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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 33 Bolonia, 17 de junio

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CAPÍTULO 33
Bolonia, 17 de junio

Cuando la vio el corazón le dio un vuelco.

Lo estaba esperando al otro lado de la calle. Falda negra, blusa blanca y gafas oscuras.

Estaba guapísima. Pierre cerró la persiana del bar y fue a su encuentro.

—Angela…

—Hola.

Corría un gran riesgo dejándose ver allí. No sabía qué decirle. Un simple «¿Cómo estás?» habría sonado estúpido, provocador.

¿Cómo iba a estar?

Por suerte fue ella la que habló.

—He de pedirte un favor. No sabría a quién más pedírselo.

—Por supuesto —masculló Pierre—, ¿quieres que vayamos a sentarnos a algún sitio?

* * * * *

Saltó en la oscuridad y fue a caer sobre el césped húmedo. Los aspersores acababan de dejar de funcionar. El césped de Villa Azzurra estaba bien cuidado, a la inglesa: tan verde que parecía artificial.

Pierre se arrastró hasta la pared, manteniéndose fuera del alcance de las farolas.

Los dos enfermeros de guardia estaban siempre en la garita de entrada. Tenían con ellos unos termos de café, bocadillos y revistas en cantidad. Cada dos horas se daban una vuelta por los corredores para vigilar que los locos durmieran con un sueño tranquilo.

No había otra manera de entrar. Tras el suicidio de Ferruccio, Montroni había mandado poner cerrojos en todas las ventanas y ahora los locos estaban como en una jaula. A decir verdad, ya antes había ventanas así, pero solo en determinadas alas del edificio, aquellas en las que alojaban a los más graves. El salto al vacío de Fefe lo había cambiado todo. Pierre miró el edificio sumido en la sombra y le entraron escalofríos. Hubiera podido ser una cárcel, o un cuartel.

Se acercó pegado a la pared hasta la puerta y se asomó por la esquina.

Uno de los enfermeros tenía la cabeza sobre los brazos cruzados, a Pierre le pareció percibir un leve ronquido.

El otro estaba hojeando un periódico.

Pierre se puso a gatas y avanzó hasta llegar al pie del mostrador de recepción.

Respiraba despacio y se movía lentamente. Habría bastado el crujir de un hueso para delatarle.

Las oficinas estaban al fondo del pasillo, tras doblar la esquina. Por lo menos seis o siete metros que recorrer al descubierto.

Pierre pensó en cuando de niño se escondía en casa de tía Iolanda, que quería hacerle tomar el baño en la tina. Lo buscaban por todas partes. Se convencía de que si él no los miraba, tampoco ellos lo verían. Se echaba en un rincón, entre las jaulas de los pollos, y agachaba la cabeza. Luego esperaba, inmóvil. La táctica del avestruz.

Se tumbó cuan largo era sobre el suelo y comenzó a arrastrarse despacio, centímetro a centímetro. Si sus movimientos eran imperceptibles, tal vez no distraerían la atención del guardián del periódico. Si la mirada del enfermero permanecía fija en las páginas no notaría la masa oscura a lo largo del suelo.

Prosiguió así, con la nariz pegada al linóleo, como una lombriz.

Se plegó para doblar la esquina, sin acelerar, retorciéndose y solo al final retirando las piernas.

Había pasado.

Se puso en pie, incrédulo, y llegó a la puerta de la oficina.

La abrió empujándola hacia arriba para evitar que los goznes chirriaran, lo suficiente para meterse dentro, y la volvió a cerrar a sus espaldas.

Sacó la linterna y comenzó a hurgar en el fichero.

Malavasi… Malossi… Mambrini… Manaresi.

Manaresi, Ferruccio.

El haz de luz iluminó el historial clínico. Una larga relación de medicamentos, suministros y dosificaciones, con la firma de los médicos al lado.

En la cabeza, la voz de Angela le sugería qué buscar: «Comprueba el período en el que Odoacre se fue a Roma. Comprueba si antes de partir suspendió el medicamento a Fefe y cuándo empezaron de nuevo a administrárselo».

Pierre se estremeció.

Las fechas coincidían.

Las firmas del doctor Montroni también.

Pierre comprendió.

Pierre sintió que se le ponía la carne de gallina debajo de las ropas.

Pierre lo sintió por Angela.

El día antes de marcharse a Roma, Montroni había suspendido la cura a Ferruccio.

La «recaída» de Fefe.

Montroni abandona el congreso y vuelve a ocuparse de la familia.

El bueno de papá Montroni resuelve las cosas.

El marido atento salva al hermanito de su mujer.

La mujer infiel que le pone los cuernos con un bailarín de filuzzi.

La mujer se siente culpable y comprende que no puede vivir sin Odoacre el Magnífico.

Otra sacudida de escalofríos. Sudor frío. Gotas en la nariz.

Fefe había comprendido.

El juego sucio de Montroni. Fefe no podía decirlo. Fefe estaba loco. Fefe no era creíble. Fefe estaba enjaulado. Es más, estaba enjaulada Angela. Fefe era la mano armada del marido cornudo.

Fefe no podía aceptarlo. Quería a su hermana. No quería ser la causa de su infelicidad.

¡Virgen santa!

Pierre se tambaleó, contuvo una tos.

Sintió que la náusea le subía del estómago.

Sintió el asco en la garganta y vértigo.

Fefe no había querido aceptarlo.

Fefe no había aguantado.

Fefe había decidido vengarse del cuñado.

De la única manera posible.

Quitándole el arma de las manos.

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