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Coda » VII Bolonia, 4 de octubre, día de San Petronio

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VII
Bolonia, 4 de octubre, día de San Petronio

—Ya verás como Capponi también se ha ido.

Ante la persiana bajada, sin un letrero, un «Vuelvo enseguida», nada, todo son suposiciones.

—¿Que se ha ido? ¿Tú crees que se iría así, sin decirnos nada?

—¿Por qué no?, ¿qué ha hecho su hermano? Lo ha dejado todo plantado y se ha largado a Sudamérica.

—¿Y qué tiene que ver, perdona? Pierre tenía que llevarse a su padre, en Montecarlo había ganado todo ese dinero y no lo pensó dos veces. ¡Además, Capponi no es ningún trotamundos como su hermano!

La Gaggia oye voces por debajo de la puerta y asoma la cabeza para ver qué pasa.

—Bien dicho, Gaggia, ¿sabes tú dónde se han metido todos? ¿Han cerrado por el patrono?

—¿El patrono? Por eso Benassi no ha cerrado nunca. Capponi además no es siquiera de Bolonia y yo esta mañana no lo he visto, pero tampoco se entiende dónde se han podido meter Garibaldi y Botón.

—¿No será que se ha muerto alguien?

—¿No tenía Botón problemas de hígado últimamente? Sé que estaba casi convencido de tomar la «seta china».

—Pero qué seta china ni qué porras, vamos, hombre, seamos serios, ¿qué puede haber pasado? ¿Habrán vuelto los polis?

La alusión a los representantes del orden hace cambiar de conversación. Porque en este comienzo de otoño, aquí entre nosotros, pero también en la calle, en las tiendas y en los otros bares, cualquier excusa es buena para hablar del gobierno Scelba, si seguirá en pie o tendrá que liar el petate, si entrará otro democristiano o si en cambio volveremos a votar, pero en primavera, porque en Italia, entre junio y abril no hay manera de hacer elecciones. No falta quien está convencido de que existen razones para ello, una estrategia anticomunista puesta en marcha por la CIA, pero nadie es capaz de explicarla. Otros se contentan con decir que en verano no, porque la gente en lo que quiere pensar es en divertirse, en otoño e invierno tampoco porque el pueblo tiene bronca. Con el mal tiempo, el frío, el trabajo, no se está para pensar en la política, amargarse la sangre, comulgar con ruedas de molino, escuchar lo que tienen que decir los peces gordos. En cambio en primavera, aaah, es otro cantar, hace un poco de calorcillo, los días son más agradables, se empieza a pensar en las vacaciones y el trabajo se hace menos pesado. Según Botón es, además, cosa de superstición: los curas, en el 48, ganaron en primavera y ahora se han emperrado con esa fecha, no hay manera, si siembras en otro período no hay cosecha.

La Gaggia se ha olvidado ya del trabajo, trabajo urgente, ya que dentro de poco se pondrá a llover en serio y todos necesitamos arreglarnos los zapatos. Por otra parte ya se sabe, los problemas de Scelba son dos: en primer lugar Trieste, y precisamente en estos días, en Londres, están firmando el tratado. Dicen que será provisional, pero no nos la van a hacer tragar: Tito se las ha dado de león y nosotros los italianos de mansos corderos, porque a Estados Unidos le iba bien así. Y la otra cuestión es el caso Montesi, un escándalo gordo, el ministro Piccioni ha tenido que dimitir, su hijo ha ido a la cárcel junto con ese Montagna, los policías juegan a tirar la piedra y esconder la mano, el jefe de policía de Roma también estuvo a punto de acabar a la sombra. La Gaggia, en estos días, es el experto más solicitado de todo el bar, más que Melega y Bortolotti, porque el campeonato está solo en sus comienzos, y sobre la cuestión de la Montesi nuestro zapatero remendón es el único que se lo sabe todo como es debido, porque ha seguido las cosas desde un primer momento, y siempre había dicho que antes o después íbamos a ver alguna buena.

—¡No saben ya qué hacer, los pobrecitos! Han salido con la excusa del tío de la chica no hará ni una semana: grandes titulares, Giuseppe Montesi acusado de homicidio, y ahora, puf, la bola era tan gorda que les ha estallado en las manos y tienen que inventarse una más gorda aún.

—Suerte que con ese pobre tío no les salió bien la cosa, ¿eh, Gaggia? Me parece que era un camarada.

La voz se calienta:

—Es que las cosas se les han puesto mal y tratan de salvar lo insalvable. Porque, perdona, pon que a la pobre Wilma se la follara el tío, o algún otro, uno que se la quisiera tirar y que no tuviera nada que ver con Piccioni y Montagna. ¿En qué cambia la cosa? No por ello Montagna deja de ser un delincuente, los amigos políticos los tenía igual, los verdaderos jefes de la policía trataron de entorpecer las investigaciones… Piccioni, bueno, saldría limpio, pero ¡el problema no es en absoluto Piccioni!

En el fondo de la calle, debajo de los tilos que pierden las hojas, aparece una bici.

—¡Walterún, Walterún!

Se para. Tiene cara de irritación.

—¿Sabes qué le ha pasado a Capponi?

—¿Capponi? ¿No está en Imola? Con Garibaldi, Bortolotti, Melega. Se celebraban los funerales de ese partisano famosísimo, ¿cómo se llama?

—¡Bob! ¡Es cierto! Luigi Tinti, alias Bob. Walterún, como hiciste la guerra en Milán, eres el único que no lo conoce.

Por un instante, Bob hace que se olviden de Scelba, la Montesi, Trieste. Los que lo conocían bien, como Capponi, están todos en Imola, pero también el que era muy viejo, o muy joven, conoce también por lo menos alguna anécdota, y la saca a relucir, preguntando si era él precisamente el protagonista, o quizá otro. Casi todas son historias que nos contamos anteayer, cuando llegó la mala noticia y Capponi quería mandarnos a todos a casa, pero luego decidió quedarse, brindar por la salud del comandante y recordar sus gestas. Al final nos fuimos todos a medianoche, y el bar estaba más lleno que a las seis. También llegaron los de la Sección y gente que no se había visto nunca por aquí, y por primera vez desde que le conocíamos, Benfenati no dijo una palabra y se quedó callado, escuchando los relatos, luego abrazó a Capponi y se fue a casa.

Hoy las conversaciones son más o menos las mismas, pero nadie se queja, porque ciertas cosas es mejor volver a repetirlas que correr el riesgo de olvidarlas.

Pero en cuanto Walterún se despide y se aleja, la Gaggia nos reúne a todos —seremos ya unos veinte— e, inclinándose hacia delante, empieza a hablar a media voz, como si nos revelase un secreto:

—Oíd, creo que será mejor encontrarle otro nombre a Walterún. —Caras de asombro, miradas, algún «¿Por qué?» dicho en voz alta—. El otro día vino a que le arreglara unas zapatillas. Le dio la vena confidencial y me contó lo de que cuando en Milán lo saludaban diciendo «Walterún, Walterún» se quedaba hecho polvo. Pero por qué te lo tomabas así, le pregunto yo. Y me dijo que en milanés Walterún no significa Walterone, como nosotros creíamos.

—¿Y qué quiere decir entonces?

—Algo así como «Ahí va el moro», o sea, el marroquí, el del sur, como diríamos aquí. Y eso a él nunca le ha gustado, se reían de él, ¿entendéis? Conque no sé, a lo mejor si lo llamamos Walterone se siente mejor, es decir, sin que él se dé cuenta.

A algunos les parece bien, otros piensan que así no haremos sino que le pese más. Zambelli Cesare afirma que los apodos son inmutables; él se apoda Tripón, y ni cuando perdió veinte kilos pensó nadie en darle otro nombre. Por algo a los seis meses estaba de nuevo hecho una bola.

Mientras nos preguntamos por el origen de algunos apodos misteriosos, llegan Capponi y el resto de la banda, Garibaldi, Melega, Bortolotti y Botón.

Alguno se queja del cierre por sorpresa, sin dejar siquiera una nota, un aviso. Capponi replica que desde que Benassi le vendió su mitad, también él puede decidir si el bar debe permanecer cerrado o no. Y hoy, nada de bar, había que ir a Imola y se acabó.

—Garibaldi, tú que te fijas en esas cosas, ¿cuánta gente había?

—Por lo menos quince mil.

—Y también otra cosa. Estaban los alcaldes de todos los pueblos de montaña, estaba Bulow, estaban Teo y Piccolo, que llevaban el féretro, había secciones del ANPI de toda Italia. Estaba Bergonzini, que ha pronunciado la oración fúnebre junto con el alcalde, había tanta gente que dentro del cementerio del Piratello no se cabía, estaba la banda, ¿qué tocaban?

La Heroica, de Beethoven.

—En efecto, esa precisamente. Y a Bob lo han enterrado al lado de los otros caídos de la treinta y seis, en un sitio en el que está también Andrea Costa y todos los mejores ciudadanos de Imola.

Botón se separa del grupo y menea la cabeza:

—Casi es una suerte que se haya muerto tan pronto, mira que te digo.

—Pero, Botón, ¿qué dices?

—Diez años más tarde y adiós muy buenas, ¿quién se acordaría del comandante Bob?

—Te equivocas, Botón —le corrigió Garibaldi—. Es más fácil que se olviden de ti mientras estás vivo, cuando aún puedes molestar, luego cuando te mueres, ¡hala!, vuelves a ser un gran héroe, la ocasión para sacar las banderas, cantar un poco, contar que el espíritu de la Resistencia no muere nunca. Es así como funcionan las cosas, hazme caso.

Entretanto Capponi está ya dentro calentando la nueva cafetera, mientras Bortolotti se lanza sobre el televisor y lo enchufa, porque le ha entrado ya la manía, y muchos de nosotros no están en absoluto de acuerdo, pues ponerlo es una cosa que debería decidirse entre todos, y solo si hay algo interesante, no así porque sí. Pero ¿qué quieres?, es el gusto por la novedad, y dice Bortolotti que no tiene ningún sentido tener una cosa y no usarla. En efecto, desde que tenemos el futbolín, él ha dejado casi de jugar al billar, y pierde la cabeza por esas figurillas. La cafetera, la televisión, el futbolín, la estufa de gas y las luces nuevas. Todo comprado con dinero de Pierre.

—Brando, pero ¿estás seguro de que ganó en el casino todo ese dineral?

Brando no responde, en parte porque ha de frenar el trío de ataque de Bortolotti, pero sobre todo porque en los últimos tiempos anda de capa caída, el pobre. Pierre se ha ido, Palillo se ha casado, ha encontrado un verdadero puesto de enfermero en Piacenza y ha ido a establecerse allí, Gigi se ha echado una novia loca por el mambo y se le han pasado las ganas de bailar la filuzzi con el barbero.

Capponi se acerca a la pared, allí donde está el cuadrito con su medalla, y clava debajo de este dos fotos, perfectamente alineadas, con unas chinchetas.

Una es del comandante Bob, en uniforme, con el pelo echado hacia atrás, media cara iluminada y la otra media en sombra. Parece un poco un santito, pero es mejor no hacerlo notar. La otra se ve peor, son dos tipos, ¿no es Pierre ese? ¡Oye! Y entonces el otro debe de ser Vittorio. Se abrazan y sonríen, y encima, con rotulador, hay escrito: Recuerdos desde el Nuevo Mundo a todos los amigos del bar Aurora.

—¿Adónde han ido, Capponi? ¿A Venezuela?

Luego, por lo bajo, agrega:

—De todas formas, Melega dice que Pierre no solo tenía prisa por irse a causa de su padre. Parece que tuvo que ver en ello también la mujer de Montroni, que en efecto se fue más o menos por las mismas fechas.

—¿También a Venezuela?

—Vete tú a saber.

—¡Para mí que no son más que patrañas, figúrate tú si la señora Montroni iba a ponerle los cuernos al marido con un camarero!

—Ni que quisiera al camarero para casarse.

—Ay, las mujeres, las mujeres… —dice Stefanelli desde la otra sala.

Del televisor, justo al lado mismo de las dos fotos, llega la voz del presentador, que entrevista a algunos personajes de paso por Roma.

—Pero ¿por qué no apagáis ese chisme?

La petición de Garibaldi es la única señal de atención por el aparato desde que Bortolotti lo ha puesto. Y apostaría a que será así hasta el momento del cierre, porque aquí en el bar Aurora, del gran actor llegado justo hoy a Roma, o de tal político, nos interesa en verdad poco, y si no fuera por el fútbol y el ciclismo, la televisión ni siquiera la hubiéramos comprado. Nosotros tenemos a Botón, con sus bombas atómicas, y a la Gaggia, que se conoce al dedillo el caso Montesi. Hemos de pensar en el apodo de Walterún y comprender si Garibaldi guiña el ojo porque quiere una determinada carta o si, por el contrario, es que le ha molestado el humo. De las dudas sobre la política nos saca Benfenati y de la quiniela, como el Carrarese-Parma, ya se encargan Melega y Bortolotti. Todo lo demás es opinión: la mujer de Montroni, el dinero de Pierre, el año más frío. Y Gas, quién sabe dónde se ha metido, pues nos debe aún el dinero del viejo televisor.

Por eso, en el bar Aurora, ese presentador no tendrá nunca un gran éxito. Y si fuera por nosotros, lo mandaríamos a América de una patada en el culo.

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