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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 8 Nápoles, 21 de enero

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CAPÍTULO 8
Nápoles, 21 de enero

No había que fiarse, y punto.

Llevarse deprisa el camión de aquel infierno de carritos y «criaturas», verdadera horda de perros famélicos y vagabundos, de gritos incomprensibles que van y vienen y de un olor a grasa que se mezcla con el tufo dulzón de la fruta pasada. Cargar y andando, sin perder tiempo, nada de pararse, él delante y Palmo detrás de él, aunque hubiera que hacer doce horas de cola. Un lugar así no tenía nada que ver con las historias de la guerra, su guerra. O mejor dicho, sí que tenía que ver, bastaba con volver la mirada y ver todas las señales de la Flota, todos aquellos militares, pero tenía que ver en otro sentido que aún no comprendía. Le habían dicho que era como Calcuta, y él había asentido. Pero ¿quién había visto Calcuta? No desde luego Ettore, que, de todas formas, follones, mierda y fusilamientos estaba seguro de haber visto bastantes, pero esta Calcuta del Sur, Nápoles, le causaba impresión, y Palmo le preocupaba, ¿cuánta gente había por allí alrededor? Marcharse rápido, sonrientes y amigables, pero rápido. No tenía siquiera caramelos o chocolatinas, qué sé yo. Todos aquellos niños que daban brincos, gritaban, corrían como demonios sobre aquellos carritos de madera con ruedecillas de hierro buenamente clavadas, le producían ansiedad, una cosa sutil, como el mal que se había llevado al otro mundo a parte de su familia y a muchos compañeros, que ni siquiera la Thompson bien escondida bajo el asiento del conductor lograba aplacar.

Cigarrillos americanos, mecheros Ronson de gas líquido recargables, whisky de varias marcas, y relojes baratija con los que los peleles de via Emilia aligerarían las carteras de muchos incautos.

Aquella era la carga de Ettore en Nápoles, recubierta de balas de paja y arpillera en gran cantidad. Era la primera vez que viajaban con dos medios de transporte, grandes camiones con toldo, herencia de la guerra, que echaban más humo que el volcán de allá enfrente.

No había que distraerse.

El hombre al que todos, sumisos y deferentes, llamaban Vic, dirigía aquel caos casi inmóvil, embutido en una chaqueta cruzada azul marino que lo hacía aún más macizo, un cubo de granito con el pelo estirado hacia atrás con brillantina y el flequillo saliente. Vic no tardaría en hacerles una señal con la cabeza y se moverían, él delante y Palmo detrás, hacia la salida del puerto.

Dio un bocinazo en medio del estruendo y por un momento vio estremecerse la expresión poco inteligente de Palmo, un momento tan solo, antes de que asomara la cabezota por la ventanilla.

—¡Cuando nos den la señal de arrancar, pégate a mí y no te pares en ningún momento! —dijo Ettore, en voz alta, y Palmo asintió poco convencido.

Tras unos largos minutos y otros dos pitillos, el hombre al que todos llamaban Vic levantó por fin el brazo derecho, y con tres secos ademanes indicó que la carga estaba completa, que dieran la vuelta y se dirigieran por la calzada que bordeaba los muelles hacia la salida. Unos cuantos cientos de metros recorridos en columna, a paso lento, detrás de otros camiones, carros tirados por caballos escuálidos, mujeres que ofrecían agua fresca, fruta y alimentos fritos de todo tipo. Luego aquellos monitos, sucios y apestosos, que seguían brincando y dando vueltas por allí alrededor.

En la entrada de via Marina, la larga carretera junto al puerto que debía sacarlos de la ciudad, el caos alcanzó su punto álgido, debido al paso del tranvía, con desbandada de carritos y caballos, y cuando se abrió un hueco, Ettore se coló por él decidido y se abrió paso hacia la carretera despejada.

Detrás de él, el frenazo del camión de Palmo y unos gritos enloquecidos le anunciaron el desastre que se temía.

Un chiquillo se retorcía debajo de las ruedas traseras, o mejor dicho, entre las ruedas y el carrito en el cual era arrastrado por sus compañeros, gritando como un poseso, mientras otro se agarraba al parabrisas y gritaba él también: «¡Lo ha matado! ¡Lo ha matado!»; la gente no tardó en agolparse alrededor.

Cuando vio a Palmo que, rojo, bajaba del camión empuñando el fusil comprendió que estaba armada.

—¡Por los clavos de Cristo, Palmo! ¡Quieto ahí, no bajes, Palmo!

¡Por Dios!

Pero Palmo estaba ya abajo y a partir de ese momento todo fue cuestión de segundos: los chiquillos derriban a Palmo, montan con la carga y aprovechando el hueco momentáneo que se ha hecho tras el camión, dan rápidamente media vuelta y se alejan, a pesar de los disparos que Ettore, furibundo, hace al aire.

Uno de los monitos de la banda no había conseguido escapar.

Forcejeaba, mientras Palmo volvía hacia el camión blasfemando, fusil en mano y aquel mal bicho apretado bajo el brazo.

Ettore no había podido hacer más que mirar, a menos de quince metros de distancia. De haber bajado, habría perdido también él su camión.

—Eres un cretino, Palmo —dijo en cuanto este hubo subido con la serpiente que se retorcía y gritaba: «¡Déjame! ¡Déjame!». Ettore le soltó un revés. El crío dejó de moverse.

—¿Y ahora qué hacemos? —preguntó Palmo, que jadeaba, agitado.

—Volver a los muelles, a matar a alguno y a dejar que nos maten.

Ninguna de las dos cosas estaba entre las intenciones de Ettore, pero estaba cabreado, lo había dicho por meter miedo a Palmo y a aquel pequeño hijo de puta. ¡Le habían birlado el camión, la madre de Dios! ¿Qué le iba a decir a Bianco?

I’m sorry, goombah.[6] Estos chavales de aquí son unos verdaderos demonios, these fuckin’ brats[7] son unos diablos…

—Oye, americano, yo no me voy sin el camión y la carga, y ya sé que ni mi socio ni yo saldremos bien parados, pero antes nos divertiremos también nosotros.

—Escucha, amigo. Voy a ver qué puedo hacer. Pero aquí no quiero líos. Deja las armas y dile a tu socio que suelte al chaval, que no os sirve para nada, pues hay muchos como ese por aquí. Si no se presentará la Military Police.

Ettore le miró torvamente:

—¿Crees que no sé que aquí la policía ve lo que quiere ver?

Quiero mi camión. Sin el camión habrá una escabechina.

Victor Trimane resopló un par de veces, troubles every fuckin’ day.[8] Se ajustó la corbata, echó un vistazo alrededor, e hizo una seña a uno de los muchos hombres que allí había.

Intercambió unas pocas frases con un tipo pequeñajo y flaco que gesticulaba a más no poder, y que primero decía que no con la cabeza, y luego, resignado, pareció convencerse. Mientras el hombre se alejaba, Vic dijo en voz alta:

—Díselo, que ya iremos Steve Cemento y yo. ¡Díselo, Antonio, y date prisa!

Se volvió hacia Ettore con una sonrisa de oreja a oreja.

—Amigo, ya verás como ahora mismo lo resolvemos todo. Tú espera aquí y no hagas tonterías.

Luego se acercó a Palmo, liberó al niño del apretón y lo largó con una patada en el culo.

Ettore se encendió otro cigarrillo, debía aguardar y esperar que todo fuera bien, que no le estuvieran tomando el pelo, a él y a aquel imbécil de socio que tenía.

Palmo estaba a su lado, mudo y con el rostro encendido, temblaba y no había soltado aún el fusil.

Ettore le ofreció un cigarrillo:

—Fúmatelo y guarda el arma, rápido.

Una hora después, Antonio volvió a aparecer al volante del camión entre los gritos y el escándalo de una multitud que no había dejado en ningún momento de comentar lo sucedido.

Ettore se sintió más ligero, pero también el camión lo estaba.

Ante la caja vacía miró a Vic con aire interrogativo.

Este se encogió de hombros:

—¿Qué se le va a hacer, amigo? Estos son unos bestias. La miseria los vuelve unos bestias. No conseguimos dar trabajo a todos. No nos dejan trabajar ni siquiera a nosotros. Hazme caso, has tenido suerte. Has recuperado el camión, y debes creerme, es una suerte, pues aquí han desmontado portaaviones, han vendido barcos americanos enteros. Listen to me: en compensación, ahora te pongo otras cinco cajas de cigarrillos y una de whisky, para no dejar el camión vacío. Y tú te vuelves a casa contento y con la bendición de don Luciano. Ok, goombah?

Ettore se miraba la punta de los zapatos con la colilla hecha una brasa entre los labios. Solo tenía que cumplir con su papel, que le parecía bien, porque hecho una furia lo estaba, pero no se podía hacer otra cosa. El camión, eso era lo fundamental.

Alzó la mirada, manteniéndola fija durante unos segundos en los ojos del americano. Hizo una seña a Palmo, que no dejaba de dar vueltas en torno al camión para comprobar que estuviera entero.

—Nos vamos.

Volvían a Bolonia, a ver a Bianco.

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