54

54


PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 6 Palm Springs, California, 18 de enero

Página 13 de 133

CAPÍTULO 6
Palm Springs, California, 18 de enero

Afilar la cuchilla en la correa de cuero sujeta a la pared, disolver el jabón en el cuenco con agua caliente, quitar las cerdas gastadas de la brocha de pelo de tejón, enjabonarse la cara, pasar la navaja, demorarse cerca del hoyuelo de la barbilla, quitar los restos de jabón con el trapito caliente, inspeccionarse el rostro en busca de pelos supervivientes. Cary se afeitaba con la derecha, paladeando cada instante de aquella liturgia matutina que precedía al acontecimiento sagrado que suponía vestirse: traje y camisa encargados en Quintino de Beverly Hills, corbata a juego con los calcetines y nada de ligas porque los calcetines de Cary no osaban descender al tobillo. Derby o Full Brogues en los pies.

Archie, que era zurdo, se pasó por las mejillas la palma de la mano izquierda ahuecada. Dos días sin afeitarse y ningunas ganas de hacerlo. Unos cañones entrecanos, híspidos, incómodos.

Demorándose en aquella operación, sintió contra el labio inferior lo que quedaba de uno de los viejos callos de acróbata, un hoyito de piel seca y blancuzca de casi treinta años.

Cada semana las manicuras alisaban y limaban, esparcían ungüentos, suavizaban las manos de Cary, manos que cualquier mujer del planeta habría querido ver bajo su falda desabrochándole la blusa, pero el tejido calloso volvía a asomar, recuerdo de su vida anterior, el pasado de Archibald Alexander Leach.

Manos sobre el suelo en centenares de cabriolas, roce en las cuerdas de mil volteretas, equipajes transportados de una ciudad a otra, cientos de pequeños teatros y music halls, maquillarse, saltar. Bob Pender’s Nippy Nine Burlesque Rehearsal. Funámbulos, payasos y prestidigitadores, sesiones diarias de tarde y noche para la clase trabajadora del Reino.

Pender decía: «Venga, muchacho, tienes que ganarte los garbanzos. ¡No basta con saber caminar sobre las manos para hacer teatro!».

Entre bastidores, mientras en el escenario se exhibía el extraordinario mago Devant, Archie se quedaba encantado mirando los ojos del público más joven, vibrantes en el reverbero de las lámparas.

Archie leía en aquellos ojos la sorpresa, el sueño, la huida momentánea de una vida de mierda y de trabajo. Ojos de jóvenes ya traicionados por su futuro pero dispuestos a reaccionar con un encogimiento de hombros y un a mí qué me importa, embutidos en un buen traje un tanto raído, ni rígidos ni acartonados, descarados y sonriendo sarcásticamente en la cola para sacar las entradas, de nuevo niños frente a los saltimbanquis y a los trucos de un ilusionista.

Los ojos del chiquillo de Bristol que, una fatídica tarde de agosto de 1910, se había quedado hipnotizado por las pantomimas y las acrobacias de Bob y Doris Pender, hasta el punto de querer seguirles, ser actor, alejarse de un padre evasivo y del vacío de una madre desaparecida. Teatro Empire-and-Hippodrome, se apagan las luces…

El inglés con culeras había surcado el Atlántico para llevar a cabo una gesta titánica: subir a la montaña más alta dando la impresión de enfrentarse a una ridícula colina, mejor dicho, un promontorio, un escalón, mueves un pie detrás de otro sin tomarte la molestia de pensar en ello.

Cary Grant.

¡Qué atónito se había quedado, a finales de los años treinta, el hombre del nuevo siglo! El asombro acompañaba a la certidumbre: ¿quién no había deseado alguna vez esa perfección, arrancarle al empíreo la Idea de «Cary Grant», entregársela al mundo para que este cambiara, y por último perderse en el mundo transformado, perderse para no volver a aparecer nunca más? El descubrimiento de un estilo y la utopía de un mundo donde cultivarlo.

Mientras tanto, hacía carrera y ganaba prosélitos un pintamonas austríaco cuyos discursos llegaban al corazón mismo del Volk «a machamartillo», y un lejano fragor de armas anunciaba ya lo peor, el choque de dos mundos.

Frente al mundo de Cary Grant, el Pintamonas había perdido con deshonor, en un charco de sangre y de heces.

De acuerdo, había sido mérito también del invierno ruso, pero una cosa era cierta: el Hombre Nuevo, por lo menos de momento, no tendría que llevar culatas metidas en botas de cuero de dos pies de altas, para marchar con las piernas tiesas.

El Hombre Nuevo, si acaso, se vería reflejado en Cary Grant, prototipo perfecto de Homo atlanticus: educado, pero no aburrido; moderado, pero progresista; rico, por supuesto, incluso riquísimo, pero no estirado ni mucho menos perezoso.

Hasta algunos de los más acérrimos enemigos del capitalismo, de Estados Unidos, de Hollywood, sabían separar el grano de la paja.

Cary Grant, nacido proletario y, por si fuera poco, con un nombre ridículo, había desafiado al destino con el entusiasmo de los mejores representantes de su clase. Se había negado a sí mismo como proletario, y ahora hacía soñar a millones de personas. Lo que había logrado un individuo, con más razón podía lograrlo el resto de la clase obrera.

Cary Grant era la prueba de que el progreso existía e iba en la dirección adecuada como mínimo desde el Hombre de Cromañón. El socialismo coronaría esa impresionante serie de resultados con la justicia social, la armonía entre los seres humanos y la liberación de toda energía creativa. En la sociedad sin clases, todos podrían ser Cary Grant.

Bueno, no exactamente. Esto es lo que dirían unos cuantos intelectuales. Ni a los proletarios ni a los burgueses les importaba gran cosa el materialismo histórico. Sencillamente admiraban a Cary Grant y querían ser como él.

Aquel día Archie Leach cumplía cincuenta años. Los últimos dos habían sido los peores.

¡Qué duros habían sido para Cary! Tres fracasos consecutivos de taquilla. La decisión de retirarse de la escena. Unas vacaciones por Extremo Oriente en compañía de Betsy, que no le habían restablecido lo bastante los ánimos caídos. La extenuante búsqueda de paliativos, el yoga, nuevas lecturas, la permanente intoxicación de self-improvement pero sin el momento de la verdad, sin auténtica motivación. Una difícil relación con Archie, que usaba su mismo cuerpo y volvía a reclamarlo en los períodos de crisis y desorientación. Una difícil relación con Elsie, que había reaparecido por sorpresa quince años antes.

En cuanto a Betsy, ella se había enamorado locamente, hacía todo lo posible por levantarle los ánimos, lo había hipnotizado para que dejara de fumar, decididamente era la mejor mujer que podía tener. Pero no bastaba. Nunca bastaba.

Tras un año y medio que le había parecido interminable, afloraba cauto el deseo de volver a actuar, lanzar miradas cómplices a los espectadores, poder improvisar de nuevo aquellas soberbias frases. Pero el deseo tenía que pugnar con los efectos de una larga depresión, con la ausencia de guiones interesantes y sobre todo con el disgusto de Archie por las intromisiones de Joe McCarthy y de sus tiralevitas. Sentimientos de culpa y de pesar por su indiferencia, por no haber protestado, defendido el mundo libre como quince años antes, contra los alemanes.

Para Archie, los americanos eran ya los alemanes de sí mismos.

Chaplin estaba en el exilio. Los mejores escritores, en la lista negra.

Cary no era ciertamente un radical, menos aún un comunista, pero ¿cómo soportar todas aquellas intrusiones en la vida privada de la gente, en sus ideas políticas?, «¿ha estado usted alguna vez afiliado a tal partido, a tal sindicato, a tal círculo…?». ¿Qué les había entrado a todos? Uno sabía hacer o no su trabajo, era o no un buen guionista o director, o actor. Si las humoradas divertían, si las escenas de amor apasionaban, si la historia tenía pies y cabeza, y más lo segundo que lo primero, entonces no contaba nada más.

Desde hacía por lo menos un año, Archie había vuelto a pensar en Frances Farmer, de cuyo destino consideraba culpables a todos, incluso a Cary, y sobre todo a Cliff.

Al cabo de algunas semanas, Frances había vuelto a visitarles.

Tenían con ella unas charlas desgarradoras, de las que salían hechos polvo. No, no la Frances del 54, destrozada por el manicomio. Era la Frances del 37, la incipiente actriz, guapísima y salvaje, la muchacha que no creía en Dios y que había estado en Rusia.

—¿Sabes, Cary?, no te entiendo. Todo lo que haces, cómo te mueves, cómo hablas con ese acento que no es ni inglés ni americano… Ya veo que trabajas duro tu personaje… No, no el personaje de esta película, me refiero al personaje que interpretarás todos los días para el resto de tu vida. Me parece que casi lo has logrado, pero… pero no me convence, ¿sabes?

Hablaba así durante las pausas para tomarse un café en pleno rodaje de Ídolo en Nueva York; se dirigía a Cary pero hablaba con Archie, capullo a punto de abrirse.

—Lo esperan también de mí, me imagino, lo espera mi madre, lo espera Hollywood, pero… No lo consigo. ¿Por qué no ser simplemente uno mismo?

Pobre muchacha de Seattle. La habían hecho polvo entre todos: los productores, los politicastros, la policía, la prensa amarilla, los comecocos… y naturalmente Cliff. El gran dramaturgo Clifford Odets, gran amigo de Cary, intelectual de pacotilla. La había seducido con sus paparruchas, las causas justas (con tal de que estuvieran lejos de casa y con McCarthy aún por llegar), el busto de Lenin sobre la mesilla de noche, citas de libros. La había seducido para luego darle una patada en el culo, abandonada a las venganzas de Hollywood, a las columnas de chismografía de Edda Hopper y Louella Parsons, a una madre canalla que la haría internar.

En el manicomio, precisamente como Elsie.

Archie no se resignaba, y hacía sentirse culpable a Cary.

Igual que diecisiete años antes, los mismos cabellos rubios, las cejas afeitadas, el cuerpo no violado aún, envuelta en una especie de sudario. Volvía a ellos sonriente, pero recordándoles que no habían dicho una sola palabra contra sus perseguidores.

Ir a la siguiente página

Report Page