54

54


SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 19 Entre Roma y Frosinone, 31 de mayo

Página 85 de 133

CAPÍTULO 19
Entre Roma y Frosinone, 31 de mayo

Demasiados condenados errores. Steve «de los Cojones» Zollo.

Ya sabes cómo acaban las cosas cuando se empieza con gilipolleces. Nada de funeral.

Paso a nivel. Colleferro, km 10. Otro pueblo de cafres y cabreros como el que acabamos de cruzar. Frosinone, un lugarejo en el océano. Otro giro de ruleta. Cero.

Dos semanas siguiendo la pista del desgraciado que puso las manos sobre el televisor. Los marselleses, Siragusa hijo de puta, Sicilia. Don Luciano, aprensivo e insoportable en determinados momentos. Otro fuego debajo de mi culo ya quemado.

La última pista: Antonio Cammarota, comerciante en vinos al por mayor. Frosinone. Debía de ser él el comprador, y lo es, pero el televisor sigue sin aparecer. No estaba en su casa. No había nadie, ni siquiera el televisor. En la bodega las noticias de mierda me las dio el socio de Cammarota, uno que se llama Paride. Antonio está fuera haciendo unas entregas y no volverá antes de la noche. Es cierto que ha comprado un televisor importante, de segunda mano. Tenía que vendérselo a un tipo que está en Roma, fuera de Roma, en resumen, cerca de Roma, no se acordaba muy bien.

El televisor en realidad no llegó a Frosinone, porque Antonio conoce a los tipos que lo transportaban en camión, y eran ellos quienes se lo llevaban a Roma.

Los camioneros se llamaban, tal vez, Ernesto, o Ettore, no lo recordaba, y el otro Palmiro, pero Antonio tenía más confianza.

Cero. Colleferro, km 10. El paso a nivel de los cojones.

—De todas formas estoy seguro de que lo encontraremos, Stiv. Un aparato tan grande no puede desaparecer.

—¡Tú a callar! Estate calladito, ¿entendido? ¿Quieres hacer todo el viaje así? ¡Estoy pensando!

No puede ser cierto.

Estoy yendo a Francia, a la Costa Azul.

A encontrarme con los marselleses, por la organización, por don Luciano. Don Luciano me cree bastantes más horas por delante. Tiembla, don Luciano.

A encontrarse con Toni el Lionés. Por cuenta de Steve «de los Cojones» Zollo y de su nuevo socio, Cabezademierda, el rey de Agnano. Me tocará comprarle ropa. No podía dejar que se fuera por ahí. Lo tengo pegado a mis cojones.

El último giro de ruleta te está jodiendo el retiro, Steve. Disculpa, Toni, he perdido doce kilos de heroína pura dentro de un televisor, pero lo encontraré, estate seguro. Me ayuda Cabezademierda, el rey de Agnano.

No.

Tengo la muestra. Tres kilos ya mismo. El resto dentro de un mes, Toni. El resto cuando quieras, oui, avec plaisir. El resto a hacer puñetas, Toni, I’m sorry. Tú trae el dinero, la mercancía está lista. Dentro de un mes, oui. El retiro. La mercancía está lista. Nada de funeral. Al infierno, Toni.

Desde que estaba con los italianos, McGuffin no conocía el descanso.

Era zarandeado a derecha e izquierda por pueblerinos, la emprendían con él a golpes y blasfemias, estaba expuesto a que le tiraran objetos, obligado a reflejar disputas y vergüenzas, convertido en tránsfuga, dañado, violentado con un destornillador, abandonado durante horas en la humedad de una bodega, luego en la ardiente oscuridad de un camión entoldado, dando tumbos en una vorágine de asfalto, grava, tierra quemada, adoquinado y lastras de calles antiguas, arriba y abajo, continuamente, hasta el punto de hacer echar de menos el primer viaje, la bici con tablero de aquel joven, el hule hirviente y la peste a establo y a cuero.

Ahora de nuevo en marcha, por lo menos una hora. Se iba sin duda fuera de Roma.

¡Destino cruel! Habituado a alegrar al público con imágenes tranquilizadoras, verse testigo mudo de sordideces y violencias. Sin nada que replicar. Vacío delante del vacío.

La inútil pantalla de diecisiete pulgadas parecía reflejar aún las últimas escenas, consumadas sin pudor delante de su ojo desorbitado.

El hombre había perdido la paciencia. Pero enseguida. Antes de lo previsto. Antes de intentarlo. Lo primero de todo. Tras entrar en casa, había señalado a McGuffin y había estallado:

—¿Qué coño es eso?

La mujer no había podido responder, acallada al punto por la segunda pregunta:

—¿Quién carajo lo ha traído?

¡Suerte infame! Acostumbrado a acogidas más calurosas, niños que lo festejaban con manitas extendidas, mujeres excitadas, visita de parientes para rendir homenaje al recién llegado, ¿qué le tocaba ahora? Desprecio, hierros amenazando partes íntimas, puñetazos, hasta un escupitajo.

—Es un regalo de Carmine —había sentenciado la mujer.

El hombre se había puesto de un gris rabioso.

—¿Un televisor? ¡Pero si ni siquiera tenemos agua corriente y ese nos regala un televisor! ¡Bravo!

¡Este, además! ¿Y qué hay de malo, disculpe? ¿Es que uno que no tiene agua corriente debe pensar por ello siempre en sus desgracias? Mejor distraerse que roerse los hígados. ¿Y qué mejor para distraerse que un bonito televisor McGuffin Electric Deluxe, que con su pantalla de luminosidad natural ni siquiera cansa la vista?

El coche se detuvo con una sacudida. Las vibraciones del motor sacudían a McGuffin como un ataque de delírium trémens.

—Quiere que me roa los hígados, como siempre, para hacerme sentir un pobre imbécil, ¿eh? Me cago en sus muertos, que nos hubiera dado dos liras para el alquiler de este tugurio en vez de tirar el dinero en chorradas.

Ciertamente la discusión no había empezado con buen pie. Sin embargo, aún cabía encontrar un margen para razonar. Vieja sabiduría popular, muy pedestre, tipo a caballo regalado… Pero debían de existir viejos rencores entre ellos dos. En las visitas relámpago anteriores debía de haber pasado seguramente alguna cosa, un breve resumen no habría venido mal. El timing de la pelotera estaba, en cualquier caso, fuera de lugar.

El rechinar de un tren ahogó cualquier otro ruido. El coche volvió a partir con una sacudida.

—¿Me cago en los muertos de quién? Repítelo, ¿de quién?

—¡No me provoques, Giulia! Ahora devolvemos este trasto y se acabó.

—¿En los muertos de quién? Vamos, dilo, ¿de quién? —Una joven orgullosa, ni que decir tiene. Un poco falta de razones, pero orgullosa.

—Mira, Giulia, que acabará mal la cosa, te lo advierto. No me lo hagas repetir. Dile a tu hermano que venga a recogerlo, si no me voy yo a Porta Portese y lo revendo.

La manzana lo acertó en un ojo junto con los insultos.

—¡Los muertos de Carmine son también los míos!

McGuffin las había pasado canutas. Entre los dos litigantes, pero muy lejos del proverbial disfrute. Por otra parte, en los asuntos entre marido y mujer es mejor no meterse, y menos si eres un televisor. Él le había brincado por encima mientras ella se lanzaba hacia la puerta.

Demasiado tarde.

Lo que siguió, ningún canal de televisión americano soñaría con retransmitirlo por entero. Baste decir que al final cuatro manos cogieron a McGuffin, levantándolo de un cementerio de cacharros de loza y de platos rotos que habían silbado a su alrededor como granadas.

Él tenía un ojo morado, ella mucho más que un ojo.

¡Ironías del destino! Lo devolvieron sin saber siquiera que no funcionaba.

Ir a la siguiente página

Report Page