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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 22 Entre Nápoles y Pompeya, 21 de febrero

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CAPÍTULO 22
Entre Nápoles y Pompeya, 21 de febrero

Zollo tenía otras cosas en que pensar, pero no lo conseguía. Imposible cuando don Luciano decidía ser hospitalario, porque sus discursos fluían ininterrumpidos, una frase tras otra, y acababa por envolverte la mente y tú los seguías, te apeteciese o no. El jefe no hablaba como el común de los mortales: solo en apariencia podía parecer un hablar por hablar, en realidad las palabras eran todas sopesadas, escogidas, y mezclada con la charla había sabiduría y una buena dosis de savoir faire. Monopolizaba la conversación sin resultar descortés, o mejor dicho, halagando a su interlocutor, obligándole con maestría a seguir el razonamiento.

—Italia es un país en que está aún todo por hacer, my friends. De vez en cuando me parece estar en el Far West. Como un pionero, sí. Está todo por construir, grandes posibilidades para los jóvenes que tienen cabeza y cojones. Yo, ¿qué queréis que os diga?, soy ya un pobre jubilado que si por la tarde no echo una siestecita, no llego a la noche. Pero si se tiene sangre joven, hay trabajo para todos. En Nápoles la gente es hospitalaria. Y más ahora, que hay más americanos que italianos… Marineros, oficiales, médicos, periodistas. ¡Uno tiene la impresión de encontrarse en su propia casa! Los italianos, my dear, no hablan idiomas, pero los napolitanos sí, ¡los hablan todos! ¿Conocéis la historia de esta ciudad? ¿No? Todos han pasado por aquí: franceses, españoles, piamonteses, alemanes y ahora los americanos. Los napolitanos no están habituados a estar solos. Siempre hay alguien en su casa, siempre gente distinta, lenguas distintas, caras nuevas. Y tienen un modo de vivir, very funny, todo lo hacen en la calle, todo en público. Yo llevo una vida retirada, ¿quién queréis que venga a charlar con un viejo?, pero lo veo todo desde mi sillón. Lo pongo en la terraza de casa y desde allí arriba observo la vida de Nápoles que discurre abajo. ¡Es mejor que una película!

Lucky Luciano estaba arrellanado en el asiento trasero del Plymouth descapotable y hablaba y sonreía generoso a la muchacha sentada delante, que no podía dejar de darse la vuelta, torciendo el cuello, para asentir a las palabras del viejo.

El joven Anastasia tenía todo el aire de un lechuguino sentado sobre alfileres, se limitaba a reír las ocurrencias y a hacer alguna esporádica pregunta sobre Italia. De vez en cuando Luciano le daba un ligero codazo, cuando el guiño o la alusión resultaba más gruesa. Pero sin exagerar, rozándole apenas, como si hubieran sido amigos de antiguo. No dejaba pasar ninguna oportunidad para subrayar cualquier relación íntima de amistad o de aprecio que lo ligase al tío Anastasia. Era el estilo de quien no tiene un pelo de tonto. Sin exagerar.

—La ciudad esconde verdaderas joyas, ¿lo sabías? Iglesias, plazas, castillos. Por aquí ha pasado la historia, amigos, y si alguien con dos dedos de frente decidiera dejarlo todo como nuevo, los turistas llegarían en tropel, incluso de los States. Entre nosotros se piensa que esto es África. Pero yo digo que no saben lo que se pierden, porque si tienes un poco de tiempo para sentarte a esperar, ni siquiera tienes que ir a descubrir esta ciudad, ¡es Nápoles la que viene a descubrirte a ti! Viene a tu encuentro y te reclama a grandes voces.

Zollo apretaba el volante con ambas manos y callaba. De vez en cuando su mirada caía sobre las piernas de la muchacha, cuando una curva algo más cerrada le desordenaba la falda. Bonitas piernas, desde luego. Los Anastasia seguían tratándose bien. Al joven sobrino había que tenerlo como oro en paño. Y ahora se les había ocurrido hacer una excursión a Pompeya. Por lo demás, hacía un bonito día.

Pero a Zollo el campo no le había gustado nunca. Cuando naces en Brooklyn y creces entre una acera y otra, no puedes encontrarte a tus anchas entre la maleza. Fuera de un par de viajes a Chicago, nunca había salido de Nueva York hasta el día en que el mayor de los Anastasia decidió «regalárselo» a Luciano, que se marchaba para Italia. No se lo había recriminado, pues debía cambiar de aires de todas formas, dado que a aquel fiscal judío se le había metido en la cabeza hacer dragar la bahía de Hudson. Aquel jodido rabino había conseguido hacer cantar a uno de los del puerto, tras lo cual lo había escondido en el culo del mundo y puesto bajo estrecha protección. El muy infame había mencionado también su nombre, «Steve Cemento ha mandado a unos cuantos al fondo de la bahía, una media docena, quizá más». No es que el muy cerdo se hubiera librado: aunque encerrado en una especie de fuerte blindado, protegido como Fort Knox, una limonada de estricnina no se la había quitado nadie. Pero se acabó el juego y para el bueno de Steve había llegado el momento de pasar una temporada en la sombra, al menos hasta que los equilibrios políticos se hubieran ajustado. Bien pensado, su historia no era distinta a la de don Luciano. Luego había esperado la llamada de los Anastasia, pero esta no había llegado, hasta el punto de que ya había dejado de esperarla.

—¿Qué queréis?, yo ahora tengo mi negocio, y me las arreglo así. Pero si fuera un poco más joven, aquí habría cosas que hacer, ¿verdad, Steve?, ¡y tampoco falta alguna señorita a la que cortejar! No bonita como usted, miss, pero también las napolitanas se defienden bien. «Procaci», ¿se dice así? Me gusta esa palabra: ¡procaci! En América la había olvidado, la he redescubierto aquí. Te hace pensar en la prosperidad, en la generosidad de la naturaleza. Es bonito pronunciarla: procaci. Suena bien, llena la boca, ¿no os parece? El italiano es una lengua que fluye como un río. Una lengua que exige tiempo para ser hablada. Es una lengua que tiene su historia. Como esta ciudad. Como el país. Vosotros todavía os las apañáis con el italiano, pero vuestros hijos tal vez no lo hablarán más, y es una lástima. Porque el americano es una lengua buena for business, para los negocios, y para pedir una cerveza. Nada más. Aquí en cambio las palabras tienen un sentido especial: llenan la boca. «Procaci», ¿oyes? No sirven solo para conseguir algo, se dicen simplemente para poder decirlas, por el simple gusto de hablar.

Zollo no conseguía resignarse. Italia no le gustaba. Era un país atrasado, incivilizado. Hermosas mujeres, por supuesto, pero no tenían idea de la verdadera feminidad. Nada que ver con las neoyorquinas. Esas sí que eran unas hembras con clase, las recordaba bien: los night-clubs, los burdeles de lujo. En Nueva York las cosas se hacían con estilo: tanto joder como hacer desaparecer a alguien. En Nápoles no: vocerío, jaleos, escenas por una nimiedad. No los soportaba. Se sentía víctima de un guión en el que todos tenían un papel y él ni siquiera podía decir una frase. Y sin embargo estaba obligado a moverse sobre el gigantesco escenario de la ciudad. Cada día se sentía abismarse, atrapado en aquel ritmo lento, contrario a todo dinamismo. Stefano Zollo se merecía algo mejor, estaba convencido. En el fondo había sido siempre bueno en su campo. Limpio, ordenado. Nunca había cometido errores. Nunca un reproche. Una vez un tipo al que acababa de confeccionar un par de zapatos de hormigón le había pedido que le llevara quinientos dólares a su chica, porque no había podido despedirse de ella. Y él lo había hecho. Habría podido embolsárselos, gastárselos en un bonito regalo para una de sus amantes, pero no lo hizo, se había ido a esa dirección y había entregado el dinero a la mujer. Se había limitado a decir: «De parte de Sal. Ha tenido que salir a toda prisa para un largo viaje». Nada más. Impecable. Puro estilo. Siempre lo había conservado.

En Nápoles la discreción no era una especialidad de la casa. En Nápoles se gritaba. Escándalos y gritos por cualquier cosa. Todo ese discutir por un quítame allá esas pajas: insoportable.

Por eso desde hacía algunos meses había decidido pasar a la acción. Bastaba solo con cavilar un poco, cambiar los planes cada mes, cada semana. Esta vez la idea era realmente buena. Y como muchas buenas ideas, requería paciencia y perseverancia, y era también extremadamente arriesgada. Pero a los treinta y cinco años cumplidos había comprendido que estaba dispuesto a correr el riesgo con tal de no enmohecerse en aquel golfo apestoso, haciendo de chófer de un viejo gángster impenitente. Así había decidido jugarse el todo por el todo.

Miró por el retrovisor para asegurarse de que el otro coche aún les seguía, luego giró a la derecha en dirección a las excavaciones.

Del otro coche bajaron, por este orden, Victor Trimane, una muchacha de la buena sociedad napolitana convocada para la ocasión y un lechuguino amigo del joven Anastasia con su correspondiente amiguita. Se encaminaron a lo largo del sendero que daba acceso a la ciudad romana, Luciano a la cabeza con su invitado. Las excavaciones estaban cerradas, pero ningún guardián pondría la menor objeción a la visita de don Luciano y sus amigos.

—¿Veis cuánto espacio, my friends? Y las calles. ¿Veis estas grandes piedras entre un lado y otro de la calle? Eran como nuestros pasos peatonales, sí. Para cruzar a pie, sin ensuciarse en el barro. Y las ruedas de los carros pasaban por en medio. ¿Qué idea, eh? Los antiguos romanos no tenían un pelo de tontos. Pompeya era un lugar de recreo, los ricos venían aquí para descansar, para estar lejos de la gran ciudad. Buen clima, el mar cerca, una buena tierra para el vino y para el olivo. A los romanos les gustaba la buena vida, amigos, sabían elegir los lugares.

Una de las muchachas se acercó al viejo:

—Debió de ser horrible cuando el volcán estalló y lo sumergió todo.

Luciano cruzó las manos a la espalda:

—Esto es lo fascinante de Pompeya, querida. Aquí el tiempo se detuvo. De improviso. Y nadie tocó nada. Está tal cual. Mira esto: era una taberna. En estos hoyos guardaban el vino y lo vendían a vasos, así.

Luciano hizo el gesto de recoger una copa de vino de la cavidad que se abría en el murete.

—¡Qué civilización! Imaginaos esta calle llena de gente, de esclavos que llevan cosas, parihuelas y coches. Y a los vendedores vociferando. Más adelante está el Foro: donde los notables hablaban de política y d'u business.

El grupito se adentró por entre las ruinas.

Una de las muchachas se detuvo en un cruce de calles:

—¿Qué son estos escritos?

Advertisement. Como se dice aquí, «la réclame».

La muchacha miró al viejo capo perpleja:

—¿Publicidad?

—Para el oficio más antiguo del mundo, darling.

La muchacha enrojeció, mientras los dos jóvenes americanos alzaban la vista llenos de curiosidad.

It’s a whorehouse.[13] ¡Los clientes satisfechos hacían publicidad a las putas!

Los dos chóferes seguían algunos pasos detrás. Zollo se encendió un cigarrillo y echó un vistazo a su alrededor.

—¿Sabes, Vic?, a mí las antiguallas nunca me han gustado.

—Pues dímelo a mí, goombah.

Luciano iba de camino hacia la casa de Príapo cogido del brazo del joven Anastasia:

—Eh, amigo mío, los romanos sí que sabían disfrutar de la vida, nada que ver con nosotros, que solo pensamos en los negocios.

Conquistaron el mundo, pero sin deslomarse. Y sus putas debían de ser very professional, muy buenas, sí. No se estropeaban las manos con las labores domésticas, seguro.

—Lo que no impedía que siguieran siendo putas —comentó el joven.

—Sí, sí, pero no es esa la cuestión. —Luciano volvió a cruzar las manos a la espalda—. El hecho es que el nivel de civilización de una sociedad se mide por las mujeres. Por eso yo vendo electrodomésticos. Es una misión de civilización —dijo con una sonrisa sarcástica.

Anastasia meneó la cabeza:

—No comprendo.

—Te lo explicaré. ¿Cuál es la diferencia entre las mujeres americanas y las mujeres italianas?

—¿El bienestar?

Luciano sonrió con malicia y habló en voz baja, como si estuviera revelando un gran secreto:

—Los electrodomésticos.

Zollo lo observaba con cierta admiración. Tenía un no sé qué de genial. Un torrente en crecida, pero sin desbordarse. Asombroso, si uno pensaba que no tenía necesidad de hablar para ordenar la muerte de alguien, gestionar el tráfico de la droga desde el Mediterráneo al Pacífico o comprar todas las carreras del próximo mes.

—Las mujeres americanas —prosiguió don Luciano— tienen electrodomésticos que hacen las tareas domésticas en vez de ellas. Por eso disponen de tiempo para cuidar su aspecto, para leer revistas, seguir la moda. Son un poco más libres, amigo mío, por tanto más hermosas e inteligentes. Por eso te hacen perder la cabeza. Las mujeres italianas, en cambio, son amas de casa y madres de familia los siete días de la semana. Luego el sábado por la noche se visten de punta en blanco y tratan de convencer al marido de que se ha casado con una gran dama. Pero son un poco patéticas. La culpa no es suya. Los hombres italianos quieren en su casa una mujer que les lave bien, un ama de casa para toda la semana, luego pretenden que se convierta en Silvana Mangano, o incluso en Marilyn Monroe. Así las cosas, el marido acaba hartándose pronto, las mujeres no se sienten valoradas y dejan de cuidar su aspecto. Moraleja: engordan, se deforman, a los treinta años no hay quien les hinque el diente. ¡Y todos descontentos!

Zollo estaba pasmado por el razonamiento: nunca se le había ocurrido, pero era exactamente así. Lo que le irritaba era ese aspecto provinciano y de persona sucia recién lavada que las chicas italianas presentaban. El esfuerzo por parecerse a las divas del cine. Peor aún sus maridos obtusos e ignorantes. Le daban escalofríos solo de pensarlo. Se ponía triste.

El vigilante quería impedir que las muchachas entraran en la casa. Luciano hizo un gesto casi imperceptible, Zollo se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y rozó la culata de madera de la «alternativa», para coger con la punta de los dedos el billete siempre listo. Mientras se lo alargaba al vigilante, recordó al viejo Anastasia, que decía: «No vas a tener nunca otra elección en la vida, Steve: pagar o disparar. Debes saber hacer las dos cosas, de lo contrario, por más brillantina perfumada que te pongas en el pelo, no pasarás nunca de ser un chulo piojoso».

A las mujeres les estaba prohibido ver el enorme miembro de Príapo, dios de la potencia sexual, y los frescos escabrosos de las paredes. Las dos muchachas rieron mojigatamente fingiendo escandalizarse, mientras los jóvenes americanos intercambiaban groseros comentarios en voz baja.

A Zollo le volvieron a la memoria las piernas de la muchacha que había entrevisto en el coche y advirtió una súbita hinchazón en los pantalones. Maldijo los bajos instintos que chocaban brutalmente con su humor y dio la espalda al grupito, fingiendo encenderse un cigarrillo, esperando que no se le notase que se le había puesto dura.

Il Resto del Carlino, 17/02/1954

INCIDENTES EN ROMA Y EN MILÁN

DURANTE LAS MANIFESTACIONES DISPERSADAS POR LA POLICÍA

Seiscientos activistas de extrema izquierda detenidos en la capital. Las fuerzas policiales a caballo disolvieron manifestaciones comunistas

—Dos comisarios heridos por pedradas y numerosos agentes contusionados—

La muerte de un manifestante

Il Resto del Carlino, 18/02/1954

El gabinete Scelba se presenta hoy en el Parlamento

MANIOBRA COMUNISTA PARA SUBLEVAR

A LAS MASAS CONTRA EL GOBIERNO

La izquierda trata de desestabilizar al nuevo Ministerio antes aún de que haya puesto manos a la obra

para combatir la miseria.

Especulando sobre los incidentes provocados

tratan de crear una fractura en la unidad gubernamental

Graves incidentes en la provincia de Caltanissetta

CUATRO MUERTOS AL SER ATROPELLADOS POR LA MULTITUD

QUE HUÍA DE UNA CARGA POLICIAL

En Mussomeli las fuerzas del orden

se vieron obligadas a hacer uso de granadas lacrimógenas

Il Resto del Carlino, 20/02/1954

DECLARACIÓN CONJUNTA

DE LOS TRES MINISTROS OCCIDENTALES

Tras la Conferencia de los Cuatro.

Los gobiernos insisten en que un ataque a Berlín Occidental será

considerado como un acto de guerra contra los Aliados

L’Unità, Órgano oficial del Partido Comunista italiano, 28/02/1954

Tras la capitulación del ministro del Ejército

LOS AMERICANOS COMIENZAN A AVERGONZARSE

DE LOS «TRAFICANTES DEL MIEDO Y DEL CHANTAJE»

Duro ataque del general Lehman

a los «inquisidores» del Senado y de la Cámara

L’Unità, 7/03/1954

Gravísimas acusaciones en la sala de Anna Maria Caglio

SENSACIONALES REVELACIONES SOBRE LAS RELACIONES

ENTRE UGO MONTAGNA, PICCIONI Y EL JEFE DE LA POLICÍA

Tras la muerte de Wilma Montesi

Anna Maria Caglio fue con Montagna y Piccioni al Viminale.

Tras la charla Montagna comentó:

«He puesto todo en su sitio»

L’Unità, 11/03/1954

Sensacional documento sobre la corrupción

del régimen clerical

LOS CARABINEROS CONFIRMAN LAS ACUSACIONES

CONTRA MONTAGNA,

SU TURBIO PASADO Y LAS RELACIONES CON ALTOS CARGOS

Il Resto del Carlino, 11/03/1954

LOS ANTECEDENTES PENALES DE MONTAGNA

ANTIGUO ESPÍA DE LA OVRA Y DE LOS NAZIS

L’Unità, 12/03/1954

¿MCCARTHY INCRIMINA

AL CIENTÍFICO EINSTEIN?

L’Unità, 14/03/1954

EINSTEIN LLAMA A LOS AMERICANOS A NEGARSE

A COLABORAR CON LOS TRIBUNALES DEL INQUISIDOR

MCCARTHY

Thomas Mann y Bertrand Russell

aplauden el coraje del gran científico

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