54

54


PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 48 Bolonia, Villa Azzurra, 26 de abril

Página 55 de 133

CAPÍTULO 48
Bolonia, Villa Azzurra, 26 de abril

Afuera llueve desde hace horas.

A él le gusta un montón el olor a hierba mojada y el barro y el aire húmedo y el asfalto muy reluciente que allí donde está más terso puede uno verse reflejado. Un montón: la gente pasa con el paraguas pegado a la cabeza como vampiros y el agua cae ruidosamente por el canalón y la luz de las farolas se derrama sobre la calle.

A él le gustaría levantarse ahora, abrir la ventana, dejar entrar todo ese buen olor y olvidarse del lisol, bluf, algo terrible, hueles dos gotas y te parece tener dos litros en el estómago.

Además el lisol te trae a la memoria cosas desagradables, aquellas en las que no deberías pensar, no, es mejor que no pienses en ellas, venga, vamos a dar una vuelta. Sí, sí, una vuelta. ¿Quieres un cigarrillo? Porque cuando eras niño era eso, lisol, lo que la pobre mamá echaba en la taza del váter para ahogar al monstruo que salía para morderte la colita. ¡Muere, malvado asqueroso!

Habría que abrir la ventana para dejar salir a los monstruos. Pero, perdona, si el lisol aniquila a los monstruos es imposible que anden por aquí, en la habitación del lisol, en absoluto. ¿Y dónde están, entonces? Eh, dejadlo estar, él tiene los monstruos aquí dentro, mejor no hablar de ello.

Querrías levantarte, pero no puedes en absoluto. ¿Por qué no? Ah, ya sabes que cuando estás agitado tienes que guardar cama. Pero no ha pasado nada, ¿verdad? Dilo, dilo: no ha pasado nada. ¡Noooo, qué iba a pasar! Solo se agita un poco, le ocurre de vez en cuando, ahora le damos este medicamento especial y se le pasa.

Él de vez en cuando se agita, ¿sabes? Pero la nariz a un enfermero no se la había roto nunca. ¿Te parece? Desde que dejaron de darle el medicamento ya no está tan tranquilo.

¿Se le puede romper la nariz a un enfermero? ¿Se puede desayunar por la noche? ¿Qué me dice un amigo cuando le quito la merienda? ¿Qué pasa cuando tengo mis arranques? Ponme un ejemplo. Ah, ya sabes que no debes quitarle la merienda a Giorgio, lo sabes.

¿Quieres un cigarrillo?

No se quita la merienda a los demás. Por nada. Por la noche se duerme y no se levanta uno ni va a la cocina a preparar el café que luego te sienta fatal. A Davide no conviene darle cigarrillos, a todos los demás puedes dárselos, pero a Davide no, bajo ningún concepto. Demasiada agua fría hace daño y si encima te la bebes tan deprisa no te daré nunca más. Estas son las normas, lo sabes.

Está bien, las normas, no ha pasado nada. Pero ¿ahora que mando a paseo a los monstruos me hacéis levantarme?

El enfermero caminaba ligero, espoleado por el nervioso taconeo que lo seguía.

Al cabo de tres cuartos de hora de charla con el sustituto del marido, Angela no estaba en absoluto más tranquila, y menos aún satisfecha del somero resumen que había tenido que aguantar.

—Una reacción como esa no nos la esperábamos, hasta ayer mismo todo iba viento en popa…

Con gusto habría hablado con Marco, que conocía a Fefe desde hacía mucho tiempo y comprendía sus reacciones mejor que nadie. Pero Marco estaba de permiso de boda y no volvería antes de una semana.

A medida que avanzaban por el pasillo, Angela trataba de imponerse una calma imposible, las uñas clavadas en el cuero del bolso, lisol respirado a grandes bocanadas.

A Ferruccio lo habían puesto en una habitación distinta, en la tercera planta, una habitación exclusivamente para él. Angela sabía bien lo que eso significaba. Odoacre, al teléfono desde Roma, se lo había recordado, para evitar desagradables sorpresas. «Solo por hoy, me lo han asegurado. Más que nada para evitar que se haga daño él mismo…»

Precisamente había sido Odoacre quien le había dado la noticia, y también el hecho de que lo hubieran avisado primero a él no le gustaba, la hacía sentirse inútil. De acuerdo, él era el director de la clínica, seguía personalmente la terapia de Ferruccio, era el cabeza de familia y todo lo demás, pero ¿eso a quién le importa?, ¿no tenía la hermana derecho a saberlo antes?

Por eso, cuando el marido le había prometido que volvería a casa aquella misma tarde, abandonando el congreso y a sus ilustres colegas, Angela había tenido un arranque de orgullo:

—Quédate en Roma —había insistido—, no es necesario que te tomes ninguna molestia, soy perfectamente capaz de cuidar de mi hermano yo sola.

Luego había recapacitado. Conocía a Odoacre, sabía lo mucho que le importaba su trabajo y Fefe después de todo no estaba tan grave. Si volvía, era para estar a su lado. Por ella, no por Ferruccio.

—Buenos días, señora Montroni. Pase, pase.

El anciano empleado estrujó el mocho, lo dejó caer en el cubo e hizo una ligera inclinación.

—Buenos días, Sante —respondió Angela en tono distraído.

—Me he enterado de lo de su hermano, lo siento muchísimo, ¿sabe?

—¿Qué quiere que le diga? Esperemos que sea algo pasajero.

—Angela detestaba los convencionalismos, pero Sante era siempre amable con Fefe, siempre disponible y paciente, y el interés era sincero.

—Cierto, esperemos; hacía varios días que le veía extraño, imagínese que el lunes no nos trajo siquiera los cigarrillos.

—¡Pues entonces sí que tenía que estar en estado crítico! —trató de bromear Angela, pero no lo consiguió muy bien.

Inmediatamente antes de la última puerta, el enfermero se volvió hacia ella:

—Señora… —dijo en tono compasivo.

Angela dijo que sí con la cabeza, un gesto exagerado, insistente, para ahorrarse la continuación:

—No se preocupe, gracias, conozco el procedimiento.

Luego escondió el rostro entre las manos, porque «conocer el procedimiento» no le reportaba ningún consuelo.

La puerta se abrió. Ferruccio estaba tumbado en la cama, la mirada fija, la manta bien remetida. Las tres correas apenas se intuían: sobre el pecho, en la cintura y en los tobillos. Angela se esforzó por no pensar en ello, por despejar su mente de desagradables recuerdos e ir a su encuentro con una sonrisa.

—Hola, Fefe, te he traído los bollos con crema.

—Sí, está bien. ¿Puedes abrir un poco esa ventana para que puedan salir los monstruos?

—¿Qué monstruos, Fefe?

—Ah, olvídalo, los monstruos los tiene él dentro, ¿sabes?, mejor olvídalo.

Cuando no estaba bien siempre hablaba en tercera persona de sí mismo, y repetía como un papagayo las frases que había oído y que le concernían. Angela husmeó el aire y comprendió enseguida qué era lo que no marchaba bien.

—¿No tendrás frío con la ventana abierta?

—¡No, no! —gritó Ferruccio mientras concentraba todas las fuerzas de su cuerpo en menear la cabeza—. Pero qué frío ni qué nada. Abramos, abramos.

—Está bien —transigió Angela, y atravesó la habitación recién limpia hasta llegar a la ventana.

—No ha pasado nada, ¿verdad? —preguntó de nuevo Ferruccio y, sin esperar la respuesta, continuó hablando—: ¡No, no, qué va, nada en absoluto! Solo está un poco agitado, de vez en cuando le pasa, pero la nariz a un enfermero… ¿Te parece? Desde que dejaron de darle ese medicamento no está ya tan tranquilo. En absoluto.

La bolsa de la pastelería estaba aún intacta, sobre la mesilla de noche.

—¿No te comes los bollos, Fefe? ¡Los he comprado expresamente para ti! —Ferruccio se volvió para mirarla, Angela se dijo mil veces tonta y se acercó a la cama para darle de comer.

—Despacito, ¿eh? ¡No tan deprisa!

—¿Qué me va a decir Marco si como demasiado deprisa? Eh, Ferruccio, sabes que eso no está bien porque luego te hinchas, si sigues así me lo llevo.

A pesar de la norma, Fefe se zampó el bollo de tres bocados.

Angela consultó la hora. Casi mediodía. Se concedió aún cinco minutos. Ferruccio no tenía que cansarse demasiado.

En el taxi trató de contener las lágrimas. Pero no podía dejar que los pensamientos se retorcieran en su mente cual serpientes. Se esforzó de nuevo, un largo respiro. Abrazar a Pierre le haría bien, aunque solo fuera hablar con él por teléfono. ¡Maldito sea él y la chifladura de ir a Yugoslavia, de encontrar a su padre, de ver mundo! Justo tenía que ser en los famosos «quince días sin Odoacre». Quince días para ellos dos solos. Ahora, con la recaída de Ferruccio, Pierre habría podido estar a su lado. Pero se habría puesto a despotricar contra la mala suerte, habría maldecido su impotencia, la pobreza, aquella historia de amor sin futuro. No, bien pensado, Pierre no le habría sido de gran ayuda, solo para desahogar en una noche la tristeza que tenía dentro.

Cayó en la cuenta de que pensaba en él como en un chaval. Era fascinante, guapo, recordaba aún la primera vez que sus miradas se habían cruzado, en la pista de baile. Tenía una sonrisa apenas insinuada, de divo de cine, una mano metida en el bolsillo de los pantalones, el tirabuzón con brillantina, que oscilaba durante las evoluciones en la pista. El Rey de la Filuzzi. De repente lo encontró todo ridículo. Inútil.

El agujero negro de los pensamientos se volvió una vorágine. Se sintió vieja, como si hubiera vivido el doble. Era la madre de Ferruccio, por fuerza. Era la madre de Pierre, también él huérfano, en busca de aventuras para demostrarse que estaba a la altura de un padre misterioso. Tal vez era más vieja incluso que Odoacre, que no había conocido el hambre y la miseria, no había sacado adelante a un hermano loco, sin una lira, sin nada. Por eso la había recogido de la calle, regalándole un futuro decente. Se arrepintió enseguida de haber pensado algo por el estilo. Odoacre había dejado el congreso y estaba volviendo para estar a su lado. La amaba de verdad, era ella quien lo engañaba. Se sentía mal, el remordimiento atenazó su estómago, la sacudió un estremecimiento. Con el último aliento, imploró al conductor que parara. Abrió la puerta y vomitó en el suelo.

Ir a la siguiente página

Report Page