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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 1 Nápoles, hipódromo de Agnano, domingo 3 de enero de 1954

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CAPÍTULO 1
Nápoles, hipódromo de Agnano, domingo 3 de enero de 1954

Magione fue el primero en salir a la pista de calentamiento, acompañado por el mozo que lucía los colores azul y oro de la cuadra. Comenzó a dar vueltas, meneando el cuello, como si quisiera sacudirse la tensión. Un purasangre leonado de cuatro años, morro fino y alargado. En el 53 había tenido una buena temporada, muchas clasificaciones y dos victorias. Detrás de él, los mozos fueron sacando a los otros animales, soberbios, de un metro ochenta de alzada, cuyo aliento se perdía en el aire cortante de primeras horas de la tarde. Giuseppe Marano acarició el cuello de su Ninfa, la favorita absoluta, aunque sabía que él era el más nervioso de los dos. Lanzó una mirada interrogativa a los espectadores, luego completó la vuelta comprobando por enésima vez que todo estuviera en su punto. La yegua bufó a pocos pasos de Lario: los machos no eran de su agrado. Luego aparecieron Verdi, Augusta y Redipuglia, ejemplares muy hermosos también, aunque capaces como mucho de lograr un buen puesto, si bien Augusta, en un terreno difícil, podía portarse bien. Hasta el día anterior, antes de despejarse el cielo de aquel domingo invernal, en Nápoles había llovido y la pista estaba aún blanda. Monte Allegro, el más nervioso del grupo, llegó resoplando y tirando de las bridas, sin hacer caso de la voz de su entrenador, que pareció susurrarle algo para calmarlo. Nada nuevo: Monte Allegro era una de esas bestias difíciles de controlar, que devoran los primeros mil metros y se vienen abajo al final.

En las gradas, Salvatore Lucania encendió un pitillo y observó que el viento se llevaba la primera bocanada de humo. Se había tenido que quitar los guantes y ahora casi se arrepentía: hacía un frío que pelaba. Se volvió hacia el cavalier De Dominicis y dijo:

—Pero ¿no era esta la ciudad del sol? ¡Joder, hace un frío que parece que estemos en Nueva York!

El cavaliere rió, imitado al punto por el corrillo de gente que los rodeaba. Lucania se arrebujó en el abrigo de piel de camello y siguió fumando.

Dos periodistas se le acercaron cuaderno en mano.

—Señor Lucania, dicen que Eduardo está interesado en la película sobre su vida. ¿Lo ha visto usted?

—¿A De Filippo? No. Una excelente persona, un gran artista, pero no dejarán que haga esa película, os lo digo yo.

—¿A quién elegiría para interpretar su personaje?

Lucania se ajustó las gafas.

—A Cary Grant, of course. De los italianos me gusta Amedeo Nazzari.

Una mirada directa y fulminante convenció a los de la prensa de no insistir en el tema. El responsable de esa mirada era Stefano Zollo, cuello de toro ceñido por la fina corbata, flanqueado por Victor Trimane, los encargados de evitar que el ir y venir de personas molestase al jefe.

—Los caballos entran en la pista —anunciaron por los altavoces.

Los jockeys, ya montados para el calentamiento previo, pasearon de aquí para allá a los caballos para probar la pista. Ninfa parecía una princesa blanca en medio de moros. Marano se aseguró la fusta en la mano y se caló la gorra sobre la frente. Lario olió a hembra y sacudió la cabeza. Luego pasaron Verdi y Magione, seguidos por Augusta y Redipuglia. Por último, Monte Allegro: el tordo mantenía la cabeza alta, enseñaba los dientes, y a Cabras, el jockey sardo, le costaba tenerlo tranquilo, le hablaba sin parar y lo acariciaba, aunque sin gran éxito.

Saverio Spagnuolo esperó a que el chaval volviera con las cotizaciones de los marcadores. Le vio venir corriendo y acercársele con un bisbiseo:

—Save, Ninfa anda por la mitad.

Spagnuolo asintió y se volvió hacia el tipo que se le había acercado:

—Compadre, Ninfa es la favorita de todos, te la puedo dar al setenta por ciento, no más. Pero están también los otros caballos si los quieres, y ahí las cotizaciones son altas.

El otro le chocó la mano pasándole los billetes enrollados:

—Me quieres engañar como a un chino. El setenta por ciento está bien. Ninfa ganadora.

—Para servir. Que lo pase bien.

El corredor de apuestas clandestino miró de nuevo los caballos que se calentaban en la pista y recordó las órdenes: mantener bajas las cotizaciones mientras se pudiera.

Garrapateó unos cuantos signos convencionales en el cuaderno y se lo guardó en el bolsillo. Luego mandó de nuevo al chaval a ver los marcadores.

—Apuesto veinte mil por Ninfa a cuatro quintas partes.

—Setenta por ciento.

—¿Incluso con la pista lenta? —objetó el apostador para convencerle de que subiera el porcentaje.

—Setenta por ciento, todo un negocio. Si no le parece bien, la apuesta se la paga a la mitad.

Spagnuolo cogió el fajo de billetes y los contó rápidamente, garabateó de nuevo algo y arrancó una tira.

—Cinco mil por Ninfa.

El juez dio la señal de llevar los caballos a los boxes. Magione fue el primero en entrar, seguido por Augusta. Marano retuvo a Ninfa hasta que entró también Lario. Monte Allegro seguía caracoleando aparte y daba problemas al jockey. El nerviosismo contagió también a Verdi y a Redipuglia, que comenzaron a bufar y a tirar de las bridas.

Gennaro Iovene cerró el maletín de veterinario y se dirigió hacia la salida de las caballerizas. La luz intensa le deslumbró apenas se encontró fuera. Vaciló un instante y luego tomó por el camino de la derecha, hacia las pistas, viendo entrar a lo lejos los caballos en los boxes. El hombre con el abrigo negro y las manos en los bolsillos daba la espalda al circuito. Iovene se limitó a hacer un gesto con la cabeza, y cuando aquel encendió un pitillo supo que la señal había sido recibida.

Prosiguió sin volverse, oyendo crecer el clamor del público.

—Los caballos están en la línea de salida. Un minuto para el cierre de las apuestas en el totalizador —se oyó resonar por los altavoces.

Marano sofrenó a Ninfa. La yegua sacó el morro por encima de la portezuela. Los otros caballos estaban ya todos dentro, excepto Monte Allegro, que seguía resistiéndose. Con unos poderosos golpes en los ijares, y la ayuda de un par de mozos, Cabras consiguió hacerlo entrar.

Casación se agitaba casi tanto como el caballo que había entrado el último. No paraba de sorberse las narices nerviosamente.

A su lado, tampoco Kociss se sentía tranquilo, con todo aquel dinero en los bolsillos. En sus veinte años de vida jamás había visto tanto dinero junto. Hicieron una seña a los dos que los esperaban delante de los tableros de las apuestas y les pasaron el dinero con un movimiento instantáneo. Los cuatro, avanzando a un tiempo, se colaron entre la gente que se agolpaba ante los mostradores de las apuestas oficiales. Kociss alargó el fajo de billetes:

—¡Cien mil a Monte Allegro!

El del mostrador alargó el cuello:

—¿Qué?

Más fuerte:

—¡Cien mil a Monte Allegro!

La misma escena se repitió en los otros tres mostradores. Los encargados de registrar las apuestas se volvieron a la vez y anotaron la nueva cotización en las pizarras. De siete a dos y medio. La cosa había funcionado.

Kociss se precipitó hacia el totalizador, dentro del edificio techado, y dando empujones a algunos apostadores llegó a la taquilla de las apuestas en el último momento:

—Cien mil al número seis, Monte Allegro.

La cajera extendió el recibo sin pestañear. En el totalizador la cotización de Monte Allegro bajó de ciento ochenta liras a poco más de noventa.

Kociss sonrió a Casación.

—Vamos.

Las portezuelas de los boxes se abrieron con un único chasquido metálico y los animales salieron lanzados a la pista.

—¡Ahí van! —tronó el speaker.

Saverio Spagnuolo vio que le pasaban por delante como flechas.

Apretó los sobados billetes en los bolsillos y pidió por su difunta madre que todo saliera bien.

En la primera curva Magione ya llevaba dos caballos de ventaja. Marano le dejó ir delante y mantuvo a Ninfa siguiéndolo de cerca. Inmediatamente detrás Verdi, junto a Redipuglia, que iba delante de Lario y de Augusta, y Monte Allegro pegado a la valla.

Iovene se detuvo a unos metros de la verja. Se dijo que era curiosidad por ver la carrera, pero sabía perfectamente que era miedo. Miedo a que algo se torciera. A cada momento tenía la sensación de que el maletín se le resbalaba de la sudorosa mano o que alguien se lo podía arrebatar. La jeringuilla que llevaba dentro valía doscientas cincuenta mil liras. Tragó saliva.

A los mil metros Ninfa empezó a acelerar hasta situarse junto a Magione, que avanzaba en cabeza. Sin terreno para galopar Augusta y Lario comenzaron a perder metros. Cabras mantuvo a Monte Allegro por el interior de la pista, fue acortando la distancia que lo separaba de los primeros y adelantó a Verdi por dentro. Marano se volvió para comprobar la situación, y vio al caballo tordo ganar terreno hasta colocarse inmediatamente detrás de Magione. A cuatrocientos metros del poste de llegada, lo único que consiguió pensar fue: aún no.

Kociss y Casación estaban situados en la meta, conteniendo la respiración.

A doscientos metros de la llegada, Ninfa apresuró el paso y se desvió ligeramente a la izquierda, ya más de un caballo por delante de Magione. Cabras metió rápidamente el morro de Monte Allegro en el hueco que se había abierto. Marano comprendió que aquel era el momento, agitó los codos como para pedirle el máximo a su yegua, aunque de hecho contuvo su impulso, y vio cómo Monte Allegro lo adelantaba por el lado y metía el morro en la meta con una cabeza de ventaja.

Salvatore Lucania acogió el sprint final con una sonrisa contenida, mientras todo el mundo alrededor, y también abajo, al pie de las gradas, enloquecía de rabia e incredulidad. Monte Allegro primero, seguido de Ninfa, Magione y Redipuglia.

El cavalier De Dominicis aplaudió:

—Mi enhorabuena, don Salvatore, ha vuelto a ganar.

Lucania asintió con expresión beatífica:

—Ya ves, yo siempre he gustado. ¡Incluso a la suerte!

El corro de personas que los rodeaba rompió a la vez a aplaudir y a reír.

Stefano Zollo permaneció impasible y solo reaccionó cuando Lucania decidió que había llegado el momento de bajar.

Una vez retirada la montaña de dinero, Kociss y Casación fueron sintiéndose menos tensos y se desahogaron con una carcajada que durante varios segundos les impidió hablar. Cuando se reunieron con el grupo se pusieron serios. Zollo cogió los fajos de billetes e hizo señas de que desaparecieran, pero el jefe intervino:

—No, pero ¿por qué? ¡Son buenos guaglioni!, se dice así, ¿no?

¡Buenos muchachos! ¡Hagámosles un buen regalito, Steve, que se lo han ganado!

El guardaespaldas fue pasándoles unos billetes a los dos jóvenes sin dejar de mirar al jefe, hasta que este dejó de asentir.

Los dos recaderos se guardaron los billetes sin contarlos. Cinco mil liras. Por cabeza. Zollo dijo:

—Largaos.

Se fueron entusiasmados con el dinero y por el hecho de que el gran capo se hubiera dignado tenerlos en cuenta.

Mientras el cavaliere se despedía inclinándose repetidas veces, Zollo le pasó un sobre al hombre del abrigo negro al tiempo que le susurraba:

—Cada uno su parte.

En aquel instante la bofetada cruzó el aire. Zollo lo percibió con el rabillo del ojo, bufanda blanca y sombrero: un hombre joven, menos de treinta años, bien vestido, había levantado la mano contra el rostro del capo. No se trató de una bofetada fuerte, sino de un gesto de desafío, un insulto. Zollo se volvió para aferrarlo, para hacer polvo a aquel estúpido loco, pero don Salvatore Lucania, conocido en todo el mundo como Charles «Lucky» Luciano, lo fulminó con la mirada: quieto.

Se quedó inmóvil, los ojos clavados en la cara de aquel estúpido que jugaba con fuego. Grabó los rostros en su mente. Eran dos y, hasta que sus acompañantes los apartaron de un codazo, tuvieron incluso el valor de mirar a Luciano directamente a los ojos.

Lucky Luciano esbozó una sonrisa. La sonrisa que Zollo conocía bien, la misma con la que podía invitarte a tu funeral:

Don’t worry!, cosa de críos, ¡no tiene importancia! A perder solo se aprende con la vejez, amigos. ¡Está visto que a la suerte le gustan más los viejos retirados como yo!

Palabras que solo en parte disolvieron la tensión.

Zollo apretó los dientes, mientras ganaban la salida.

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