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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 34 Lago de San Giovanni Incarico, 18 de junio

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CAPÍTULO 34
Lago de San Giovanni Incarico, 18 de junio

Duerme.

Dice que está muy cansada, que ha trabajado hasta tarde.

Maldita sea, pero ¿por qué tiene que armar un lío?

La vas a recoger en la puerta de casa con un fuera de serie que parece una lancha. El coche de Stiv, ese gran hombre, prestado expresamente para la ocasión. Es decir, la verdad que no para Lisetta, mejor dicho, si llega a enterarse de que me he hecho acompañar, es muy capaz de pegarme un tiro. Tengo aún en el bolsillo la nota que me dio junto con las llaves, pobre Stiv, así estoy seguro de que no me olvido de las cosas.

Salvatore, nada de gilipolleces. Estas son las llaves de mi coche. Está en el patio de casa, en corso Vittorio Emanuele. Cógelo. Ve a Frosinone, directo, ve a Cammarota, preguntas por el televisor y te vuelves, enseguida. Ve solo. No hables de ello con nadie. Mudo. Yo salgo dentro de unos días. Si haces un rasguño al coche, puedes olvidarte de lo que ganaste en el casino. Nada de gilipolleces, ¿okey?

Lisetta cuando duerme es una ricura. Madre mía, mejor tener la cabeza ocupada, pues no quiero causarle ningún daño a Lisetta, de verdad.

De todas formas, el coche no le ha causado casi efecto, solo los primeros cinco minutos.

—¡Salva! ¿Y adónde vamos con este bonito coche?

—A dar una vuelta, ya te lo he dicho.

—¿A dar una vuelta? ¿Vestido así?

Nada. Ni la chaqueta de lino le ha hecho efecto, maldita sea. De haber sido el traje que llevaba en el casino, que notó que llevaba incluso la diosa de piel de oro, entonces la cosa estaba hecha, no me habría dado tiempo ni de abrir la boca. Pero ese traje, Stiv lo había solo alquilado, no se le puede reprochar, quién sabe cuánto costaba, y a cambio me compró este traje de lujo, que puede decirse incluso que me he comprado yo, con ese famoso fondo. Pues ni así: Lisetta ha soltado un par de carcajadas porque, acicalado de este modo, la llevaba a Frosinone.

—¿Y qué vamos a hacer a Frosinone? ¿Qué hay bonito allí?

—No sé. Ahora veremos.

—Perdona, Salva, pero ¿por qué no nos paramos al lado del mar? ¡Hace un calor!

—Lisetta, tengo cosas que despachar en Frosinone, ¿de acuerdo? Luego vamos a donde a ti te parezca.

El coche tira como un tren, lo has dejado como una patena y tú te has vestido como si fueras a hacer la primera comunión. Pero ella, Lisetta, piensa en el calor. Piensa en el mar. Cree que Frosinone está demasiado lejos.

Entonces empiezas a contarle esos días increíbles con Stiv, un gran hombre, solo de estar a su lado te han pasado más cosas que en toda una vida. Dinero a punta de pala, no sabrías decir ni cuánto, un juego extraño, el ferrocarril, donde hay que sumar siempre nueve, y ese chino que perdía y perdía sin pestañear, y que los chinos fueran tan ricos nunca lo habías oído, como mínimo debía de ser el rey de Siam.

—¿Has ganado un montón de dinero y no me has traído siquiera un regalo?

—¿Cómo? Pues no, Lisetta, ¿qué dices?, ocurre que ese dinero, mira, por ahora no puedo gastarlo. Es mío, eso seguro, pero se lo quedó mi amigo Stiv, para tenerlo guardado, porque ya sabes lo que pasa, corre la noticia, Salvatore Pagano tiene un pastón, y enseguida a algún cabrón le entran ganas de venir a robarte, o peor aún, de cortarle el pescuezo a ese Pagano, o quizá de raptarle a algún ser querido, ¿comprendes?, ya sabes cómo son estas cosas, yo además soy huérfano, no tengo a nadie, pero pon que nos hubieran visto juntos en alguna ocasión, que alguien pensara que eres mi novia, la idea de que pudieran hacerte algún daño…

Llegas a Formia, tomas por la carretera del interior, te quitas la chaqueta, la cortaba, te desabotonas la camisa, que solo sirve para darte calor. Lisetta está enfurruñada, acabáis de dejar la costa y ya tenéis el mar a vuestras espaldas. Te juegas la última carta, el cine, la escena de la lucha entre las flores, con ese famoso actor americano, una película importante, que se pasará por toda Italia, por todo el mundo, y entonces quién sabe cuántos otros directores verán a ese muchacho robusto, ese salto de atleta, esos golpes tan reales. Así empiezan los grandes actores, estas son las ocasiones que te abren las puertas de Cinecittà, sí señor, Salvatore Pagano, el de la lucha entre las flores, yo precisamente, una escena que hará época, inolvidable, histórica.

Esta vez te mira de modo distinto. Se diría que la has impresionado.

—¿Y qué título tiene esa famosa película?

—Ah, Lisetta, ya sabes que para los nombres no tengo memoria, y por si fuera poco era un nombre americano, complicado, y aquí en Italia seguro que le ponen otro título, de todos modos pedí que me lo escribieran en una hojita, el título y el nombre del actor principal. El más grande de todos, uno que antes de nombrarlo hay que lavarse la boca con jabón, y estaba allí, justo a mi lado, ¿comprendes? Y el director, no te lo creerás, Winston Churchill, nada menos…

—¿Churchill? Salva, pero qué… ¡Sí, y yo aquí escuchándote, vamos, hombre!

Lisetta había vuelto a poner morros. Maldita sea, quizá te habías equivocado en todo. Quizá deberías haber ido a Frosinone solo y luego pasar a buscarla y llevarla al mar, entonces sí que habría funcionado la cosa, aunque el coche, bonito, reluciente, de lujo, no fuera precisamente tuyo, las ropas no fueran las más adecuadas para una excursión, el dinero del casino lo tuviera Stiv y no te acordaras del título de la película que no iba a estrenarse hasta el año siguiente. Qué se le va a hacer.

Sí, sin duda eso habrá sido mejor.

Al llegar a Frosinone Lisetta se emperró en que no quería quedarse en el coche, ni media horita siquiera, y que en aquel pueblo de palurdos no había nada que hacer y que si no la llevabas contigo es que eres un palurdo tú también.

Por suerte, encontraste a Cammarota enseguida y sin andarse con demasiadas historias te contó todo lo del televisor: que se lo había enchufado a un boloñés, un tal Ettore, el mismo que lo había llevado a Roma, uno que tenía un camión y se dedicaba a los transportes de mercancías entre Nápoles y el norte. Sí, podía ser el 2 o el 3 de junio. Que se lo quedaba con mucho gusto, había dicho él, porque sabía a quién colocárselo, en Bolonia, tal vez, o en Milán.

Bravo, Cammarota. Bravo, Kociss. Ettore el Boloñés. Stiv se pondrá contento.

—¿Qué historia es esa del televisor?

—¿Cómo dices? ¿El televisor? Bah, sé lo mismo que tú, es algo del interés de mi amigo Stiv, que ahora está muy ocupado, por eso me ha pedido el favor de que me encargue yo, porque sabe que de mí puede fiarse.

—¿Y encuentras normal que alguien mande a un amigo hasta Frosinone para preguntar por un televisor?

—¿Y qué sé yo? Él me ha pedido un favor y yo se lo hago, no voy a preguntarle por qué sí o por qué no, ¿qué favor sería?

—¡Salva, eres un memo!

Una vez pasado Cerpano, un kilómetro antes de San Giovanni Incarico, ves ese lago, los árboles, la sombra. Pones el intermitente, tomas por la explanada, llegas a la costa. Son casi las siete, hace menos calor, se prepara una puesta de sol espectacular entre agua y nubes.

Apagas el motor del coche. Lisetta bosteza. Te quitas los zapatos y pones los pies en remojo. Lisetta bosteza. Te mojas la frente, repasas el nombre de ese tipo del camión, Ettore el Boloñés, no debes olvidarlo. Lisetta bosteza. Está cansada. Ha trabajado hasta tarde. Se adormece.

Duerme.

Se está perdiendo una puesta de sol espectacular. Se vuelve sobre un costado, se le descubren las piernas, un terremoto de carne. No lleva sujetador. Como para volverse loco.

Serías incapaz de hacerle una a Lisetta. Pero un beso, como de refilón, justo para calmarte los ardores, para no hacer cosas peores. Un beso pequeño, nada importante. Lisetta, me vuelves loco.

Ya está. Un beso.

—Salvatore, pero ¿qué haces?

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