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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 12 Palm Springs, California, 30 de enero, por la tarde

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CAPÍTULO 12
Palm Springs, California, 30 de enero, por la tarde

En el sofá chippendale, justo enfrente de Cary, estaba sir Lewis Chester Kennigton, alto funcionario del MI6, llegado de Londres pocos días antes. A su lado, Henry Raymond, supervisor en suelo americano de la misma estructura de intelligence. Rígidos, en sus impecables trajes grises. Lana peinada, grey pinstripe,[11] dos botones, chaleco, probablemente Anderson and Sheppard, y las camisas tenían el inconfundible corte Turnball & Asser de Jermyn Street.

Iban calzados con unos zapatos Oxford negros. Pero el ensemble era llevado con poca personalidad, típico de los ingleses, que prefieren al buen aspecto la perfecta mimetización entre las paredes de las oficinas.

Sir Lewis, de cerca de seis pies de alto, rondando la sesentena. El pelo blanco y peinado hacia atrás, bigotes negros, bien cuidados.

Raymond era tal vez diez años más joven, y más bajo unas tres a cuatro pulgadas. Pelo rojizo y fino, con raya a la derecha. Ambos tenían un acento afectado de vástagos de la clase alta, y unos ojos muy claros, de esos que en el blanco y negro parecen descoloridos e insinceros.

Cary tenía ojos oscuros. Podían «perforar la pantalla» y comunicar cualquier emoción.

El agente del FBI, rubio, de complexión mediana, treinta años y pico, se había presentado como Bill Brown y se había quedado de pie al lado de la chimenea de mármol. Chaqueta deportiva azul desabrochada, camisa color magenta, corbata con nudo mal hecho, gafas de sol (montura demasiado pesada para sus facciones). Aunque solo había dicho dos palabras, Cary había reconocido el twang, el gangueo de la cadencia texana, el mismo que tenía su amigo Howard Hughes.

Mientras vertía un hilo de leche en la taza de té, sir Lewis dijo:

—Mister Leach, se habrá preguntado sin duda qué desea de usted el gobierno de Su Majestad.

Cary, ciudadano americano desde 1942, asintió sin decir nada.

En los últimos días había estado demasiado de capa caída para sentir curiosidad. Nadie le había llamado «mister Leach» desde hacía más de veinte años.

Sir Lewis, optando por el registro de la adulación, hizo referencia a los «servicios pasados» prestados a Su Majestad, al patriotismo demostrado durante la guerra, a los intereses de la Corona.

—Su ayuda fue muy valiosa, mister Leach. La gratitud de Su Majestad y de todos nosotros va más allá de los honores que se le tributaron…

—… con varios años de retraso —concluyó Cary. No había recibido la King’s Medal hasta 1946, oficialmente por haber hecho donación a la madre patria en la guerra de todo su sueldo en Historias de Filadelfia y Arsénico por compasión.

Raymond fue cogido por sorpresa:

—¿Perdón?

Sir Lewis insinuó:

—Comprenderá que debíamos esperar algún pretexto, una motivación distinta para concederle la King’s Medal sin poner al descubierto su papel y el de otros informadores valiosos.

—Señores, no es mi intención embarcarme en inútiles polémicas, que quede esto bien claro. No me sentí resentido entonces, así que figúrese en el año de gracia de mil novecientos cincuenta y cuatro, pero mi amigo y colaborador Alexander Korda fue nombrado baronet en mil novecientos cuarenta y uno. ¿Me equivoco acaso?

¿Quién estaba hablando, Archie o Cary? La chispa de la evocación había hecho prender de nuevo la llama del orgullo herido, que llevaba consigo una curiosidad resentida. ¿Qué quería de él el MI6?

Si estaban allí, en su casa, en su salón, para pedirle algún favor, bueno, ¡apañados iban!

—Mister Leach, esperamos de verdad que no ponga usted en duda nuestro reconocimiento.

Esta vez Cary espetó:

—Señores, dejémoslo estar. La cuestión puede resumirse en un periquete: yo quería enrolarme ya en el treinta y nueve, como hizo David Niven, pero lord Lothian me dijo que resultaría más útil en Hollywood, desde donde proporcionaría información sobre el pronazismo en la industria cinematográfica. Cómo no, nazis había un poco por todas partes, hasta mi segunda esposa los frecuentaba, incluso mi profesor de español era un espía del Eje, por no hablar de esa maldita condesa Di Frasso. ¿Se dan cuenta de la cantidad de cócteles interminables con gente desagradable que tuve que tragarme entre el treinta y nueve y el cuarenta y tres? Yo cumplí con mi papel, incluso con ese condenado de Hoover y todo el maldito FBI que no me dejaban en paz, porque como decían, ¿qué querrá este inglés en nuestro territorio? ¿Acaso no sabemos detectarlos nosotros solos a los nazis? Luego informo a sir Williams Stephenson que Errol Flynn frecuenta a agentes alemanes y, en cuanto súbdito británico, es culpable de alta traición. ¡Demonios, si lo informé! ¿Y qué hace el MI6? Nada. Es más, durante todo el curso de la guerra, ¡Flynn se hace el héroe en la pantalla, y yo me tengo que tragar las pequeñas pullas de los plumíferos de Londres, que me tachan de cobarde por no haberme enrolado como David Niven!

Luego, una vez terminada la guerra, me conceden ustedes la maldita medalla y a mí, que entre otras cosas soy ya ciudadano norteamericano, se me debería caer la baba por ello, ¿no es así?

¿Quién estaba hablando, Archie o Cary?

—Un segundo, por favor —le interrumpió sir Lewis, con el tono paciente pero irritante de un profesor de enseñanza primaria—. Seamos conscientes de lo que habría significado una acusación a mister Flynn por alta traición o espionaje: se habría tratado de un proceso largo y tortuoso, expuesto a la labor de desinformación del enemigo, ¿y quién habría estado entre rejas? Una popular estrella de cine. Uno de los hombres más queridos por las mujeres de todo el mundo. Corríamos el riesgo de transformar a Flynn en un mártir.

—Es cierto —prosiguió Raymond—. Si se me permite poner un ejemplo más… actual, lo mismo podría suceder hoy en día con los sospechosos de «actividades antiamericanas». Es arriesgado instruir todos estos procesos para identificar a un puñado de bolcheviques. En Gran Bretaña preferimos tácticas más sutiles y menos ruidosas, pero Estados Unidos es un país aún tan naif y superficial—. Luego se volvió hacia Brown y agregó—: Dicho sea con todo el respeto, por supuesto.

Brown permaneció impasible, no dio señal de haber entendido una sola palabra. Probablemente, pensó Cary, no sabía lo que era un «bolchevique».

—En cambio, si dejábamos tranquilo a mister Flynn, como al final hicimos —prosiguió sir Lewis—, su conocida impulsividad tarde o temprano nos descubriría a otros elementos de la red de espionaje, y, en efecto, sus incautos viajes a México fueron como poco reveladores. En cuanto a la desagradable experiencia de usted con la opinión pública británica, mister Leach, hubiera podido ser peor. Es nuestro deber, si la seguridad y prosperidad de la Corona lo requiere, servir en bandeja a la opinión pública a nuestros agentes verdaderos o presuntos, para proporcionarles un pasatiempo. Recordará usted que, para proteger el trabajo de intelligence de su amigo mister Coward, hicimos correr el rumor de que el MI6 lo había apartado de sus funciones por falta de reserva. Era la única manera de que los alemanes no intentasen infiltraciones.

—En cuanto a Flynn —prosiguió Raymond—, había otras maneras de librarse de él, y no añado nada más.

Sir Lewis se volvió hacia Raymond con mal disimulada contrariedad. Casi en el mismo instante, Raymond y Brown vieron a Cary Grant enarcar las cejas en una expresión de sorpresa ya vista en la gran pantalla. En los pocos instantes de incomodidad que siguieron, Cary pensó rápidamente: ¿Cómo no lo he entendido?

En 1942 Flynn había sido detenido bajo la acusación de abusos a menores, en referencia a cuatro episodios acaecidos en su yate, el Sirocco. Las dos denunciantes, Betty y Peggy, no aparentaban menos de veintitrés años, alguien las había desflorado mucho antes que Flynn y habían dado su pleno consentimiento pero durante el juicio la acusación las vistió como unas niñas, con medias cortas y trencitas… Flynn había sido absuelto, pero la etiqueta de violador le había quedado. Había comenzado su declive como actor y como hombre, el alcoholismo, las drogas, la autodestrucción.

¡Una operación del MI6!

Cary estaba disgustado: ¡tácticas «más sutiles y menos ruidosas»!

—Señores, no sé qué quieren de mí, pero creo que esta conversación ha durado demasiado y…

—Mister Grant —sir Lewis le mostró las palmas de las manos en señal de rendición—, tiene usted razón, ahora mismo vamos al grano.

Se acabó el «mister Leach». Habían comprendido que servía de bien poco tocarle la fibra de la lealtad a la Corona.

—Mister Grant, los gobiernos de la Alianza Atlántica tienen necesidad de su ayuda para una delicada cuestión de relevancia internacional. Le parecerá paradójico, pero nos dirigimos a usted en su calidad de actor y de… hombre elegante.

Raymond apretó los labios, tratando de contener una sonrisa.

Las cejas de Cary se enarcaron de nuevo (se habían de quedar en esta posición durante una buena parte de la hora siguiente). El semblante de Raymond estalló en una expresión alegre, como si sus acciones de la Union Pacific acabaran de subir veinte puntos.

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