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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 13 Entre Nápoles y Caserta, 30 de enero

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CAPÍTULO 13
Entre Nápoles y Caserta, 30 de enero

Los zapatos lustrados se hundieron en el fango y desde abajo subió el olor a mierda y a establo. Algún recinto improvisado plantado en el lodo en medio de la maleza, hombres que andaban entre búfalos y vacas, una veintena de coches aparcados a escasa distancia y el zumbido de las moscas a menudo más fuerte que el mugido de los bovinos. El mercado de ganado de Marcianise, cerca de Caserta.

Zollo divisó el cabriolet del gilipuertas. Solo un hijo de su madre podía venir a un sitio como aquel con un coche de lujo. Zollo se congratuló de haber dejado el suyo en el garaje de casa. Trimane llamó su atención sobre un individuo bien vestido, sombrero, bufanda y abrigo, en medio de la multitud de ganaderos y campesinos.

Desde el punto en que estaban no se distinguía el rostro, pero era él.

Descendieron por la pequeña colina donde se habían apostado, maldiciendo el fangal que llegaba a ensuciar el borde de la pernera. Llegaron a la explanada que bajaba hacia el pueblo. Algunos cientos de metros más abajo encontraron el Fiat 1900 prestado para la ocasión. Subieron. Trimane se encendió un pitillo.

Dijo:

—Bueno, ¿ves esa carretera?

—Claro que la veo.

—En Italia las carreteras no son buenas. Cuando no hay barro, hay polvo, cuando no hay polvo, baches, cuando no baches…

—Baches siempre, Vic. And no highways.

Zollo miró el retrovisor para ver si venía alguien. Quería despachar el asunto y volver a Nápoles. El silencio del campo le hacía sentir una extraña inquietud.

—Nada de buenas carreteras, nada de buenos coches. Solo carretas.

Jeezus! Cuatrolatas con ruedas que hacen más ruido que un tank, despiden más peste que una petrolera y en verano parece que está uno en un horno.

El atraso de Italia era uno de los temas de conversación preferidos también por Lucky Luciano. Cuando le habían concedido el perdón por méritos de guerra no muy claros y lo habían mandado a América, Salvatore Lucania se esperaba algo más de su país natal.

Para Stefano Zollo el efecto no había sido muy distinto. Le habían dicho repetidamente que los italianos habían llevado el crimen organizado a América, y sin embargo también bajo este aspecto Italia parecía más bien anticuada. ¿Acaso en Nueva York alguien habría sido tan estúpido como para dar una bofetada a don Luciano? Alguien así, en América, estaría ya a remojo en la Hudson Bay, con dos cómodos zapatos de hormigón. Un sistema seguro y limpio para ocultar cadáveres que le había valido a Zollo el apodo de Steve Cemento.

Bueno en Italia solo había el clima y las mujeres. Pero también esto era solo cierto en parte, como lo demostraba el enero muy frío que acababan de pasar. Las mujeres, sí, eran muy bellas, pero como decía don Luciano, estaban demasiado en casa y con sus ropas trataban más de esconder que de enseñar.

—¿Qué me dices, Vic, mejor Marilyn o las actrices italianas?

—¡Oye, amigo, las italianas tienen unas tetas! Cuando llegué aquí, había por la calle unos anuncios con una chavala totalmente embarrada, una campesina, con pants cortísimos y la camisa ceñida. Me interesé incluso por su nombre… Mango, Mogano, no recuerdo.

A sus espaldas, el ruido de un coche que avanzaba. Victor controló el espejo retrovisor y asintió con la cabeza. El cabriolet del gilipuertas. Steve salió, cogió una gruesa llave inglesa de dentro del capó, abierto para simular una avería. La envolvió en un ejemplar de Il Mattino y se puso en el arcén de la carretera. El gilipuertas y su compañero se reían con gusto. Habían hecho buenos negocios.

Zollo dio un paso adelante.

Se detuvo con una mano alzada, el periódico apretado en la otra, a lo largo del cuerpo.

El coche del gilipuertas desaceleró y se detuvo bruscamente.

Zollo se acercó al viajero.

Zollo dijo:

—¿Me permite una palabra?

El otro le miró con aire interrogativo.

La llave inglesa cayó sobre la cabeza dos veces, con fuerza. Pese al sombrero y al periódico, Zollo oyó el ruido del cráneo al quebrarse. Lo oyó también su compañero, y apenas dio señal de querer reaccionar, vio a Trimane, de pie al lado del Fiat 1900, que le apuntaba.

—Si conoces a algún otro que quiera repartir bofetadas por ahí, cuéntale lo que le ha pasado a tu amigo.

Zollo dio un paso atrás y el coche, haciendo chirriar los neumáticos en barro, volvió a partir.

Trimane arrancó y Zollo subió al coche.

—Pasemos por mi casa, Vic. Tengo que cambiarme esta mierda de zapatos.

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