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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 27 Bolonia, 14 de marzo

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CAPÍTULO 27
Bolonia, 14 de marzo

—Yo no puedo dejar a Odoacre.

Angela rompió el silencio que les había envuelto después de haber hecho el amor. Ninguno de los dos había hablado durante varios minutos. Se habían quedado allí, leyéndose los pensamientos, sin necesidad de decir nada.

Pierre meneó la cabeza. No le había pedido nunca que se decidiera, pero ella sabía que la clandestinidad de la relación comenzaba a pesarle. ¿Cuántos eran? Cinco, seis meses. Sí, empezaba a pesar, para ella no era fácil, era una locura, pero también una bocanada de aire fresco, de alegría y de pasión. Odoacre no tenía idea de lo que era la pasión. Era bueno, atento y viejo. No era solo la edad, era el carácter, de joven no debía de ser distinto. Generoso, altruista, serio, siempre empeñado en alguna buena causa, siempre convencido de lo que debía hacer.

—Angela, yo estoy enamorado de ti. —La voz de Pierre era fatigada.

Ella no tuvo el valor de mirarlo a la cara.

—Estoy enamorado de ti y estoy cansado de todo esto.

—Lo sé, es como vivir a escondidas.

—No, no es solo por nosotros dos. Es que no veo nada delante de mí, delante de nosotros. Tarde o temprano tendremos que dejar de vernos, antes de que nos enamoremos demasiado, antes de sentir en exceso la falta cuando estemos lejos. Es una partida perdida de antemano. Pero me pregunto si es justo.

La mirada de Pierre estaba clavada en el vacío. Se mesó el pelo.

Ella encendió un cigarrillo y se lo pasó.

—La vida no es justa, no es como bailar la polca, es dura. Conmigo ha sido dura y de no haber encontrado a Odoacre ahora quién sabe dónde estaría.

¡Rediós!, ¿cuántas veces le habría repetido aquella cantinela? La resignación de Angela le hacía montar en cólera, pero Pierre no tenía respuestas.

Dijo:

—¿Eso es todo? ¿No hay nada más? ¿Tenemos que conformarnos? ¿Trabajar y esperar al domingo?

—¿Y qué pretendes? —espetó Angela con el tono de quien reconviene a un niño—. ¿Acaso somos ricos? Ese Renato Fanti te cuenta un montón de cosas bonitas, pero para él es fácil, viene de una buena familia, ha viajado y estado en el extranjero, sabe lenguas. ¿Nosotros qué somos, Pierre?

—Unos necios es lo que somos. Nos va bien todo. Nos van bien los ricos, nos van bien los pobres, nos va bien trabajar como mulas, nos van bien los polis que nos rompen la cabeza cuando nos echamos a la calle, nos va bien si dos jóvenes que se quieren no pueden decírselo a nadie.

—Ni tú ni yo podemos cambiar el mundo, Pierre. Aunque yo dejara a Odoacre y escupiera sobre todo lo que ha hecho por mí y por mi hermano, ¿qué haríamos después? Tendríamos que irnos de Bolonia, porque nos lapidarían todos, lo sabes. Y a mí me pondrían de puta para arriba, por haber dejado al doctor Odoacre Montroni por el Rey de la Filuzzi. Un muerto de hambre que hace de camarero. ¿Adónde iríamos?

Angela se dio cuenta de que había levantado la voz y se calló de golpe. Acarició la cabeza de Pierre, pero él permaneció impasible.

—Tienes algo extraño. Algo que no entiendo. Tenemos que aprovechar estos momentos, no pensar en las cosas desagradables. Sé que antes o después tendremos que dejar de vernos, pero hasta entonces mantente muy unido a mí y tratemos de ser felices. Te lo ruego.

Pierre apagó el cigarrillo y la abrazó, sintió la cálida respiración de ella contra el pecho, le besó el rostro, y acto seguido vio las lágrimas.

—No llores. Llegado el momento desapareceré sin hacer ruido. Tal vez me vaya.

—¿Adónde? —preguntó ella alzando la nariz.

—Aún no lo sé. Tal vez a Yugoslavia, a casa de mi padre.

Angela buscó su mirada:

—¿De veras quieres irte?

—Está esa historia de mi padre, me devuelven las cartas. Y desde que tenía trece años quiero volver a verle y visitar un país distinto a este, un país socialista, donde hayamos vencido.

—Odoacre dice que Yugoslavia es un país socialfascista.

Pierre no podía oír nombrar a Montroni.

—Bueno, no lo sé, al menos allí han hecho la revolución. Además no me fío de lo que digan Odoacre, Benfenati y todos los demás. Para ellos una cosa es cierta si la dice el Partido. Uno debe ver con sus propios ojos para juzgar. Mi padre no es en absoluto fascista, pero se ha quedado allí. Debe de haber una razón, ¿no?

Angela asintió con aire desconsolado:

—Eso es lo que te dice Fanti, ¿verdad?

—¡No, joder, es lo que pienso yo! —dijo poniéndose en pie de un salto, luego refrenó su ímpetu, se quedó en medio de la habitación, abrumado por los pensamientos. Se acercó a la ventana y atisbó a través de las persianas entornadas.

Ella observó la delgada sombra que se recortaba contra el rayo de luz que se filtraba.

Habló dándole la espalda:

—Quiero ver algo más, Angela. Cuando pienso que mi vida se me pasará entre la pista de baile y el bar Aurora me siento morir. En las manifestaciones, cuando recibo algún palo, no me siento un héroe. Mi padre, mi hermano y todos los demás lucharon por una buena causa, pero a los de mi edad nos han dejado solo las historias de los partisanos y las armas para que críen herrumbre en la bodega, para soñar con la revolución que no llega nunca. ¿Qué debemos hacer? ¿Encontrar un buen trabajo, una buena chica con la que casarnos, traer hijos al mundo, esperar a que tengan la edad adecuada para escuchar nuestros relatos, de cuando nos pegábamos con la poli? No me veo a los setenta años jugando a la brisca con Brando y Palillo. Me desagrada. No quiero terminar como los del bar.

Angela sintió un ruido dentro, como de algo que se quebraba, las lágrimas volvieron a empañar sus ojos.

Pierre continuó:

—Pensar en la revolución, tomar las armas. Todas estas cosas las han hecho ya otros, durante la guerra y antes, cuando nosotros éramos unos niños. Pero cuando se hacen los chuletas con los amigos, saben que han perdido. También yo tengo el carnet, pero no quiero ver el mundo con los ojos de Montroni o del director de L’Unità. —Se volvió hacia ella—. Yo quiero ir a ver y juzgar por mí mismo. Quiero algo distinto.

Angela se enjugó los ojos:

—Yo pasaba hambre antes de casarme con Odoacre, y Ferruccio… Ya lo sabes. La vida no es como en las películas, no te encuentras a Cary Grant en el tren que se enamora de ti y te lleva a América. Ve, pues, a Yugoslavia si es lo que deseas, luego ven a decirme si es mucho mejor que esto de aquí.

Pierre fue a abrazarla y la estrechó con fuerza. Se acurrucaron en el sofá y él la acunó dulcemente, tratando de hacerla adormecerse:

—Ssssch. Imaginemos que somos dos liebres en la madriguera, y fuera hay nieve y hace mucho frío y tenemos muchas provisiones para el invierno, y nos calentamos mutuamente con nuestros pelajes.

Mientras hablaba y le pasaba una mano por entre los cabellos, sintió cómo la respiración de ella se hacía más pesada.

Tenía razón, había algo extraño en él. Y ciertamente no era fácil entenderlo.

Su padre, Yugoslavia, los titofascistas.

Llegó el sueño para ahogar los pensamientos.

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