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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 4 Bolonia, 7 de enero

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CAPÍTULO 4
Bolonia, 7 de enero

El espejo era demasiado pequeño para que Pierre consiguiera verse de cuerpo entero. Pero los movimientos ya eran maquinales: podía hacerse el nudo de la corbata con los ojos cerrados, doblarse a la perfección los bajos del pantalón, comprobar que la abertura trasera de la chaqueta tuviera bien el pliegue y que los botones estuvieran relucientes.

Apretó los cordones de sus zapatos de calidad, no le gustaba tener que pararse en medio del baile para atárselos. Cuando esto sucedía se sentía ridículo y vulnerable.

También aquel miércoles Palillo fue el primero en llegar. Se detuvo un instante en el umbral, escrutó la sala con mirada intensa, aspiró una larga y pensativa bocanada de humo, tiró la colilla y cerró la puerta a sus espaldas, un instante antes de que Garibaldi soltara:

—¡Cierra bien esa puerta, que entra frío!

Capponi miró con mala cara al amigo de su hermano mientras preparaba la cafetera para servirle el acostumbrado carajillo.

—¿Adónde vamos esta noche, guapo? —preguntó la Gaggia desde la mesa próxima a la estufa.

—Al Pratello, me parece.

—Ah, ¿hay buen ganado en ese bailongo?

Palillo respondió con falso pesar:

—Sí, pero los del Pratello no te dejan tocar a sus mujeres. Mejor decir que vamos allí porque toca el Trío Bonora.

—Espero que alguna vez me llevéis con vosotros, ¿eh? Estoy seguro de que aún haría un buen papel.

—Sí, un buen papel de mierda —se apresuró a comentar Walterún, echando la carta del Bégato.

Pierre se contempló largo rato: observó sus ojos oscuros, los ojos de su madre, igualitos a los de la foto con traje de novia que tenía en la mesilla de noche; el arco superciliar, la nariz recta, las mejillas enjutas. De encima del aparador cogió la foto de Cary Grant y la introdujo entre la pared y el espejo. Dio un paso hacia atrás y trató de adoptar la misma indescriptible expresión.

Una corriente de aire gélido atravesó el local, y un portazo anunció la llegada de Gigi, el Hombrecillo de Goma, que llegó a la barra haciendo piruetas y a punto estuvo de caerle encima a Palillo, con los brazos alzados sobre la cabeza.

—Venga, Capponi, ponme un amaro —pidió mientras cesaban los aplausos.

—Qué —dijo Palillo ofreciéndose a la mirada del recién llegado—, ¿no notas nada especial?

Gigi frunció el ceño para observar mejor al amigo.

—Pero ¡joder! —Alargó los dedos para tocar el abrigo—. ¿Te lo han traído los Reyes?

—Es de camello, comprado en Milán. A plazos, claro.

—Vamos, suerte que estás aún con tus viejos, si no tendrías que olvidarte de ciertas cosas.

Palillo se llevó un cigarrillo a los labios y alargó el paquete a Gigi. Le dio una calada con aire pensativo y echó el humo casi con esfuerzo.

—La verdad es que no sé si seguiré en casa mucho tiempo.

—¿Qué quieres decir?

—Mi padre quiere que me case. Dice que no se puede andar detrás de una chavala tanto tiempo.

—Bueno, ¿y tu madre qué dice?

—Dice que debería terminar los estudios de enfermero. Que si no no tengo ninguna perspectiva, y una mujer necesita seguridad ante todo.

Gigi aprovechó el espejo de detrás de la barra, el que tenía escrito martini, para comprobar que los pelos con brillantina estuvieran bien lisos a lo largo de las sienes, y planchados y relucientes hasta los ricillos de la nuca.

—Los viejos siempre dicen que para nosotros todo es más fácil, pero a mí me parece que las cosas son igual de complicadas. Si vas con una chavala, al poco tienes que casarte con ella. Si te quieres casar, has de ganar un buen sueldo, y entonces tienes que esperar para casarte. ¿Qué debe hacer uno?

La sonrisita de Cary Grant era formal y elegante y al mismo tiempo natural. Esa sonrisa era una contradicción. Pierre se esforzaba por imitarla, pero justo por eso mismo no lo conseguía. Se las apañaba mejor con los andares, y también la manera de llevar las manos en los bolsillos era casi perfecta.

Brando llegó mientras el reloj de la iglesia daba los últimos toques.

—Bueno, ¿qué, no estáis listos todavía?

—Es ese Pierre que se eterniza.

—¡Vamos, Pierre, que ya estás muy guapo!

Se tiró de la chaqueta hacia abajo, para que le cayera perfecta sobre los hombros, e hizo asomar los puños blancos de la camisa, tan solo un centímetro, si no era de pueblerinos.

Salió ya con la pose de la trastienda del bar y se los encontró de frente, uno junto a otro como los tres mosqueteros. Porque así los veía él, como en el libro de Dumas, Athos, Porthos y Aramis. Y él era D’Artagnan, el gascón, el mejor.

—¿Vamos?

—¡Cómo eres! ¡Pero si te estamos esperando! —espetó Brando.

Gigi le hizo la pedorreta:

—Vamos, sí, que es tarde.

Pierre cruzó la mirada con su hermano Nicola, durísima como siempre, como cada vez que se iba a bailar. Lo vio ponerse rojo y aguantarse la rabia. Esa mirada no le concedía más que un par de minutos de autonomía, para despedirse de todos, y él tenía intención de aprovecharlos hasta el último segundo. Salió rodeando la barra y atravesó el local lentamente, elegante y desgarbado. Se detuvo en la mesa del tarocchino:

—Hasta luego, Botón, me voy. No ganes demasiado.

—Adiós, desgraciado.

Se despidió de la Gaggia y de Walterún, y esperó la mirada de Garibaldi, como una bendición antes de salir al ruedo.

Bortolotti, Melega y los otros del billar se limitaron a hacer un gesto que los incluyó a todos.

La cara de Nicola estaba a esas alturas morada, a punto de estallar: ya era hora de tomar la puerta. Lo vio limpiar la barra cada vez más deprisa y decidió que la provocación era más que suficiente.

—¡Vamos!

Salieron los cuatro en fila, hechos unos figurines para la fiesta, dispuestos a cualquier gesta, como héroes que entran en liza para hacer palidecer a todos.

Un instante después estaban ya en camino montados en las bicis, con los abrigos remetidos bajo el trasero para que no se los pillaran las ruedas. Cada uno tenía un detalle de particular elegancia: Brando el sombrero, Gigi los guantes de piel, Palillo el reloj con leontina de su padre y Pierre una bufanda blanca de mohair.

Mazzoni Gigi pedaleaba a la cabeza erguido y ufano, sacando pecho, la raya a la derecha, la barbilla cuadrada. De día trabajaba de metalúrgico en una fábrica, iba siempre cubierto de grasa y con un pestazo a máquina que le llegaba a uno de lejos. Pero por la noche era otra persona: su destreza en el baile, los movimientos sueltos y ágiles, le habían hecho ganarse el sobrenombre artístico del Hombrecillo de Goma.

Detrás venía Giuseppe Branca, barbero. Con ocasión del estreno de ¡Salvaje! todos le habían apodado Brando, por el parecido, apenas marcado, con el actor. Él, evidentemente, se sentía orgulloso y desde aquel día el Pippo de confianza había caído en el olvido, dando paso a ese altisonante Brando que impresionaba a las chavalas, y cuidadito con llamarle de otro modo.

Delante de Pierre iba Aristide Bianchi, el más tímido, que para él era Aramis. A todas les decía que trabajaba de enfermero, cuando en realidad solo era un simple ayudante en el Sant’Orsola.

Flaquísimo, raramente sacaba las manos de los bolsillos, pero tenía una elegancia muy suya y cuando caminaba por las calles del barrio su figura era inconfundible. De ahí que le llamaran Palillo.

Luego venía él, Piero Capponi, más conocido como Robespierre. Su padre, Vittorio, había tenido que ponerle Piero porque durante el fascismo los nombres extranjeros no estaban permitidos.

Pero desde chiquillo para todos había sido Robespierre y aquel era su verdadero nombre, porque los nombres verdaderos son los que uno elige y prefiere, no los que figuran en los documentos. Al final se había convertido en Pierre, nombre más simple y con un toque exótico que gustaba. Tenía veintidós años, ocho menos que su hermano, pero por lo distintos que eran podrían haberse llevado el doble.

En cambio, con Brando, Gigi y Palillo había más que una amistad. Tenían intereses comunes que el trato cotidiano reforzaba. Los cuatro formaban un equipo, eran los mejores bailarines del barrio, y hacer morder el polvo a todos los demás era casi una misión, como luchar para los soldados de Richelieu y hacerles ver que contra los filuzzi del bar Aurora nadie podía.

En aquel momento, camino del Pratello, se sentían invulnerables y unidos. Precisamente como los mosqueteros.

Mosqueteros comunistas, se entiende.

La entrada a la sala del Pratello costaba trescientas liras, pero Pierre y sus amigos entraban gratis, porque cuando corría la voz de dónde bailaban había gente que iba expresamente a verlos.

Con el Trío Bonora se entendían bien. Los músicos sabían cuáles eran las piezas preferidas de los bailarines y se las tocaban gustosamente. La primera era siempre una mazurca, no demasiado rápida, para entrar en calor. Pierre empezó a bailar formando pareja con Brando, y a Palillo le tocó hacerlo con Gigi.

La mazurca hizo que se llenara la pista, incluidas las mujeres, que por lo general no aguantaban los compases vertiginosos de aquel baile. A la segunda o tercera evolución, el ritmo comenzó a aumentar. El organillo de Nino Bonora, acompañado por un contrabajo y una guitarra, parecía no ir a pararse nunca. A la sexta pieza consecutiva no quedaban en la pista más que los mosqueteros del bar Aurora. De las mesas se alzaban gritos de aliento y aplausos para las evoluciones más complicadas. Palillo, acentuando su bailar «de mujer», empezó a contonearse.

Terminada la pieza, el guitarrista Aroldo Trigari se acercó al micrófono y anunció:

—¡Y ahora agárrense fuerte, que esta polca es un verdadero terremoto!

Bonora arrancó a tocar a ritmo rapidísimo y los cuatro filuzzi siguieron la música cada uno por su cuenta, cruzándose y cambiando de pareja a cada giro. Ejecutaron una tras otra cuatro figuras de danza distintas, y a la quinta toda la sala fue un solo y mismo aliento. Las muchachas se agarraban a las mesas para no verse derribadas por el torbellino de energía con el que Robespierre Capponi ejecutaba el famoso frullone a chinino,[5] en el que no tenía más rival que Neri Raffaele, llamado Felino, de Borgo San Carlo.

El terremoto polca era la última pieza de la primera parte. Tras él, la orquesta atacó un vals muy tranquilo. La parte central de la velada, para los apasionados, estaba más cerca del lento romañolo que de la verdadera filuzzi. Sin embargo, nadie se lamentaba, porque era la oportunidad para sacar a bailar a alguna chica bonita, y la mayoría de la gente iba allí para eso.

—¿Pasamos al ataque? —preguntó Gigi, arreglándose la corbata después de tanto bailar.

Pierre se secó la frente con el pañuelo.

—Déjame al menos recuperar el aliento. Tomémonos un trago, luego ya veremos.

—Tú quédate aquí, entonces. Nosotros vamos de avanzadilla.

Gigi y los otros sabían perfectamente que los ojos negros de Capponi gustaban a más de una muchacha y preferían adelantársele en la elección de la bailarina.

—¿Baila, señorita? —Palillo se inclinó delante de una morena rozagante, con aires de curtido conquistador.

—¿Sabes bailar también como un hombre?

—Por supuesto, y no solo eso.

Pierre se quedó en la barra por lo menos durante tres o cuatro canciones tomándose un vermut. Sabía que había una chavala que lo esperaba solo a él. También ahora, mientras bailaba con un tipo, lo miraba con ojos tiernos a cada vuelta. Entre otras cosas, era la que mejor se movía de todas. Pierre pensó que tenía que ser buena también en la filuzzi. Al acabar la pieza, tiró el pitillo y lo aplastó con la suela del zapato. Cruzó la pista como si se paseara por la piazza Maggiore un domingo por la mañana, con la mano en el bolsillo de los pantalones, debajo de la chaqueta, más Cary Grant que nunca. Al llegar frente a la chica le ofreció el brazo y la invitó con la mirada y una sonrisa apenas esbozada.

Tras la primera pirueta preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Agnese Bernardi.

—¿Vives aquí en el Pratello?

—Sí, aquí cerca.

Pierre recordó la regla. Si invitabas a bailar a una chavala de otro barrio, después de la primera pieza tenías que desistir y dejarla estar durante el resto de la velada. Un segundo baile significaba que lo estabas «intentando».

Así, cuando la música se interrumpió, Pierre hizo ademán de despedirse. Justo en aquel momento, por un movimiento calculado o por casualidad, a la muchacha se le salió un zapato. Apoyándose en su caballero para ponérselo, Agnese Bernardi, esta vez sí, dio precisamente la impresión de tardar más de lo necesario. La orquesta arrancó mientras estaban aún cogidos, con una pieza rápida que presagiaba el gran final filuzziano. La muchacha del Pratello comenzó a menearse al ritmo de la música y Pierre, tras un primer titubeo, se olvidó de la regla y comenzó a menearse también. Saltos, deslizamientos, evoluciones y piruetas: la pareja destacaba entre todas por llevar perfectamente el compás y por la agilidad. Alrededor crecía el ruido. Ella sonreía, era bonita, y se desenvolvía realmente bien incluso en los ritmos más rápidos. Pierre la puso a prueba y ella estuvo a la altura. Se encontraron en el tercer baile sin darse cuenta, por el puro placer de bailar. Para él era una oportunidad de experimentar los ritmos más rápidos con una chavala en lugar de hacerlo como siempre con Brando. A pesar de toda la amistad del mundo, aquello era otra cosa.

Luego, por encima de la música, destacó una voz masculina entre las demás, rompiendo la magia de la danza:

—¡Ya vale, le rompo la cara!

Aun concentrado en el baile, Pierre supo que algo no marchaba, que el bullicio creciente no era solo de admiración y que la frase que acababa de sonar no auguraba nada bueno. Aprovechó una pirueta para volverse a mirar. Un tipo fornido se liberaba en aquel preciso momento del agarrón de dos personas y venía hacia él con aire amenazador. El Rey de la Filuzzi prolongó su giro en una vuelta y media, y terminó justamente delante de él, aprovechando el efecto sorpresa y la carrerilla para derribarlo. Las cosas se precipitaron. Brando recibió un puñetazo en un ojo sin ver quién se lo soltaba, Gigi cogió desde atrás por la garganta a uno bajito, mientras Palillo estaba ya por los suelos sacudiéndose con uno mucho más gordo que él. Como no podía ser menos, algunos trataban de calmar los ánimos, entrometiéndose, reteniendo a los más nerviosos.

—¡Vamos, muchachos, que no hay para tanto!

—¡Basta ya, Pirein, que Pompetti llame a la poli!

Los empujones y los porrazos no duraron más de diez minutos, el tiempo suficiente para que los más nerviosos pudieran dar y recibir al menos un castañazo, y el necesario, en cambio, para que los más tranquilos convencieran a los mosqueteros del bar Aurora de que se largaran a casa y a los del Pratello de que se comportaran.

—Hubieran tenido que atizarte más.

Nicola siempre había tenido el sueño ligero. Tal vez era aquello que lo corroía por dentro lo que lo desvelaba. Quizá la guerra.

Desde el umbral de la estancia lo miraba con desprecio y conmiseración.

Pierre se hundió aún más en el sillón y se aflojó la corbata:

—Yo en cambio creo que no volverán a intentarlo. Hijos de puta.

Con el pañuelo se taponó la herida de la boca.

—De haber estado nuestra madre la paliza te la hubiera dado ella, no te quepa duda. Siempre buscando que te zurren por un pelo de coño.

Pierre estaba demasiado cansado para discutir, pero siempre que se imponía callar la rabia ganaba la partida:

—Deja tranquila a nuestra madre, ¿entendido?

—Mira que llegar a estas horas de la noche, con la boca rota. Mañana estarás medio muerto detrás de la barra. Si tía Iolanda no me hubiera pedido que estuviera encima de ti, te daba una buena patada en el culo y adiós muy buenas.

—¡Y deja tranquila también a tía Iolanda, vale!

La voz ronca de Nicola se cargó de disgusto:

—Se han deslomado para sacarnos adelante y vaya satisfacción les das. ¡Casi es mejor que mamá esté muerta!

Pierre estalló:

—¡Cállate! ¿Qué vas a saber tú? ¡Siempre tienes que decir alguna cosa! Siempre juzgando, siempre renegando. Sí, me gustan las tías, ¿y qué? Me gusta bailar y soy bueno y todos me admiran, ¿sabes?, me miran. ¿No te parece una satisfacción? Pero mírate tú, siempre detrás de la barra, siempre cabreado. ¡Parece que tengas noventa años!

—El bar nos da de comer, guapo, y si no te gusta trabajar, aire. ¡Andando, lárgate, vete con papá a Yugoslavia, que allí te darán un buen trabajo, sí, de picapedrero! Vete allí, que te sentará bien un poco de disciplina militar ¡y menos soplo en el corazón! ¡En la cabeza tienes tú el soplo!

—Vete a la mierda. ¿Que me vaya con papá, dices? ¡Si desde marzo no da señales de vida, si no sabemos siquiera si sigue vivo! Pero a ti eso te importa un bledo, ¿verdad? Tú tienes que trabajar, tú eres alguien serio, tú…

Nicola desapareció en la oscuridad del dormitorio y Pierre se quedó allí sentado, casi tumbado en el sillón. Estaba dolorido y cansado y no sentía ya el lado derecho de la boca. Le entró una gran tristeza, como cada vez que discutía con su hermano. No lo odiaba, sabía que no era una mala persona. Según tía Iolanda le daba miedo coger cariño a las personas, le daba miedo que luego se fueran. De todos modos, cuando era un chaval, Nicola le parecía un héroe, alguien de quien enorgullecerse ante los demás: «Mi hermano estaba en la 36 División». Recordaba también que cuando los alemanes lo hirieron de un disparo él había llorado de rabia y de orgullo. Habían tenido que operarlo y desde entonces los clavos de la pierna se habían convertido en la marca indeleble de la guerra. Pero a medida que fue creciendo surgieron las diferencias.

Pierre sentía que hasta que no se fuera de casa aquel conflicto no se resolvería.

Y allí estaba, sentado en el sillón, apretándose la boca con un pañuelo y pensando adónde podía ir, sin un céntimo, sin pasaporte, y con un conocimiento del mundo que iba de Módena a Marina di Ravena.

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