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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 45 Viena, Sector soviético, 25 de abril

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CAPÍTULO 45
Viena, Sector soviético, 25 de abril

El general Serov y yo luchamos juntos, ¿lo sabías, camarada Zhulianov? Dale recuerdos míos cuando vuelvas a Moscú. ¿Un cigarrillo? De nada.

El jefe de los Servicios Secretos militares en Viena empleaba un tono amable de cara a la galería, lo justo para no hacer un mal papel.

Como responsable del sector oriental de la ciudad debo desaconsejarte que salgas a la calle. Aquí estamos aún en el frente, hay espías por todas partes, los americanos tratan siempre de infiltrarse. Para tu seguridad y para el secreto de tu cometido es mejor que te quedes en el hotel, camarada Zhulianov.

Se dio cuenta enseguida de que a su paso las miradas se bajaban, para clavarse luego en sus espaldas. Todos lo miraban, pero era la sombra del general Serov la que veían reflejada en la pared.

Lo dispondré todo para que no te falte nada. Para cualquier cosa, mi ordenanza permanecerá a tu disposición.

El hotel era un viejo edificio jugendstil requisado por el ejército. En la planta en la que se hospedaba vivían los oficiales y el cuerpo diplomático.

Razones de seguridad, camarada, como bien puedes comprender.

No podía reprobar aquella circunspección, pero al mismo tiempo experimentaba incomodidad, se imaginaba a todos con los oídos pegados a las paredes de la habitación contigua. Y quizá no estaba muy lejos de la verdad, si el nuevo residente le había dado cita en un café en la Schwindsüchtigstrasse. Recordó el lema de su profesor en la Escuela Especial: «Solo los amigos tienen oídos más grandes que los enemigos».

Colocó sus pocos trajes en el armario, se cambió de camisa y bajó.

Lo encontró ya sentado, esperándolo. Se dieron la mano. El otro se presentó como Kaminsky. Pidieron dos cafés.

Tenía el aire de un empleado de correos. Rollizo, con entradas, gafas de montura gruesa. Los agentes secretos eran así. En aquel oficio, cuanto menos llame uno la atención mejor para todos. Zhulianov había conocido a muchos en Berlín. «Manchas indistintas en un paisaje urbano», así las definía su coronel. Existencias grises, aparentemente inútiles, que nunca habrían despertado sospechas. Ningún lazo sentimental, ninguna relación aparte de una cordial relación de buena vecindad, paseos por el parque, cenas recalentadas y la despensa llena de conservas.

Kaminsky habló en voz baja, recalcando las palabras y sin dejar de mirar en ningún momento la taza humeante.

—He recibido el encargo de entregarte las órdenes cifradas —por debajo de la mesa alargó un gran sobre amarillo sellado—. Dentro encontrarás también los nuevos documentos, un billete de tren y un pasaje marítimo. Irá a Venecia en tren. Allí se embarcará como grumete en el Varna, un buque mercante búlgaro. ¿Le han dado un santo y seña en Moscú?

—Sí.

—Deberá utilizarlo solo en el momento del embarque, con el comandante del buque. Será él quien lo pida al entregarle el segundo sobre. Si lo hace algún otro, sea quien sea, mátelo y dé por anulada la misión.

Lo dijo con absoluta tranquilidad, casi con indiferencia.

—¿Está todo claro?

Zhulianov asintió.

—Muy bien. Mi cometido termina aquí. Hasta la vista y buena suerte.

Se levantó, le dio la mano y se alejó a paso corto y rápido.

No había tocado siquiera el café.

Pasó la velada encerrado en la habitación, estudiando. Aprendiéndose de memoria todo aquello: nuevo nombre, fecha de nacimiento, semblanza biográfica, detalles del viaje. Hicieron falta dos horas. En el barco búlgaro encontraría a los otros componentes de la misión: tres exiliados yugoslavos expertos en la zona. De los duros, escapados en el 49 de Goli Otok, donde los habían encerrado por kominformistas. Estaban refugiados en Bulgaria y el ministerio los había contratado al vuelo. Para memorizar las biografías se requirieron dos horas más. Los años de adiestramiento en la Escuela Especial facilitaron la tarea.

Faltaban aún los detalles de la acción. Seguro que estaban dentro del sobre que le entregaría el comandante del barco.

Recogió toda la documentación y la quemó hoja tras hoja en la chimenea.

Luego se desvistió, hizo tres series de cincuenta flexiones sobre la alfombra, y se fue a la cama.

Al día siguiente le esperaba una larga jornada en tren.

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