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Chandler salió de la comisaría con el coche y se dirigió al pueblo. El sol de la tarde parecía querer freírlos. El intenso calor intentó aplastarlos y dejarlos pegados al plástico negro del asiento. Como si fuera a cocerlos en sus propios fluidos.

Mientras pasaban por delante de los negocios familiares y las tiendas de la calle principal, todas cerradas, Chandler echó un vistazo al pasajero. Gabriel le devolvió la mirada, arrellanado en el asiento, con una calma que se correspondía con su lenguaje corporal. Ahora estaba bajo protección policial. Y Chandler esperaba no decepcionarle.

—¿Está seguro de que no quiere que lo vea un médico? —le preguntó.

—Solo tengo hematomas, creo. El doctor no me podría hacer nada. Al menos el dolor me recuerda que debo estar alerta.

Chandler le dedicó una sonrisa.

—Espere a tener una exmujer…

Su pasajero esbozó un principio de sonrisa.

—¿Cuándo fue?

Hasta la voz de Gabriel sonaba relajada. Ahora parecía un locutor de radio de un programa nocturno. Una voz cálida, con toques melancólicos, capaz de hacer dormir a los oyentes. Parecía una persona distinta.

Chandler lo calculó:

—Siete…, siete años y medio.

—Mucho tiempo. ¿La echa de menos?

—No, desde que amenazó con quitarme a mis hijos.

—Oh. —Gabriel se le quedó mirando—. ¿Tenía algún motivo para intentar llevárselos?

Chandler no quería hablar de aquel tema con un desconocido, pero su voz era como un hombro sobre el que llorar, como si Chandler fuera un oyente que llama a medianoche y no puede apartarse de la radio, donde desahoga todos sus temores y sus penas.

—Pues no lo creo.

—¿Cuántos hijos tiene?

—Dos. Quizá lo mejor que he hecho en toda mi vida. —Chandler sonrió y miró a su pasajero—. Dos cosas buenas.

Si hablar de Teri ponía a prueba sus nervios, nunca perdía la oportunidad de alabar las virtudes de sus hijos, casi como compensación por no verlos tanto tiempo como habría deseado. Su trabajo resultaba exigente: largas horas, horarios raros, papeleo, procedimientos…

—¿Qué edad tienen?

—Sarah tiene casi once. Jasper va hacia los nueve.

—Sarah y Jasper. Bonitos nombres —dijo Gabriel.

Chandler notó que su afirmación era poco entusiasta.

—¿Y usted no tiene a nadie? ¿Novia? ¿Hermanos o hermanas? ¿Primos? ¿Tíos?

El hombre negó con la cabeza.

—No. Nadie… —Había vuelto a adoptar el mismo tono seco y a la defensiva de la comisaría.

—Lo siento —dijo Chandler. No podía imaginar no tener familia.

Gabriel se le quedó mirando y no dijo nada durante unos segundos. Una de esas miradas que ponen nervioso. Al final habló con voz resignada.

—Ya estoy acostumbrado.

—Antes ha dicho que le fallaron la familia y la religión…

Chandler dejó que aquella frase flotara entre ellos, mientras daban la vuelta en torno a la estatua de Stuart MacAllen, el escocés que descubrió la veta de hierro que le insufló un poco de vida a aquel pueblo. Al menos, durante unas décadas. Ahora, secos y abandonados los pozos de las minas, la juventud se había ido desperdigando hacia otros lugares más prósperos de aquella tierra. Y no se les podía echar la culpa. La gente debe ir adonde hay trabajo. Y por allí había poco.

Aunque le dio su tiempo, Gabriel no respondió. Quizá no hubiera respuesta… Tal vez había sido un lapsus en un momento de tensión, o puede que se tratara de un asunto íntimo, algo de lo que no hablar con un desconocido. Como la batalla que se avecinaba por la custodia de sus hijos, supuso.

Pasaron junto a la veranda naranja chillón del Red Inn, un establecimiento que anunciaba orgullosamente que llevaba funcionando desde finales del siglo XIX, a pesar de haber cambiado de domicilio dos veces. Tenía esa ubicación desde 1950, el año que nació su madre.

Gabriel interrumpió sus pensamientos.

—¿Y ahora qué va a ocurrir?

—Seguiremos los trámites.

—Por ejemplo… Me tranquilizará mucho saber qué están haciendo.

—¿No confía en nosotros?

La sonrisa vacilante de Gabriel no le ofreció ninguna respuesta.

—Sabemos lo que estamos haciendo, señor Johnson. Llevo haciéndolo hace más de diez años.

—Pero ¿con cuántos asesinos en serie se ha encontrado?

Era una buena pregunta.

—Después de dejarle en el hotel, pondré una byc

—¿Qué? —interrumpió Gabriel.

—Una byc. Orden de búsqueda y captura.

—Ah. —Gabriel se encogió de hombros—. Me parece muy bien.

—La mandaré por todo el estado, norte y sur, para asegurarnos. Luego organizaremos una búsqueda en la colina, para intentar encontrar al tipo o su cuerpo. Trataremos de localizar esas tumbas. Aunque debo admitir que encontrar a ese hombre, a Heath, si le gusta vivir en el territorio salvaje, no será fácil, dado el tamaño de la zona.

Chandler miró a Gabriel, intranquilo por su respuesta.

—Enviaremos un helicóptero y una avioneta para que echen un vistazo.

—¿Como si estuvieran buscando a alguien que se ha perdido?

—Algo así. También haremos una búsqueda por la superficie.

—Parece como buscar una aguja en un pajar…

Chandler se encogió de hombros.

—Es lo que hay… La fuerza estará en el número. Es un hombre contra cientos.

—Como Jesús entre los no creyentes.

Chandler lo miró.

—¿Es religioso?

Gabriel bufó por la nariz.

—Creo en algo, si es eso lo que me está preguntando. ¿Y usted?

—Mis padres sí creen. Yo estoy de acuerdo. Una base moral para los niños, supongo. Ya tomarán sus propias decisiones cuando sean mayores. Dios no obliga a nadie a seguirle.

—No… Ojalá sus seguidores fueran todos igual de tolerantes.

La conversación se detuvo en seco. No importaba. Habían llegado al Gardner’s Palace, un edificio achaparrado, de tres pisos, que parecía tallado de un solo bloque de piedra, de un rojo intenso, más intenso ahora que el polvo dejaba sus cicatrices en el paisaje. Era un edificio muy corriente: alquitrán negro en el tejado, paredes pintadas de blanco, para reflejar algo el terrible calor, postigos de madera que protegían todas las ventanas y el edificio en sí.

Un par de butacas remendadas en la pequeña zona de recepción les dieron la bienvenida. No era el Ritz, pero sí era un lugar lo bastante bueno para las raras ocasiones en que necesitaban alojar a alguien.

El propietario, Ollie Orlander, los saludó. El vientre le sobresalía por encima de los pantalones como si fuera pasta recalentada en una cazuela. A Ollie le encantaba acoger a los descarriados de la policía. El Gobierno le pagaba las facturas y él podía alquilar su habitación más cara, engañosamente conocida como «suite presidencial», al precio más alto.

Ollie miró intensamente a su nuevo huésped para asegurarse de que entendía quién era el propietario del hotel. Un intento de intimidación innecesario: quizá por eso muy pocos repetían. Chandler sabía que los huéspedes preferían que se les diera la bienvenida con cordialidad, y no con suspicacia.

Los ojillos de Ollie se volvieron hacia el policía.

—No causará daños, ¿verdad?

—No es ningún criminal —dijo Chandler.

—Entonces, ¿por qué viene contigo?

—Nos ha proporcionado información. Tenemos que alojarle esta noche.

—¿La suite habitual?

Chandler asintió, cansado.

—La suite habitual servirá.

—Muy bien, señor. —Una sonrisa torcida le iluminó la cara, bastante gruesa.

Se fue a preparar las cosas mientras Chandler dirigía a Gabriel al piso de arriba.

—No espere demasiado —le advirtió Chandler.

—Con que pueda darme un baño caliente y disfrutar de una cama blanda será suficiente.

Chandler le miró a la cara. Otra vez aquel nerviosismo. Otra vez esos ojos que lo examinaban todo a su alrededor, como si Heath fuera a aparecer en cualquier momento.

—Pondré a un agente en la puerta.

—No es necesario, sargento.

Llegaron a la puerta de la suite presidencial.

—Insisto —dijo Chandler.

No pensaba dejar que Gabriel se convirtiese en víctima de su propia valentía.

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