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Wilbrook era el hogar de Chandler Jenkins. Había vivido allí toda su vida. Treinta y dos años largos y aburridos estancado en la meseta de Pilbara, en el interior de Australia Occidental, una tierra con dos mil quinientos millones de años de antigüedad (por lo bajo) y que en tiempos formó parte del antiguo continente de Ur. A veces, a Chandler le parecía que esos átomos prehistóricos habían penetrado en sus huesos y le habían envejecido prematuramente. Aquel polvo rojo cobrizo que cubría como una capa reseca ese paisaje casi muerto de tan achicharrado solía tener ese efecto en la gente.

La localidad era un asentamiento remoto. El lugar habitado más cercano era Portman, a unos cien kilómetros. Estaba conectado por una carretera que se alejaba en la distancia como la cola retorcida de un dragón. Wilbrook no era tan antiguo, ni siquiera en términos australianos. Solo constaban registros desde principios del siglo XIX. Había recibido su nombre de un famoso minero de Albany que dejó su región vinícola, de un verde exuberante, y se adentró en el sur para escarbar en la tierra en busca de riquezas. Y las encontró. Una mina de oro llena de pepitas que sobresalían de la tierra como los malvaviscos en los cereales del desayuno de un niño. Algunas eran tan grandes que se tenían que levantar con las dos manos. Corrió la voz y pronto aparecieron cabañas y chamizos, estructuras de madera endebles que desafiaban la gravedad y la sensatez. Después de las cabañas llegaron los negocios: bares, tabernas, burdeles…, al menos dos de cada clase. La población se disparó, aparecieron por allí miles y miles de personas que querían hacerse ricas. Los artículos de los periódicos proclamaban que si uno quería hacer realidad sus sueños, aquel era el lugar adecuado. Pero el sueño duró poco: las vetas disminuyeron rápidamente y apenas quedaron unas pocas partículas atrapadas en unos cedazos oxidados. Sin embargo, siguió llegando gente, que se dedicaba febrilmente a tamizar piedras de las corrientes; luego ahogaban sus penas en whisky y con las mujeres que se podían pagar. Al final, cuando aumentaron las deudas, también lo hicieron las tensiones.

El resultado fue un polvorín que explotó una noche de verano: diez hombres se enzarzaron en un tiroteo en Main Street (la calle principal). El único superviviente, Tom Kelly, alias Tomato, murió al día siguiente a causa de una herida en un hombro que le afectó una arteria. Al aumentar la violencia, las perspectivas de riqueza hicieron justamente lo contrario. Los médicos, los abogados y los comerciantes fueron los primeros en irse, con destino al siguiente lugar desde donde les llamaba la fiebre del oro. Aquella floreciente localidad, que en sus buenos tiempos llegó a tener cinco mil habitantes, quedó reducida a apenas mil personas. Solo quedaron un par de bares y burdeles que iban aguantando: para ellos, la desesperación era siempre un buen negocio.

Una vez que el oro desapareció, las familias tuvieron que ganarse la vida como buenamente pudieron en una tierra que era tan dura con ellos como con los animales que intentaban criar. Y así continuaron las cosas durante los siguientes cuarenta años. El pueblo apenas respiraba. Luego se descubrieron unas vetas de hierro y de asbesto azul bajo aquella tierra llena de cicatrices. Empezó una nueva fiebre. Las empresas mineras compraron grandes extensiones de terreno a precios de ganga. Siguió una rápida expansión y la construcción de los primeros edificios de ladrillos de la localidad. Tal como había ocurrido hacía años, las vetas se agotaron de repente. Entonces, las empresas, sin sentimentalismo ni remordimientos, trasladaron su negocio a unas cuantas horas por carretera, a Portman, como una serpiente de montaña que solo deja tras ella la piel desechada.

Chandler y su familia vivían en ese pellejo vacío. En todo caso, a pesar de sus problemas, él estaba orgulloso de su pueblo. Porque era «suyo». Era el sargento del lugar. De hecho, el «sheriff», porque aquel pueblo parecía haber parado el reloj a principios del siglo XIX. La amplia calle principal lucía con orgullo su asfalto; en tiempos solo había sido de tierra apisonada. Resplandecía en la luz. Una rotonda de cemento en el centro ofrecía un alivio innecesario para el tráfico. Raramente circulaban muchos coches por allí. Sobre las aceras se alzaban unas verandas muy coloridas que proporcionaban refugio del sol, aunque poco podían hacer con ese calor inclemente. Los postes de metal que las sustentaban (y que no se habían tocado desde hacía un siglo) eran los últimos bastiones de un tiempo pasado.

Aparcó delante de la comisaría (un bloque cuadrado de hormigón) y se miró en el espejo retrovisor. Lo que vio fue el reflejo de una cara cada vez más redonda; un rostro atractivo, de treinta y tantos años ya, que luchaba contra los efectos de las noches en vela y de la vida de padre soltero. El pelo rubio había perdido un poco de volumen, aunque todavía no cedía terreno. Rubio y ligeramente bronceado, parecía un surfero algo envejecido, aunque nada estaba más lejos de la realidad. Chandler se mantenía siempre bien lejos del mar. Al menos en tierra si algo o alguien viene a matarte, lo ves.

Bill Ashcroft, el anciano sargento, se había retirado el mes de junio anterior, por lo que Chandler había asumido el mando temporalmente. En realidad, no había trabajo para cinco personas: algunas infracciones de tráfico, disputas domésticas, un ocasional atraco a alguno de los tres pubs de la localidad (unos bares que, por cierto, más que competir por el negocio, acogían a los clientes a los que en los otros locales les habían vedado la entrada). En todo caso, fuera como fuese, a la comisaría se le había asignado una cuota de cinco agentes. Y la Fuerza Policial de Australia Occidental se esforzaba por mantener todos sus efectivos. En realidad, temían que, si perdían uno, podían caer todos. Como las fichas de un dominó.

Al entrar vio al novato, Nick Kyriakos. Estaba en el mostrador de recepción. Allí seguiría hasta que Chandler se fiara de él, de que podía hacerlo bien fuera de las cuatro paredes de la comisaría. No era necesario arriesgarse y sacar a campo abierto a un joven de veinte años, a pesar de que Nick había demostrado ser inteligente y respetuoso. Era un joven curioso, ansioso de gustar y de aprender. Eso sí, estaba completamente obsesionado con las biografías de los asesinos en serie.

Tanya, su agente más veterana y segunda en el mando, ya estaba en su escritorio. Nunca llegaba tarde. Eran tan severa como la cola de caballo que solía llevar. Hacía siempre los primeros turnos, para poder recoger a sus tres hijos de la escuela primaria, al otro lado del pueblo. Había tenido a los críos en rápida sucesión durante los cinco años de excedencia de los que acababa de volver. Chandler se imaginaba que eran resultado de algún procedimiento clínico. Las cosas siempre eran así con Tanya, como una operación militar. Si le ascendían, recomendaría que también la ascendieran a ella. Se lo merecía. Los que son capaces de compaginar los hijos con el trabajo se merecen lo mejor. Él lo sabía perfectamente, pues tenía dos hijos. Pero ella al menos tenía un compañero que la ayudaba.

Chandler se metió en su despacho. El sistema de aire acondicionado había fallado de nuevo. El ambiente de la comisaría era tan pegajoso como la cola de carpintero. Tomó asiento y miró por la ventana hacia la distancia, a Gardner’s Hill, un montículo rocoso y cubierto de bosques que recibió su nombre por el primer alcalde del pueblo.

Desde aquella distancia, la colina parecía atractiva; los árboles envolvían el lado visible del pueblo, altos, rectos y dirigiéndose hacia el cielo. Era una anomalía de un verde lujurioso en una tierra que, por lo demás, era completamente roja. Más allá de la cresta, había cientos de hectáreas de tierras salvajes. Eran ese tipo de tierras que siempre habían tentado a la gente para explorarlas. Pero hasta a los excursionistas más experimentados, acostumbrados a condiciones extremas, les parecían difíciles. Aquel lugar atraía sobre todo a aquellos que querían encontrarse a sí mismos. O perderse.

En principio, aquel era un día típico en la vida de Chandler: tranquilo e introspectivo. Pero todo estaba a punto de cambiar.

Una conmoción traspasó la puerta abierta. No reconocía la voz, pero sí la desesperación. Intentó captar el acento: del sur, muy al sur, quizá de Perth. Si era así, aquel hombre estaba muy lejos de casa.

—Sargento, creo que debería venir… —lo llamó Tanya. Su voz, normalmente serena, parecía nerviosa.

Chandler bajó los pies de la mesa y se arregló la camisa por encima del estómago. Desde que Teri le dejó, había engordado un poco. Como si su cuerpo quisiese compensar esa pérdida con otra cosa: unos kilos de más.

Entró en el despacho principal. Sentado ante el escritorio de Tanya, al principio vio a un hombre muy nervioso, de veintitantos años, con una camiseta y unos vaqueros que parecían haber pasado por una dura prueba.

Chandler se tocó el cuello y soltó un taco. Había olvidado la corbata. No era demasiado estricto con el uniforme en general, pero prefería llevarla cuando hablaba con la gente. Creía que eso reforzaba su autoridad.

«Tienes que parecer el propietario, pero actuar como si fueras el gerente», le había aconsejado Bill.

Contempló al hombre con precaución. Nick había ido arrastrando su silla desde su mesa, como si así cumpliera con su cometido de no desatender la recepción.

El hombre se levantó. Tanya retrocedió, como dispuesta a actuar. Aquel chico parecía aterrorizado. Tenía una estatura similar a la de Chandler, aunque con un físico distinto. Nervioso, desviaba la mirada de Chandler hacia las paredes y la puerta. No sabía qué hacer. Parecía que sus ojos quisieran escapar de su cuerpo. Para evitarlo, entrecerraba los párpados hasta convertirlos en simples rendijas. Parecía sufrir un inmenso dolor.

—Quería que yo fuera el número cincuenta y cinco —farfulló el joven, que miró a Chandler a la cara por primera vez.

Se echó a temblar y cerró con mucha fuerza los ojos.

Chandler tomó algunas notas mentales. Definitivamente, acento de Perth. Una barba crecida: no había visto una cuchilla de afeitar desde hacía unas cuantas semanas. Un trabajador itinerante, supuso: demasiado lúcido y limpio para ser un vagabundo.

—¿A qué se refiere? —le preguntó Chandler, sin perder la calma, aunque se sentía bastante descolocado.

—Cincuenta y cinco… —repitió el hombre.

Chandler miró a Tanya, buscando su ayuda.

Ella negó con la cabeza.

—Cincuenta y cinco… ¿qué? —preguntó Chandler. Pensó en posar la mano sobre su hombro para reconfortarlo, pero tal vez lo único que conseguiría sería asustarlo.

—El tío… El asesino…

—¿Qué asesino?

—El que me secuestró. Me llevó… allí. Al bosque…, los árboles. —Señaló hacia la pared.

Estaba señalando hacia Gardner’s Hill, más allá de los ladrillos.

—Pero ¿quién…?

—Un loco.

Las piernas del joven vacilaron. Tenía los pantalones manchados de sangre. No parecía sangre fresca, sino que se había secado al sol. Chandler, sin embargo, no quería que se desmayara. Tendió la mano y tocó el brazo del hombre, que esbozó una mueca de dolor.

—Bueno, estamos aquí para ayudarle. —Hizo que se sentara de nuevo en la silla, para controlar mejor la situación—. ¿Cómo se llama? —preguntó.

—Gabriel.

—Muy bien, Gabriel. Yo soy Chandler. Soy el sargento de esta comisaría. ¿Sabe usted dónde está?

Gabriel negó con la cabeza.

—En Wilbrook.

Notó un chispazo de algo en los ojos de Gabriel, algo que interpretó como esperanza. Esperanza de haber encontrado la seguridad. Chandler siguió proporcionándole información. Tal vez así el chico les correspondiera y les dijera algo más.

—Wilbrook, Australia Occidental. Esta es Tanya, mi agente de mayor rango. Y este Nick, otro de los agentes. ¿De dónde viene usted?

De nuevo un dedo tembloroso señaló la pared.

—De allí.

Chandler intentó esbozar una sonrisa tranquilizadora.

—Quiero decir que… ¿Dónde vive?

—En Perth… Pero viajo.

Se derrumbó en la silla. Por un momento, pareció que se iba a caer.

—¿Tiene usted algún documento de identidad?

—Me los robó.

Chandler asintió.

—Está bien… ¿Sabe usted cómo se llama ese hombre, Gabriel?

Se quedó callado. Los ojos que habían recorrido la habitación en redondo empezaron a cerrarse. Chandler miró de nuevo sus ropas. La sangre seca no parecía indicar ninguna herida grave, pero no se podía descartar una hemorragia cerebral no detectada.

—¿Ha podido usted…?

—Heeeath —dijo Gabriel, pronunciándolo como un largo suspiro.

—¿Heath? —Chandler hizo señas a Tanya, que ya lo estaba escribiendo.

Gabriel asintió.

—El loco. Se llamaba Heath. Me robó el carné de identidad.

Su cuerpo, que parecía gelatina temblorosa, se puso tenso e intentó levantarse.

—Tengo que salir de aquí…

Chandler se adelantó e hizo que volviera a sentarse en la silla. Estaba acostumbrado a aquella reacción: la urgencia de escapar. Mucha de la gente que pasaba por una comisaría de policía sentía la necesidad de irse enseguida. Tal vez creían que, si se quedaban allí cierto tiempo, podrían acabar por acusarles de algo.

—Quédese aquí. Le pediremos atención médica.

—No —dijo Gabriel, con los ojos muy abiertos—. Quiero contarles lo que ocurrió y después irme de aquí. Por si vuelve.

—Ahora está a salvo —le aseguró Chandler.

—No hasta que me haya ido bien lejos de aquí.

Gabriel respiró hondo, luchando contra la energía nerviosa que le invadía. Hizo una mueca al notar que le dolían las costillas; debía de tenerlas magulladas, pensó Chandler.

—Llamaremos a un médico —dijo Tanya.

—No, quiero contarles lo que ocurrió.

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