido un accidente. Nadie puede alejarse tanto por accidente. —Señaló a cada lado del sendero por el que cruzaban el terreno yermo. A medida que avanzaban, cada uno iba buscando un camino nuevo—. Podría estar en cualquier parte, a dos metros de nosotros. Y nunca lo sabríamos. Mira, aunque por algún extraño milagro todavía estuviera vivo, cuando más tiempo pasa sin encontrar nada, más probable es que no lo encontremos nunca. Quizás haya vuelto a casa y nos esté esperando.

—De ser así, se hubiera puesto en contacto con nosotros, ¿no crees?

—A lo mejor disfruta de toda la atención que le estamos prestando. Puede que sienta un enfermizo placer por toda esta atención. Sus quince minutos de fama. A lo mejor no soporta a su familia. Tal vez esta sea su venganza. Puede que les quiera hacer daño, igual que se lo han hecho a él.

—Tus teorías son igual de disparatadas que las suyas —replicó Chandler, que le hizo una seña al adolescente de Murray River para que se metía el dinero en efectivo en los calcetines. Eso sería más seguro.

—Cuando la fuente se seque, todos esos mercenarios se marcharan por donde han venido. Quizá sea hora de decírselo a la familia.

Mitch gritó la orden de que todo el mundo se pusiera en marcha, mientras Chandler pensaba en sus opciones. Sabía que Arthur le escucharía si le dejaba bien claro que su hijo ya no volvería. Pero ¿era capaz de hacerlo? ¿Podía quitarle esa última esperanza? Además, ¿qué sería de su familia entonces?

 

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Al final, Linda Keeler y la falta de dinero lo precipitaron todo. El vigésimo séptimo día tras la desaparición de Martin, Linda ocupó los titulares de prensa. Aquella joven y bella ama de casa salió por la puerta delantera de su casa en las Blue Mountains vestida con el traje de novia y unas zapatillas deportivas. Su marido la había dejado por una compañera de trabajo. Entonces la mente de Linda decidió que también era hora de partir. Al cabo de poco, se organizó su búsqueda. Como su afligida familia poseía el segundo negocio de transportes más grande de toda Nueva Gales del Sur, los pocos mercenarios que aún quedaban abandonaron la búsqueda de Martin, camino de pastos más verdes. No hubo disculpas ni adioses; simplemente, se largaron. Todos menos el adolescente de Murray River, que antes de irse se despidió de Chandler algo avergonzado. Pero él no sintió pena al verlo partir. A medida que avanzaba la búsqueda, se había dado cuenta de que aquel chico tenía más de timador que de

bushman.

A pesar de que ya habían alcanzado los cuarenta grados y que estaban exhaustos, mental y físicamente, el grupo reanudó la marcha. Ya solo quedaban cuatro personas: Chandler, Mitch, Arthur y su hijo.

Arthur corría por el monte como una roca que cae rodando por una pendiente. Sabía que el tiempo se le agotaba. Chandler tuvo que estirar de la camisa al anciano, que cada vez estaba más flaco y menos sano.

—Arthur…

—¿Qué? —preguntó el anciano, que intentó soltarse, como un niño castigado.

—No se separe de nosotros.

Arthur se soltó de las manos de Chandler y siguió su camino. Lo miró unos segundos: su rostro, rojo y quemado por el sol, dando tumbos entre los matorrales. Al cabo de un instante, se dio cuenta de que el chico no había salido corriendo tras su padre. Se había quedado al lado de Chandler y lo miraba fijamente. El chico parecía indeciso. En torno a sus ojos, vio unas arrugas de preocupación impropias de un chaval de su edad. Chandler se preguntó si él también estaría pensando que su padre era ya un peligro para sí mismo y para la gente que tenía a su alrededor.

—¿Por qué te preocupas? —soltó Mitch—. Si tuviera un accidente, conseguiríamos que, por fin, parase esta mierda.

Mitch ya lo había dejado claro: no había gloria alguna en encontrar un puñado de huesos. Nadie le felicitaría por eso. Acaso una nota en el periódico diría que, tras cuatro semanas de búsqueda, la policía (en términos genéricos) había encontrado los restos del chico desaparecido. En realidad, solo pensaba en sí mismo.

Cuando el chico echó a correr detrás de su padre, Mitch siguió:

—Explícales que ya no tiene sentido. Están desperdiciando tiempo, esfuerzo y dinero.

—Son ellos mismos los que tienen que llegar a esa conclusión —respondió Chandler.

No estaba seguro de poder pedirles que ya estaba, que ya bastaba, por mucho que quisiera volver con Teri.

—Pero ¿y si no lo hacen nunca?

Chandler creía que sí lo harían. Llegaría el momento.

—Están jodidos —dijo Mitch—. Están mal de la cabeza. Tenemos que parar esto. Tú tienes que pararlo. Si les pasa algo, la responsabilidad caerá sobre tus hombros. Si le pasa algo al otro chico…

—Bueno, pues díselo tú —replicó Chandler.

—Ya lo he intentado —le respondió—, pero tú estás más unido a ellos.

Lo dijo con un tono que parecía acusarlo de haber establecido una relación demasiado personal con esa familia. Poco profesional.

—¿Por qué nos iban a escuchar? —dijo Chandler—. A «nosotros» no nos escuchan.

—Pues oblígalos —gruñó su compañero—. Cada puto paso que damos me pone de los nervios.

Mitch caminó más despacio. Chandler siguió adelante, persiguiendo a Arthur.

Al cabo de un rato, pidió un descanso. Necesitaban algo de tiempo para respirar, beber agua y comer algo, lo que pudieran.

Arthur siguió andando. Y andando. Chandler pensó en seguirle, pero, de repente, el viejo se volvió. Parecía exhausto. Apenas se sostenía sobre sus piernas.

Chandler le llevó un poco de agua.

—¿Está bien?

Arthur asintió en silencio y bebió agua. Su hijo se sentó junto a él e hizo lo mismo.

—Creo que he visto algo ahí abajo —farfulló Arthur entre trago y trago, mirando hacia sus pies, pero apuntando en la distancia.

Chandler siguió el dedo. No veía nada más que árboles y tierra.

—¿Algo?

—Un trozo de tela, algo así. Podría indicar… —Se volvió hacia su hijo—. Ve a comprobarlo.

El chico se levantó. Estaba a punto de ir hacia donde indicaba su padre cuando Chandler le ordenó.

—No. Quédate aquí.

Arthur levantó la vista hacia Chandler, dolido y con la mirada cansada.

—Estaba ahí… Se lo llevaba el viento.

—Ahora mismo, a todos se nos lleva el viento ya —dijo Mitch, molesto.

—Por favor, un poco de respeto —dijo Chandler.

—Ten un poco de decencia y dile la verdad.

—¿Qué verdad? —preguntó Arthur, pero Chandler se había vuelto hacia su compañero.

—¿La verdad? La verdad es que eres un hijo de puta egoísta, Mitch. Y será mejor que reces para que no te pase algo así a ti.

—No me pasará. No me quedaré ahí atrapado en este agujero de mierda para siempre. Me voy a Perth, a ocuparme de crímenes reales, no de idiotas demasiado estúpidos como para encontrar el camino de vuelta después de una excursión. Eso suponiendo que quisiera que le encontraran. Como tú mismo dijiste: somos policías, no psicólogos que ayudan a la gente con su duelo.

Chandler miró a Arthur. Tenía la cabeza gacha, demasiado cansado o acobardado para levantarla. Apretaba los puños, mirando la tierra roja. Chandler sintió unas ganas locas de abalanzarse sobre Mitch y pegarle un puñetazo en la cara. Pero eso no cambiaría un hecho irrefutable: lo que había dicho era cierto. Quería explicarse ante Arthur, pero no sabía cómo.

Mitch se volvió y se fue a toda prisa al campamento. Él solo. Contra las normas y contra todo sentido común.

—Voy a recoger y me vuelvo —dijo—. Si es lo que quieres, tienes mi permiso para continuar haciendo de niñera de los putos Taylor.

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