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Ciudad de México, algún tiempo después

—¿De veras no conocéis la historia de la verga de Rasputín? Bueno, si no habéis estado nunca en Moscú es fácil que no la conozcáis, compadres. Habéis de saber que cuando los conjurados fueron a apresarle, en plena noche, a su casa, Rasputín, que era un tipo imponente, alto y fuerte, consiguió escapar arrojándose al río por una ventana. Pero era invierno y el agua estaba helada, por lo que el muy imbécil murió congelado a las pocas brazadas. El cadáver fue recuperado y llevado a la orilla, rígido como un palo. Todos se quedaron asombrados de que su verga estuviera todavía dura. La criada, que le había servido durante muchos años y que había sido también su amante, tenía una verdadera veneración por su pájaro. Ya sabéis cómo son los campesinos rusos de supersticiosos y de crédulos. Y quiso salvar el símbolo de su vigor viril y de su potencia. Por lo que le cortó la verga. Y por lo visto era enorme, ¡más de treinta centímetros! Y se la llevó. A partir de aquel momento no se sabe lo que pasó, qué le sucedió al miembro. Existen leyendas, sí, extrañas historias, sobre la reliquia, pero parece que pasó de mano en mano, que fue vendida a peso de oro, que los Blancos la buscaron por todas partes, para hacer de ella un estandarte de la contrarrevolución. Y también la buscaron los bolcheviques, para quemarla y esparcir sus cenizas al viento. Moraleja, hoy sabemos dónde está la verga de Rasputín. En el Museo de Historia Natural de Moscú. Si miráis en la vitrina de la foca fraile disecada, debajo veréis las crías de la foca, con su característico casco. Solo que una no es una cría.

León Mantovani miró a las dos personas sentadas al otro extremo de la mesa. Tenían un aire perplejo. Pero estaba acostumbrado, sus historias producían a menudo aquel efecto. Se habían presentado allí preguntando por él. Se habían enterado de que el bar estaba en venta y tenían intención de comprarlo. Dos italianos. Un muchacho y un tipo que podía tener más o menos su edad. Padre e hijo.

Se había presentado:

—Mucho gusto, Leonardo Mantovani. Pero aquí todos me conocen como León, desde que llegué en el treinta y nueve después de la derrota de España.

Les había mirado atentamente. A ojo de buen cubero debían de tener una historia interesante que contar. ¿Cuántos había conocido en su vida? México era el refugium peccatorum, la tierra nueva y antigua donde perseguidos y parias llegaban en busca de fortuna. El país de la primera revolución del siglo, la de Pancho Villa y de Zapata, esa que no se comprendía si había ganado o había perdido por el camino, entre la capital más grande del mundo y la sierra.

El de más edad de los dos había hablado de otra revolución. Yugoslavia, los Balcanes. Otro planeta. El joven había hablado de una revolución fracasada. En su país, en Italia.

León había contado lo de la verga de Rasputín.

—¿Sabéis?, en una ocasión Stalin me dijo que no se debe decir nunca más de lo estrictamente necesario. O mejor, como dicen en los tribunales norteamericanos, todo lo que digas puede ser utilizado en tu contra. Pero en este lugar existe una regla no escrita: todos aquellos que pasan por aquí tienen una historia que contar. A veces es cierta, otras veces pura fantasía. No existe mucha diferencia, si es una buena historia. Como es sabido que en lo que se refiere a historias yo soy el mejor, alguien de vez en cuando trata de desafiarme. ¡Pero nadie ha conseguido ganarme aún!

—¿Conoces a Cary Grant, el actor americano? —preguntó el joven.

El padre le tocó un hombro, «déjalo estar».

—¿De verdad conociste a Stalin?

—Ángel, esta cerveza está caliente. La primera vez que lo vi fue en el veintidós, cuando el Partido me mandó en una misión a Moscú, con una maleta medio vacía y una carta de Gramsci en el bolsillo. Desde entonces no he vuelto nunca más a Italia. Por otra parte, he coleccionado condenas en medio mundo. En Moscú conocí a Lenin, luego a Trotsky y a Stalin, a Bujarin y a Molotov: un frío, compadres, no podéis imaginaros el frío que hace en Moscú en invierno. Yo ese frío no me lo he vuelto a quitar de encima, no había leña para las estufas, no había gasóleo, nada de nada. ¡La revolución más fría que recuerdo! Y no te podías quejar, porque te calentaba el fuego revolucionario. ¡Spasibo y marchando!

—¿Cuánto tiempo te quedaste en Rusia? —preguntó el muchacho.

—Bastantes años. Hacía de correo con París. Ir y venir. Llevaba las órdenes de Togliatti a los camaradas exiliados en Francia. Era peligroso, sobre todo después del treinta y tres, cuando tenías que atravesar Polonia y Checoslovaquia, para llegar a Suiza. Espías nazis por todas partes, y en París los infiltrados de la OVRA, ¡hijos de la gran puta!, que querían cargársete. Pero yo siempre les di por saco, porque me disfrazaba, sí, siempre un traje distinto, una vez hasta me puse una barba postiza. A uno de la OVRA le dejé tieso en los lavabos de la Gare du Nord. Le disparé en la frente. Y como me había puesto hecho un asco de sangre, salí de la estación desnudo. Cogí una pulmonía, pero ¡a aquel lo mandé al cementerio!

Carcajadas y tragos de cerveza.

Desde la sala contigua, donde los viejos jugaban al dominó, se dejaba oír el acento exótico del abogado. Un chorro de palabras altisonantes que a los dos italianos les debían de sonar a chino.

Una seña distraída con la mano en esa dirección: Escuchad el final de la historia, cabrones.

—Luego me trasladaron definitivamente a París, para organizar las Brigadas Internacionales. Junto con Longo, sí. Cuando llegué a España, para defender la República, había allí un follón de mil demonios. Se trabajaba día y noche, venga reuniones, venga consultar mapas, aceitar los fusiles, organizar las brigadas. ¡Y qué lío de lenguas! ¡Joder!, los ingleses entendían una cosa, los rusos otra, los húngaros entendían A, los yugoslavos B, luego los americanos, los alemanes, nosotros los italianos, los irlandeses, ¡unos locos, loquísimos!, puta vida, ¡por fuerza habíamos de perder la guerra! ¡Nadie entendía a nadie!

Desde la otra estancia, el flujo inagotable de palabras, lento, cadencioso, subrayaba el razonamiento del abogado. Ah, pero cuando se tienen todas estas ideas en la cabeza…

Padre e hijo estiraron el cuello para atisbar más allá de la esquina y ver de quién era esa voz.

Volver a captar enseguida su atención:

—Luego, tras la derrota, México nos acogió. Nadie nos quería. ¡Les habíamos erigido incluso un monumento a los hermanos mexicanos! De no haber sido por ellos… Ah, pero de volver a Rusia nada, a congelarse de nuevo el culo, no señor. Además las cosas habían cambiado demasiado. Todos aquellos a quienes había conocido en los años veinte habían sido expulsados. Por traidores, dijo Stalin. Joder, haces la revolución y te fusilan por enemigo del pueblo. No, gracias, mejor México. Me pidieron también que les ayudara a matar a Trotsky. Les dije que no, hacedlo sin mí, el camarada Mantovani se retira de la liza. Y así a Trotsky lo mataron con un pico y yo abrí este bar. Luego una noche también intentaron acabar conmigo. Me esperaban en la puerta de casa. Eran tres. Enterrarles en el campo fue un trabajazo.

Fin.

El mitin en la sala de al lado en cambio no parecía ir a terminar. León pensó: Estamos como siempre, toca cerrar tarde también esta noche.

Más valía tomárselo con calma. Piernas estiradas en la silla.

—Ahora quiero jubilarme. La ciudad no es ya para mí. Quiero retirarme al mar, donde hace calor, para no hacer nada en todo el día. Por eso vendo el local. Y si de veras estáis interesados, os aconsejo que aprovechéis la oportunidad, porque el precio es bueno.

Los dos que le escuchaban emergieron del relato parpadeando.

Fue el padre quien tomó la palabra:

—Sí, el precio es bueno. Pero también necesitamos consejos.

En ese momento el río de palabras procedente de la otra habitación se hizo más intenso, casi retumbante.

El muchacho no pudo resistirse:

—Pero ¿quién está hablando allí?

—El abogado. Una gran cabeza, uno con dos cojones así de grandes. Otro exiliado, como todos nosotros.

—¡Vaya con la arenga! —comentó el muchacho—. ¡Hace dos horas que no para!

—Asaltó un cuartel del ejército en su país. Cerebro fino y unas pelotas de hierro, ¿entiendes?, solo que cuando se pone a hablar… —Un encogimiento de hombros—. Aquí están los prófugos políticos de medio mundo. Si os quedáis, las oiréis buenas. Toma al abogado, por ejemplo: busca gente competente para adiestrar guerrilleros. ¡Quiere derrocar a un dictador y liberar a su isla! De vez en cuando le digo que está loco. Como Don Quijote, sí. Además, pienso que me he pasado toda la vida con locos y no me arrepiento de ello.

Una extraña luz brilló en los ojos del más viejo de los oyentes:

—¿Adiestrar guerrilleros?

Explicárselo:

—Esto es América Latina, compadre. No debes asombrarte nunca de nada. Piensa en la cosa más absurda que se te ocurra y aquí es normal.

En ese instante la figura alta y corpulenta del abogado se acercó a la barra. De vez en cuando también a él se le secaba la garganta.

Abogado, ¿qué tal? Deje que le presente a mis amigos. [60]

Llevaba un traje negro, elegante, el cabello corto ondulado, echado hacia atrás con brillantina y la cara juvenil, un poco mofletuda, en la que apuntaban los finos bigotes. No aparentaba más de treinta años.

León Mantovani señaló a sus huéspedes:

Le presento a dos camaradas italianos. Piense que el padre luchó junto al comandante Tito contra la dominación nazifascista. Estuvo en el monte con la guerrilla.

El hombre chocó la mano al viejo partisano.

Muy honrado… abogado Castro Ruz.

Luego hizo lo mismo con el muchacho, y fue como si le transmitiera una extraña sensación.

La de que la vida, como la historia, no dejaría de reservar sorpresas.

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