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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 47 Bolonia, 2 de julio

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CAPÍTULO 47
Bolonia, 2 de julio

Fuck it!

Zollo cerró el capó con un golpe espantoso.

Pagano se acurrucó en el asiento. Plato del día: un cabreo a la pimienta negra.

Zollo se sentó en el asiento del conductor y encendió un pitillo. Tenía sueño, no dormía desde hacía dos días, como si tuviera un ladrillo en vez de cerebro.

—El carburador se ha estropeado —dijo echando el humo.

Pagano aventuró:

—Busquemos un mecánico.

—Este es un coche americano, capullo, aquí no hay piezas de recambio.

Zollo estaba furioso, estaba cansado, pero tenía que pensar. Esa noche lo esperaban al otro lado de la frontera. Si no llegaba a tiempo el negocio se iría al traste y adiós muy buenas, le tocaría irse con el maletín lleno de droga y buscar un comprador quién sabe dónde. Demasiado arriesgado. Ahora ya Luciano debía de haber caído en la cuenta de su fuga. El tiempo disponible estaba tocando a su fin, no quedaba ya margen, tenía que encontrar una salida. Las cosas tienen un tiempo límite. Ir más allá significa arriesgarse. Había estado expuesto demasiado tiempo. Le había asistido la fortuna, le había hecho volver a encontrar la heroína. No podía pedir más. Ahora hacía falta una idea y una carrerilla final. Con el aliento que le quedaba.

Piensa, Steve, piensa. Tendrás el resto de tu vida para dormir cuanto quieras. Ahora tienes que terminar la partida.

Abrió un doble fondo de debajo del asiento y extrajo la Smith & Wesson.

Pagano se cagó de miedo.

—¡Huy, Stiv, yo soy amigo tuyo!

Zollo le lanzó una mirada de reojo, se metió el revólver en el cinto y se abotonó la chaqueta. Luego se metió en el bolsillo el cargador de reserva.

Bajó del coche, abrió el maletero, cogió el maletín con la mercancía y lo metió en el habitáculo.

Desenganchó la rueda de recambio y la apoyó en el asiento trasero. Con la navaja rajó la cubierta y pasó los fajos de billetes al maletín. Antes de cerrarlo se metió alguno en el bolsillo.

—Baja.

Pagano no se lo hizo repetir dos veces. Se quedó de pie junto al coche, titubeante.

Vio a Zollo romper la documentación del coche y vaciar la guantera de todas las chorradas que le había metido allí dentro: fiches de recuerdo, papeles, mapas de carreteras, postales.

Lo rompió todo y dejó que el viento se llevara los fragmentos.

Las fiches y la matrícula terminaron en una alcantarilla.

Un último vistazo: nadie a la vista.

Let’s go.

Zollo se encaminó a lo largo de la acera.

Pagano se quedó parado, rascándose el cogote.

—Pero ¿cómo, Stiv? ¿Adónde vamos?

Zollo se detuvo.

Tenía esa mirada que te hacía cagarte de miedo.

—Volvemos a Francia.

—¿Y cómo? ¿Con el tren?

Steve Cemento agitó los billetes.

—Con estos. Trata de seguirme, porque si armas algún lío, te levanto la tapa de los sesos.

Estaba serio. Muy serio.

Pagano se apresuró a alcanzarle.

El almacén se hallaba inmerso en la canícula estival. Ettore, sentado en una mecedora, dejó que los dos tipos se acercaran. Saltaba a la vista que eran forasteros.

Cuando les oyó hablar se convenció de ello.

—Es usted quien trajo el televisor americano de Frosinone aquí, ¿verdad?

Respuesta implícita. Ettore no gastó saliva en balde.

En tantos años de dedicación al comercio y al contrabando había aprendido a calar a los hombres a simple vista. El tipo que tenía delante entraba dentro de la categoría de las personas como él. Sabía reconocerlos por simple intuición. Esos que no hacían ni de amos ni de trabajadores.

—Y usted debe de ser el que lo buscaba.

Zollo asintió.

—Tengo que llegar a Francia antes de las tres de la madrugada. Sin pasar por la frontera.

Ettore se alisó los bigotes.

No era un policía. También eso le daba en la nariz. Era un perro perseguido como tantos otros. Y normalmente quien tiene tanta prisa está dispuesto a pagar bien.

—Francia es grande.

—Me basta con cruzar la frontera.

—¿A Mentone?

—A Sospel.

—¿Lo busca la poli o los socios a los que ha dejado colgados?

Zollo ignoró la pregunta, sacó un par de fajos de billetes del bolsillo y se los tiró al regazo a Ettore.

—Habrá otros tantos una vez que hayamos llegado.

El otro contó el dinero.

—Francos franceses. ¿Son limpios?

—Ganados en el casino.

—Por el viaje está bien. ¿Lleváis otra mercancía? Tengo que conocer los riesgos que corro.

Zollo dudó.

—Los riesgos son altos. Por eso pago bien. Si no se ve con ánimos, me dirigiré a otro.

Ettore lanzó un vistazo al maletín que Zollo sostenía con fuerza.

—¿Ese es todo el equipaje?

—Sí. Somos dos. Está también el muchacho.

Pagano hizo un gesto de saludo que resultó totalmente ridículo.

Ettore sopesó los pros y los contras. Era bastante dinero. Ir y volver. Conocía el camino de los fronterizos, lo había hecho otras veces. Llegar a Sospel era también más fácil que llegar a Mentone.

A Bianco no le hablaría de ello. El jefe no aprobaba los transportes nocturnos: demasiado arriesgado. Eso excluía a los otros muchachos de la empresa. No era prudente afrontar el viaje solo, sin nadie que le guardara las espaldas. Ese tipo cargado de dinero tenía toda la pinta de tener problemas. Problemas serios. Mejor tomar las debidas precauciones.

Se levantó y se acercó al teléfono.

—¿Robespierre? Te necesito esta noche… Ven enseguida al almacén, salimos dentro de una hora… Me importa un bledo el bar, ¿no eras tú quien quería el dinero? Bien, hay bastante, para saldar tu deuda e incluso sobradamente. Estaremos de vuelta mañana… De acuerdo, date prisa.

Ettore salió de la garita que hacía las veces de oficina y se plantó delante de Zollo, que mientras tanto se había encendido el enésimo pitillo.

—Trato hecho. Salimos dentro de una hora.

Se fue hacia la trasera y abrió el candado de una caja de hierro.

Sacó una Thompson y dos Luger y las envolvió en una manta.

Antes de volver a cerrar la caja dudó un instante, luego cogió también un par de granadas.

La vida le había enseñado a hacer caso a los presentimientos.

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