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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 18 Bolonia, 11 de febrero

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CAPÍTULO 18
Bolonia, 11 de febrero

Hacia la hora del almuerzo el bar Aurora está siempre medio vacío. Somos pocos los que nos quedamos también a comer. Tal vez seríamos más si Capponi hiciera algo por ofrecer alguna cosa distinta al acostumbrado bocadillo de mortadela, no sé, tal vez un buen plato de pasta, pero él dice que para cocinar hace falta un permiso especial, y Benassi no quiere saber nada de sacárselo porque cuesta demasiado. Por lo demás, aun pudiendo, quien tiene familia prefiere irse a su casa, pues los tagliatelle de su mujer siempre serán mejores que los de Pierre. Así, a eso de la una, no quedan más que los solteros, los viudos sin hijos y los que como la Gaggia o Brando tienen la tienda a dos pasos de aquí y no les apetece volver a casa.

Pero pasa una hora, una hora y media como máximo, y el bar vuelve a animarse, como un gato después de dormir, algún bostezo y está listo para ponerse en movimiento. Primero llega Botón, con su hijo Massimo, en moto, algo tambaleante sobre el asiento trasero. Massimo fue uno de los participantes en la competición de los Diez mil kilómetros en Lambretta, en la que quedó tercero un estudiante de Bolonia que se fue hasta el desierto y luego hasta Cabo Norte. Él llegó a París, conoció a una chavala y se olvidó de la competición.

Cuando Botón está ya sentado cerca de la Gaggia y barajando las cartas del tarocchino, entran Walterún y Garibaldi, que viven en el mismo edificio y van aún en bicicleta. Luego poco a poco todos los demás, con su orden preciso, y el único que no sabes nunca cuándo puede aparecer es Melega, porque si tiene una noticia que dar, espera a que el bar esté lleno para causar más efecto, y si no, llega de los primeros después del trabajo.

—Bueno, ¿qué me dices? —dice enseguida Walterún—. Ahora que ha vuelto Scelba, no habrá muchos motivos para estar alegres.

Del otro lado de la mesa, la Gaggia hace una mueca y trata de cambiar de conversación.

—¿Oísteis el viernes? Interrogaron a esa muchacha que sabe todo sobre la muerte de la Montesi.

—Menudas cosas que salieron a relucir —comenta con la tacita en la mano un tranviario que viene siempre aquí a tomarse el café.

Walterún insiste con su noticia.

—Ya lo creo, pero con ese Scelba, de rapidez nada, pues ya verás como si el asesino de esa Montesi es un pez gordo no saldrá a la luz nada.

Un pequeño puntapié por debajo por la mesa alcanza la espinilla de nuestro emigrante. La Gaggia menea la cabeza nervioso y mediante señas trata de llamar la atención sobre Botón, que aún no ha repartido las cartas. Quisiera hacerle comprender a Walterún que la cuestión del primer ministro Scelba es de esas que conviene dejar para después, para cuando se juega, como si fuera un Loco, para sacar en un momento de necesidad, que seguro que sobre ese asunto Botón sale con lo de la bomba atómica y se juega la partida. Pero Walterún no hace caso.

—¡Ese, más que un democristiano lo que es es un fascista, uno que resuelve los problemas a base de porra! ¿Os acordáis la de porrazos que repartió cuando la Ley Estafa?[12]

—¿Acaso Fanfani es mejor? ¿Con ese bigotito de Führer?

—Pero Fanfani dicen que es más de izquierdas —tercia el cartero dando un sorbo a su amaro.

—No, no, os lo digo yo —la voz de Botón hace callar a todos—, qué izquierda ni qué niño muerto, si son todos iguales. —Hace una pequeña pausa y la Gaggia intenta lo imposible.

—¡Exactamente! Por ejemplo, ese Fanfani sabía cosas sobre la Montesi…

—¡El único democristiano bueno es el democristiano muerto! —De nuevo Botón, rojo como un pavo, suelta un manotazo sobre la mesa—. Fanfani, De Gasperi, Pella. Scelba, sin embargo, es de otro pelaje, abunda mucho más. Es de esos a los que antes del armisticio tanto les gustaba Benito, que luego se hicieron todos anti, y ahora ahí los tienes de nuevo haciendo su numerito. Para esos no basta con las balas, hace falta otra cosa. —El dedo comienza a ametrallar—. Y si yo tuviera un botón para tirar la bomba atómica los borraba del mapa sin que se dieran ni cuenta, lo apretaba, bum, no os quepa duda.

Como único resultado Botón se encuentra con dieciocho cartas y tiene que volver a repartir. La Gaggia menea la cabeza desconsolado y Walterún intenta hacerse perdonar.

—¿Qué historia es esa de que Fanfani sabía cosas, Gaggia?

Una mirada más allá de la mesa, el reproche por haberse despertado demasiado tarde.

—Ah, parece que esa muchacha que lo sabe todo, esa a la que han interrogado, habría dicho algunas cosas a Fanfani, ya en diciembre, porque así se lo había aconsejado su párroco.

—Los curas, los curas —asiente misterioso Stefanelli, tomándose también él la copita de después del café.

—Oye, Gaggia —ruega Garibaldi mientras tira un rey de copas—, no he comprendido ni papa, ¿sabes? ¿Cómo es que esa Anna Maria se fue a ver a Fanfani en vez de a los carabineros?

—¡Qué quieres que sepa yo! Debió de pensar que eran cosas demasiado importantes, que estaban metidos en el ajo un poco todos, nobles, políticos, gente de muy alto nivel. Porque, perdona, si tú supieras cosas así, ¿irías a contárselas a los carabineros?

—Ah, seguro que no. Y menos aún iría a ver a Fanfani. Directo a la redacción de L’Unità para dar a conocer un chanchullo de este calibre.

—Bueno, no lo sé, Fanfani era ministro de Interior, creería que era mejor.

La puerta del bar se abre de improviso, y todos se vuelven y dejan de hablar, ya que es una hora extraña para llegar y Melega y los otros están aún en el trabajo. La calva de Adelmo Castelvetri aparece en el local, reluciente, como los zapatos de piel de su propietario. El traje, en cambio, revela algunas muestras de deterioro: codos raídos, colores un tanto apagados, un botón distinto a los otros, pero siempre sumamente elegante, por lo menos como Pierre, las noches en que va a hacerse el fenómeno al bailongo. Es un tipo extraño: una escapadita al bar, de la mañana a la noche, no se la quita nadie, pero es uno de esos que no tienen su horario, se presenta así, de improviso, y por esta costumbre suya muchos se preguntan qué hace de concreto en la vida, pues uno no le echaría aún cuarenta años, y es demasiado joven para estar jubilado. De rentas no vive, Botón conoce a su padre y dice que no es posible. Pero dinero tiene, pues puede permitirse trajes caros y tiene incluso moto. La verdad es que se diría que el dinero le entra y le sale del bolsillo como a rachas, le ves llegar con un nuevo traje, que luego lleva todos los días, durante meses, y te cuenta que así se te adapta mejor, y a él le gusta más. Pero nadie le cree, y en cambio los más malévolos dicen que se dedica a sus trapicheos. Y sobre cuáles pueden ser estos trapicheos, nadie logra ponerse de acuerdo: unos dicen que apuestas, otros carburante de contrabando, unos terceros puras y simples estafas. ¿Y qué dice él? Pues él sostiene que es tratante y, ¿cómo dice él?, un «asesor financiero», siempre dando consejos a todos sobre cómo gastar los ahorros, cómo sacarles el mayor rendimiento, qué conviene comprar y dónde, cuál es el negocio del momento. No es que nos la dé tan a menudo, por algo su apodo, Gas, le viene del negocio de gas para mecheros que nos hizo perder tres mil liras a varios de nosotros. Y Garibaldi, que fue el que más invirtió, se la tiene jurada, y desde entonces no le pasa una.

—Eh, Gas —suelta este enseguida—, ¿no eras tú quien decía que había que dedicarse a los relojes, que hoy los consigues a diez y dentro de un par de años los revendes a cincuenta? —El tono es el de una acusación. Quien estaba hablando de otra cosa se queda callado y aguza el oído.

—Bueno, calma —empieza diciendo él a la defensiva, con el primer tinto en el vaso—, eso depende del tipo de reloj, no funciona siempre con todos, si no… hay que saber distinguirlos.

—Ah, tienes razón, el otro día en Vergato un tipo se dejó soplar cincuenta mil liras por una baratija que como mucho valía mil.

Pero tal vez dentro de un par de años consigue venderla por cien mil, ¿qué me dices?

—Vigila, Walterún —tercia Botón, antes de que el otro pueda replicar—, tendrías que sacar ciento veintiuno, porque nos han fastidiado la baza.

Mientras Walterún muestra su jugada y Castelvetri se acerca a la mesa para explicarle mejor a Garibaldi su punto de vista sobre los relojes, la puerta se abre de nuevo, y ahí llega Melega con la noticia del día.

—¿Sabéis lo de Montroni? ¿Quién quiere seguir criticándole porque trabaja en Villa Azzurra?

—Bueno, ¿y qué ha hecho? —pregunta al punto Bortolotti.

—¿Has leído hoy L’Unità? ¿La ha leído alguien?

La atención del bar está concentrada toda en él. Melega coge el periódico del estante y lo hojea mientras se moja el dedo:

—Escuchad esto: «El doctor Odoacre Montroni, vicesecretario de la Federación boloñesa, director de la clínica Villa Azzurra, ha organizado un equipo de jóvenes médicos voluntarios que junto con él han puesto en marcha un programa de vacunación gratuita en nuestra provincia. “Hay muchas aldeas y pueblos”, ha explicado Montroni, “que se hallan lejos de las cabezas de partido y de la mayoría de los ambulatorios. En muchos de ellos el riesgo de contagio”», etcétera, etcétera.

—¿Viene la foto? —pregunta Garibaldi, a quien sin gafas le cuesta leer.

—Montroni es un gran camarada, sin duda —comenta Capponi desde detrás de la barra.

En la sala del billar, entre el entrechocar de las bolas, puede uno imaginarse a Stefanelli asintiendo: «Ah, Montroni, Montroni…».

El ejemplar de L’Unità pasa de mano en mano, al mismo tiempo que los comentarios. También viene la foto, Montroni con sus gafas, sentado a un gran escritorio repleto de papeles.

—¿Y ahora qué? —continúa Melega con aire provocador—. ¿Dónde están los que decían que un camarada médico no debería trabajar en la empresa privada? ¿Estáis aún aquí? Eh, Walterún, tú que decías que un comunista no hace dinero con la salud de la gente, pues chúpate esta, ¡qué camarada, este Odoacre Montroni!

Walterún no responde, tiene la edad de su parte, lo cual le permite hacer caso omiso de Melega, porque si fuera un poco más joven debería saltarle encima y decirle lo que piensa, para no quedar a la altura del betún. Se vuelve hacia Garibaldi y menea la cabeza.

Botón le consuela, en voz baja:

—Somos viejos, Walterún, no te lo tomes a mal. Antes para ser camaradas de los buenos había que ir a España a matar fascistas, pero ahora…

Y se puede estar seguro de que de no ser por Melega, que da vueltas por la estancia de lo más engallado, Botón tiraría bien a gusto su bomba atómica.

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