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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 10 Bolonia, domingo 24 de enero

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CAPÍTULO 10
Bolonia, domingo 24 de enero

Se inclinó hacia delante por entre los asientos y le indicó al taxista la avenida arbolada de la derecha.

Los troncos de los álamos se hundían en la nieve a los lados de la calle y las ruedas del coche salpicaban de barro las ventanillas laterales. Angela se había puesto expresamente zapatos de tacón alto, esperando con aquella excusa convencer a Ferruccio para que renunciase al paseo.

El conserje reconoció a la señora Montroni apenas la vio entrar y enseguida mandó llamar al enfermero que se ocupaba del hermano.

A Angela no le gustaba demasiado Villa Azzurra, pero por lo menos no era un manicomio. Después de la guerra, los primeros meses del 48, Ferruccio había sido ingresado dos semanas en el hospital psiquiátrico. El recuerdo de aquel lugar le producía aún estremecimientos. Gritos, cuerpos encogidos en posturas absurdas, charcos de orina en el suelo, olores que revolvían las tripas. Un día entró en la habitación de su hermano y lo encontró atado a la cama con correas. Habían sido necesarios tres cuidadores para conseguir retenerla e impedir que lo desatara. Un poco más y la internan también a ella, pues no paraba de llorar y de gritar. Al día siguiente había convencido a su prometido, Odoacre, para que firmara la asunción de responsabilidades. Ferruccio había vuelto a casa.

—¿Qué, cómo andan las cosas? —preguntó Angela al enfermero, como siguiendo un guión. Lo preguntaba todas las veces, aunque conocía ya la respuesta. «No está mal, señora Montroni, hacemos progresos.»

—… tiene algunas dificultades para dormir, se despierta, quiere desayunar a las tres de la noche, pide insistentemente cigarrillos, y luego durante el día se queda tranquilo y no crea casi problemas.

«Se queda tranquilo.» «No crea problemas.» Una manera de decir que el nuevo calmante hacía efecto. En Villa Azzurra eran buenos profesionales, y el cuñado del doctor Montroni, no faltaría más, era tratado con todo tipo de miramientos. También Marco, el enfermero, una excelente persona, se veía que le tenía aprecio a Ferruccio. Pero no había nada que hacer: allí dentro «estar bien» significaba «no causar problemas». Si su hermano se alteraba y le soltaba un tortazo a alguien, entonces estaba mal. Si permanecía todo el santo día en el jardín, con tres grados bajo cero, mirando las nubes, entonces todo en orden, estaba bien.

—Si no está en la mecedora cerca del pozo, lo encontramos debajo del ciprés, en la silla de siempre —dijo el enfermero abriendo la puerta de cristales que daba al parque.

Un par de ancianos desafiaban al frío. Paseaban por la pequeña avenida de las estatuas del brazo de hijos o nietos. Una anciana señora con media cara vendada se dedicaba a improbables trabajos de jardinería, mientras dos hombres estaban sentados charlando en un banco de piedra, debajo de una mata de tejo espolvoreada de nieve. Al pasar por su lado, Angela se dio cuenta de que cada uno hablaba solo.

—Hola, hola. ¿Tienes un cigarrillo? —dijo Ferruccio sin darse la vuelta, cuando un crujir de hojas secas lo advirtió de la llegada de la hermana.

—Hola, Fefe. —Angela lo abrazó por los hombros y lo besó en una mejilla—. Ven, el taxi está esperando fuera.

—¿Vamos a dar el paseo?

—No llevo el calzado adecuado, Fefe, tenemos que pasar por casa.

Un brazo azotó el aire para alejar la propuesta.

—No, no. Entonces quedémonos aquí. Quedémonos aquí.

—Pero aquí estás todos los días, perdona, siempre encerrado aquí dentro —objetó Angela, luego comprendió el motivo de la resistencia del hermano—. Piensa que Odoacre no está en casa, tenía que ir a ver a un amigo, está fuera.

—¿Tienes un cigarrillo? —preguntó Ferruccio poniéndose en pie e imitando con la mano el gesto de quien fuma. Angela le alargó el paquete.

—Me lo puedo quedar, ¿verdad?

Angela dijo que sí con la cabeza, resignada. Se requería siempre un poco de tiempo antes de que Ferruccio se dejara llevar. Por lo menos una horita, luego se distraía, se olvidaba de sus obsesiones, dejaba de pedir cigarrillos, o de preguntar la hora, o por qué había ido una a verlo. Luego era como estar con una persona normal, aparte de alguna vez que daba respuestas incoherentes y cambiaba de conversación de improviso.

El taxista se había adormecido. Angela golpeó el cristal de la ventanilla y el hombre se sobresaltó como si le hubieran despertado en plena noche. Alzó la palma para excusarse y se precipitó afuera para abrir la portezuela.

—¿Sabe?, se lo tengo dicho a mi mujer, que no haga fritos cuando tengo que trabajar, pero ella no lo entiende. Antes o después tendré un accidente y entonces, no, ¡qué va!, es un decir, eso faltaría, cuando luego conduzco estoy muy despejado, pero bueno, así pierdo clientes.

—¿Tienes un cigarrillo? —dijo Ferruccio en tono apremiante apenas se hubo sentado.

—¿Un cigarrillo? Ah, bueno, por supuesto, cómo no.

—Fefe, pero ¿qué dices un cigarrillo? —intervino Angela—. ¡Pero si acabo de darte un paquete entero!

Pero el taxista había alargado el Chesterfield por encima del hombro y Ferruccio se había apoderado de él con gesto fulminante. Lo bueno era que no fumaba. Todos los lunes, en Villa Azzurra, se daba una vuelta por las habitaciones e invitaba a cigarrillos a los enfermos, a los enfermeros, a los médicos. Le sonreían todos, le daban las gracias, y él se sentía feliz.

—¿Por qué has venido a buscarme hoy? —preguntó entonces.

—Porque es domingo. ¿Acaso no vengo a buscarte todos los domingos?

—Sí, pero la otra vez estaba también tu amiga.

—¿Teresa? No puede venir todas las veces.

—¿Ah, no? Lástima, porque me gusta un montón tu amiga. Debes decírselo. Es amable, ¿sabes? Por mí tú puedes quedarte en casa, si tienes cosas que hacer, manda aquí a Teresa, vamos al cine, tomamos un chocolate, y yo encantado, encantadísimo.

Estaba casi gritando, de lo más excitado por el asunto. Angela se habría incluso molestado por estas palabras, de no haber sabido que Ferruccio lo hacía por un motivo concreto. Y no era que prefiriese a Teresa a ella. En realidad, sabía perfectamente lo que pasaba los domingos que Angela lo confiaba a Teresa. Y dado que no tenía ninguna simpatía por el cuñado, le gustaba que la hermana se divirtiera un poco.

—Entonces se lo dirás, ¿eh?

—¿Qué?

—Que me gusta un montón, tu amiga. Tienes que decírselo.

—Está bien, Fefe, se lo diré sin falta.

Se quedaron en silencio unos minutos. Un nutrido grupo de personas charlaba frente a la iglesia de los Servi, mientras otros apresuraban el paso, bajo el pórtico, para asistir a misa. Los chiquillos jugaban con bolas de nieve bajo los tilos esqueléticos de piazza Aldrovandi, mientras los padres tomaban al asalto una pastelería.

Al llegar a las torres, el taxi giró a la izquierda y tomó por via Castiglione.

La casa de Odoacre estaba pasado el torresotto,[10] en el punto en que la calle se ensanchaba y dejaba entrever los muros del antiguo recinto amurallado. Más allá de ese límite, la carretera subía por las colinas, refugio para los más ricos, en las villas lujosas, y para los novios, encerrados dentro del coche o tumbados en la hierba.

Angela pagó la carrera y se apresuró hacia el portal, mientras Ferruccio paraba a la vecina de abajo y le pedía el enésimo cigarrillo.

Había asomado un poco el sol y hacía menos frío. Pensó que sí, que tal vez podía de verdad cambiarse de zapatos y llevar al hermano al parque Reina Margherita. Un domingo sin dar dos pasos no lo ponía de tan buen humor. Y no porque tuviera necesidad de caminar y tomar el aire, pues el parque de Villa Azzurra bastaba y sobraba para tal fin. Pero sin un buen paseo entre la gente, ¿cómo podía reunir Fefe esos cuarenta, cincuenta cigarrillos para regalar el lunes?

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