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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 3 Base aliada de Agnano, Nápoles, 6 de enero

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CAPÍTULO 3
Base aliada de Agnano, Nápoles, 6 de enero

Lo habían llevado allí poco antes de Navidad. Un regalo para la tropa, la pieza única del nuevo círculo recreativo. Luego Merry Christmas, Happy New Year, vueltas al hogar, vacaciones: los trabajos habían sido suspendidos y lo habían dejado allí, en compañía de dos sillones, una mesa, el viejo jukebox y la foto del presidente colgada en la pared.

¡Menuda situación! La inactividad era realmente desesperante. Las dudas y la hipocondría minaban la confianza en sí mismo. ¿Seré aún capaz de hacer bien mi trabajo? ¿Conseguirán hacerme funcionar también aquí, tan lejos de casa? ¿Volveré a hacer reír a la gente, a interesarla con las noticias, a emocionarla? McGuffin no tenía respuestas. Se consolaba pensando en las glorias pasadas y de vez en cuando, para alimentar la esperanza, se quedaba mirando la puerta en espera de que alguien se ocupara de él.

Acabado de montar el 18 de febrero de 1953 en las fábricas de la McGuffin Electric, cerca de Pittsburgh, Pensilvania, fue uno de los primeros modelos Deluxe sacados al mercado por la casa.

A finales de mes la familia Bainton lo había adquirido en una tienda de electrodomésticos de Baltimore. Desde el primer momento, McGuffin se había revelado un televisor fuera de lo común. El 5 de marzo, al cabo de ni siquiera un mes de vida, había hecho exaltarse al amo de casa con la sensacional noticia de la muerte de Iósiv Vissariónovich Dzhugashvili, más conocido como Stalin. Gracias a su pantalla de luminosidad natural, a nadie de la familia se le había cansado la vista siguiendo en directo el interminable juicio contra Ethel y Julius Rosenberg, acusados de espionaje a favor de la Unión Soviética y condenados a muerte. En el cinescopio rectangular de diecisiete pulgadas, también la abuela Margaret, una más que octogenaria medio ciega, había conseguido distinguir las pocas imágenes de la firma del armisticio en Pan Mun Jon, Corea.

Era el 27 de julio. Apenas un mes después, McGuffin había anunciado que Moscú poseía bombas termonucleares del tipo de las lanzadas en Hiroshima y Nagasaki. Había sido su último notición.

Desde entonces, ya nada. Lo habían apagado una noche de mediados de agosto para no volver a encenderlo nunca más.

Tras ser vendido por el simple hecho de que no encajaba con los muebles suizos del nuevo salón, pasar por varias manos, recalar en un barco junto con algunos inmigrantes italianos que volvían a casa por las vacaciones, y ser cambiado por una motocicleta «Paperino» en cosa de un par de días, llegó a la base militar la víspera de Navidad. De allí ya no se había movido. Ni siquiera se habían tomado la molestia de enchufarlo.

La tenue luz de una bicicleta se deslizó con un resplandor por la pantalla vacía de McGuffin. Un joven, sin duda no un militar, avanzaba lentamente bajo las farolas, mirando en torno con aire furtivo. No era una bici normal: sobre la cesta de la rueda delantera llevaba sujeto un gran tablero de madera.

La luz se debilitó hasta apagarse. Por la rendija de la puerta, McGuffin podía ver dos brazos y un manillar. Percibió en el aire una extraña electricidad. Sintió que algo se le movía por dentro, pese a no estar conectado. El muchacho. La bici. El tablero. Una vía de escape de aquel lugar oscuro, en el que todos parecían haberlo olvidado. Pero ¿qué hacer para llamar su atención? Por más que fuera un modelo Deluxe no lo habían concebido para encenderse solo. Además el enchufe estaba desconectado, imposible salir del letargo.

La rendija de la puerta fue ensanchándose entre chirridos y la cara del muchacho se asomó dentro.

«¡Llévame contigo! ¡Llévame!», habría querido gritar McGuffin.

Pero por lo visto al muchacho no había que animarlo.

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