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La imagen se fue formando despacio, mientras él permanecía allí de pie, temblando. Sarah y Jasper, sus cuerpos pudriéndose lentamente, abandonados a la tierra.

Sacó el cuchillo de su cinturón y se lo clavó en el antebrazo, lo bastante hondo para eliminarlo todo de su mente, salvo el dolor. Un dolor agudo, intenso. Volvió a guardar el cuchillo en la funda cuando la sangre empezó a gotear de sus dedos hacia el suelo. Era demasiado temprano, pero tenía que ponerse en marcha. No podía seguir esperando.

Empaquetó todo lo que necesitaba procurando hacer el menor ruido posible.

—¿Adónde vas? —susurró Mitch.

—No puedo…, tengo que irme. —Chandler se volvió y vio a su antiguo amigo mirándole desde su propio saco, con el pelo revuelto. Parecía aquel adolescente tímido a quien tanto le gustaba ir de acampada.

—Si vas solo, te perderás.

Chandler siguió haciendo el equipaje. Mitch seguramente tenía razón, pero ya no le importaba.

—¿Qué te ha pasado en el brazo?

Chandler miró la sangre que goteaba del corte y se echó la mochila al hombro.

—Concentración —dijo, dispuesto a marcharse.

—Voy contigo —soltó Mitch, saliendo con facilidad de su saco.

«Como una serpiente», pensó Chandler.

—No va a salir tu nombre en los periódicos por esto, Mitch.

Era su dolor quien hablaba, quien hería a aquellos que querían ayudar. Como había sucedido con esa familia tantos años atrás.

—Ya lo sé. Yo también quiero encontrarlos —dijo Mitch.

Chandler se lo quedó mirando con dureza.

—Me voy.

—Dos minutos.

Chandler no esperó, sino que echó a andar despacio. Quería ver si Mitch le dejaba irse solo. Si era así, es que seguía siendo un desgraciado.

Faltaba casi una hora para que amaneciera. Era difícil orientarse en la oscuridad. Sin embargo, el silencio de primera hora le permitió oír los pasos que le seguían y, finalmente, caminaban a su lado. Chandler miró a Mitch.

No se lo esperaba, pero le alegró verlo a su lado.

Atravesando una ligera pendiente, sus linternas perforaron el color índigo del suelo nocturno.

—Lo siento —dijo Mitch.

—¿Por qué?

—Por disparar a Gabriel… o Davie, o quienquiera que fuese ahora. Por venir aquí y hacerme cargo. Por no contarte lo de Teri. Por perder el contacto. Porque Teri quisiera…

Chandler le interrumpió. El tono contrito de Mitch era demasiado extraño.

—Ya nada de eso me preocupa, Mitch. Es agua pasada.

Continuaron en silencio, anduvieron hasta que la luz del día empezó a asomar lentamente entre los árboles. Luego, una imagen extraña interrumpió el paisaje característico de árboles, rocas y tierra, un color antinatural para el campo. El gris oxidado de un grupo de antiguos cobertizos emergió lentamente de la luz. Eran…, podían ser…

Chandler apretó el paso. Al mirarlas de cerca, luchando por mantener el equilibrio, comprobó que eran chozas forestales, o quizás incluso cobertizos militares abandonados después de unas maniobras hacía muchos años. Allí habrían preparado una guerra, ya fuera real o imaginaria. Eran cuatro cobertizos. Una explosión de esperanza agarrotó su estómago. La misma esperanza que vio reflejada en la cara de Mitch.

—Yo miraré los dos de la izquierda —farfulló Chandler.

Le costaba hablar. De repente, se le había quedado la boca tan seca como el aire que respiraba. Echó a correr.

—Vale, pero ten cuidado —dijo Mitch—. Llevan mucho tiempo ahí. Quién sabe lo que habrá dentro.

Chandler corrió al primer cobertizo. Tenía la chapa desgastada y curvada por el calor del verano. Tocó la puerta esperando que ardiese, pero estaba congelada. Abrió el cerrojo y contuvo el aliento. La puerta se abrió con un crujido profético, las bisagras oxidadas y secas. Hacía tiempo que nadie las usaba. Tiró más fuerte y la abrió del todo. El rayo de su linterna llenó el pequeño espacio. Vio equipo electrónico y maquinaria de los setenta. Olvidados. Llenos de polvo. Una bandada de diminutos insectos que corrían por el suelo y por encima de las mesas, que huían del depredador que invadía su hogar.

Ni Sarah ni Jasper estaban allí. Sintió el vacío de su desesperación. Raspó el suelo de tierra con sus zapatos.

Pero había otras edificaciones.

—Chandler…

La voz de Mitch sonaba insegura, algo perturbada.

Chandler salió y corrió hacia él. Mitch se había quedado de pie junto a la puerta de otro cobertizo, con la chapa igual de gastada y oxidada, abandonado hacía años.

Mitch temblaba y sollozaba. Tenía la boca abierta, pero de ella no salía palabra alguna.

Lo que había ocurrido estaba más allá de las palabras.

La linterna con la que había alumbrado el interior del cobertizo dio la vuelta e iluminó el rostro de Chandler.

Lo cegó.

Y Chandler fue hacia la luz.

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