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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 25 Bolonia, 11 de marzo

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CAPÍTULO 25
Bolonia, 11 de marzo

Entre lavar los vasos, arreglar el grifo y moler el café, a Pierre se le había hecho tarde.

Se rebuscó en los bolsillos para estar seguro de tener la entrada, montó en la bicicleta y se fue a toda prisa en dirección a via Ugo Bassi. No era solo para encontrar un buen sitio. En el último combate de Cavicchi había tal gentío que la policía dejó fuera incluso a los que habían pagado.

Una multitud excitada se agolpaba a la entrada de la vieja Sala Borsa. Apoyó la bici contra la pared y se arrojó en medio, decidido a entrar a toda costa.

Franco Cavicchi, más conocido como Checco, el coloso de Pieve di Cento, era un ídolo para Pierre. Su púgil favorito. Grande como una montaña, decidido y generoso. Todos los días hacía sesenta kilómetros en bici para ir a entrenar a Bolonia, a la mítica Sempre Avanti de via Maggia, sociedad de gloriosos orígenes socialistas.

Tres agentes de seguridad ya estaban tocando las pelotas, que la sala estaba llena, que dejasen de empujar.

Clavó los codos en las costillas del que estaba delante de él y con dos caderazos ganó varias posiciones, entre las protestas generales.

Estaba solo. Los otros mosqueteros habían renunciado debido al precio. Pierre no se habría perdido al gran Cavicchi por nada del mundo. Además, al combate asitiría Ettore, el del camión, que podría orientarle sobre cómo llegar a Yugoslavia.

Ya había llegado a la puerta. Los agentes, que habían pasado a ser seis, hacían presión a los lados de la multitud con un movimiento de tijera para dejar aislados a los últimos espectadores. Justo cuando Pierre estaba convencido de haberse salido con la suya se colocaron en línea formando una barrera.

—Se acabó, volved a casa, no entra nadie más.

Gritos e insultos de las docenas de excluidos. Pierre reconoció al policía que lo había aporreado en la manifestación por las víctimas de Mussomeli. No se lo pensó dos veces, tomó impulso apoyándose contra los de atrás y salió disparado con la cabeza baja para romper el bloque. Cogidos por sorpresa, los agentes trataron de echarle el guante, pero era demasiado tarde. Uno se llevó un rodillazo, otro un manotazo en la cara, y a continuación Pierre fue escupido hacia el interior mientras a sus espaldas se armaba la de Dios.

Encontró un asiento en las tribunas más altas. El tipo que tenía a un lado estaba comiendo pipas de calabaza sin parar. En torno a los pies tenía una alfombra de cáscaras. Entre una semilla y otra le dirigía la palabra:

—¿Has visto cuánta gente? ¡Más que en el baloncesto! Hacen bien en construir deprisa ese nuevo Palacio de los Deportes, pero para Cavicchi, no para la Virtus.

—Si continúa así —añadió Pierre—, no será suficiente con el estadio municipal. En dos años, campeón de Europa.

Los dos primeros púgiles de la velada hicieron su entrada en el cuadrilátero. Bernardi venía de Ferrara, y recogía los silbidos de los aficionados locales, en la línea del odio futbolístico entre el Bolonia y el Spal. Malavasi, en cambio, era de casa, pero muchos lo recordaban con el uniforme de la Brigada Negra. Los insultos de los camaradas eran todos para él. El árbitro del combate era el señor Cinti, de Ancona.

¿Combate? Era un decir. Al cabo de los dos primeros asaltos, el Pipas empezó a quejársele a Pierre.

—Pero ¿qué coño de boxeo es este? Estos dos lo que dan es asco.

Empujones, abrazos, estirones y ni un puñetazo digno de tal nombre.

Al cuarto, tras dos amonestaciones del árbitro por incorrecciones, el público se puso a silbar. Uno gritaba que el ferrarés haría mejor dedicándose a escardar cebollinos, otro pedía subir él al ring, para darle una lección al fascista. Así el boxeo, que languidecía en el cuadrilátero, prendió en las gradas.

Un tipo bajo y achaparrado, con la cara roja como un tomate, se acercó a Pierre con aire amenazador.

—Y tú, niñato, ve a decirles a los de tu bar que Malavasi ha intentado pelear y el otro no.

—Pero ¡qué hablas tú de pelear! —le repuso alguien a un palmo de las narices—. Vosotros los fascistas para lo único que valéis es para que os acribillen a tiros.

El gancho llegó como un rayo al pómulo del Pipas. No era él quien había hablado, sino uno con una espalda enorme, demasiado grueso para aquel poca cosa de fascista. Pierre se abalanzó sobre el provocador y le soltó un codazo en la mandíbula. El otro cayó hacia atrás y Pierre encima, mientras alrededor arreciaba la trifulca.

En el otro frente, el árbitro suspendía el combate. Renato Torri de la Sempre Avanti cogió un micrófono para invitar al público a la calma, amenazando con interrumpir de inmediato la velada.

Ante la idea de perderse a Cavicchi, Pierre soltó al adversario, abandonándose a los muchos brazos que trataban de separarle. Se ganó una dura patada en el estómago, justo mientras se alejaba. Respondió con un escupitajo, que acertó al pequeñajo en la calva. A este también lo inmovilizaron y se lo llevaron mientras seguía despotricando.

—Eres Pierre del bar Aurora, ¿verdad? ¿El hermano de Nicola Capponi?

El tipo que había amenazado al fascista estaba de pie detrás de él. Pierre se levantó y respondió:

—Sí, soy yo. ¿Y tú quién eres?

—Me llamo Ettore. Sé que querías hablar conmigo.

Una ovación saludó la llegada de Cavicchi. Pierre se olvidó de aplaudir:

—¿Hablamos ahora o esperamos a que terminen?

—Esperemos —dijo el otro—. Veamos qué hace Checco, luego nos vamos a tomar algo.

El primer asalto concluyó con el alemán Wiese contra las cuerdas.

Cavicchi lo sepultaba bajo una avalancha de golpes, buscando el momento de lanzar su famoso gancho de izquierda. Pierre miraba admirado la acción fluida y avasalladora, mientras trataba de prepararse un discurso, con la cabeza llena del entusiasmo de los hinchas y de golpes.

En el descanso entre el cuarto y el quinto asalto, se volvió para decirle algo a Ettore, pero este se había alejado algunos metros y discutía acaloradamente con dos personas.

Al sonar la campana, volvió de nuevo los ojos hacia el ring. Su excitación iba en aumento. No por el combate, que Cavicchi dominaba, sino por el encuentro con Ettore, y por sus consecuencias.

¿Encontraría la forma de llegar a Yugoslavia? ¿Y de dónde sacaría el dinero para pagar el viaje? ¿Sería muy arriesgado? ¿Y Angela? ¿Estar alejados un tiempo la acercaría más a él o la convencería de que era mejor dejarlo? ¿Y Nicola? ¿Qué le contaría?

Haciéndose menos preguntas, el entrenador de Wiese tiró la toalla en el sexto asalto.

Pierre comprendió que se había perdido algo. Miró en torno.

Ettore lo estaba llamando con un gesto de la mano. Se abrió paso y lo alcanzó.

* * * * *

En la calle intercambiaron pocas palabras, lo justo para decidir adónde ir.

La tasca de debajo de las Torres estaba más bien llena de gente, aunque fuera tarde. Encontraron una mesa en un rincón, minúscula y apartada, se sentaron y pidieron dos coñacs.

Ettore se retrepó en la silla, encendió un pitillo y soltó dos bocanadas.

Pierre se aclaró la voz y decidió ir directamente al grano.

—Necesitaría ir a Yugoslavia, y Gas, Castelvetri, dice…

—Despacito, despacito —le interrumpió Ettore—. Que no me gusta hacer negocios con alguien a quien no conozco. Conviene que antes charlemos un rato, porque si eres un tío legal, tienes todas las de ganar, te ayudaré con mucho más gusto aún.

Unas mesas más allá, una muchacha se rió fuerte, por encima del murmullo de voces. La llegada del camarero sacó a Pierre del apuro. Cogió el vaso, le dio vueltas en la palma de la mano, olfateó el coñac y se lo ventiló de un trago.

Ettore reanudó la conversación:

—Tu hermano estaba en la división treinta y seis, ¿no es así?

—Exacto, en la compañía de Kaki.

—¿Y tú?

—Yo nada —respondió Pierre con la garganta en llamas—, apenas era un niño. Tengo veintidós años, pero si en el cuarenta y cuatro hubiera tenido dieciséis, me habría ido, seguro, pues es un vicio de familia.

—También yo lo tuve, pero es un vicio feo cuando se es tan joven. A los dieciséis años no vale la pena arriesgar la vida.

Pierre miró a Ettore directamente a la cara. Durante un segundo le pareció que estaban solos en el local. Se inclinó hacia delante y volvió a bajar la mirada:

—Mi padre decía que no se puede estar siempre mirando.

Pierre levantó los codos de la mesa e inclinó la silla contra la pared.

—También tu padre estuvo en el monte, ¿verdad? —preguntó Ettore.

—Sí y no. Terminó luchando en Croacia, con el ejército italiano. Hasta que su compañía se amotinó y se pasaron al bando de Tito. Mi padre estuvo en la Resistencia entre Zagreb y la costa, luego decidió quedarse, pues allí ha ganado el socialismo y a él hasta le han dado cargos importantes.

Dijo aquella frase sin demasiada cautela. Pero Ettore no era de los que se ponen a hacer disquisiciones sobre si Tito es fascista o camarada, traidor o no. Se quedó callado, se terminó el coñac de un trago y encendió otro cigarrillo. Pierre hizo otro tanto. Durante media hora hablaron de otras cosas. Las ilusiones de los partisanos y las directrices de Togliatti, del Bolonia y de Cavicchi. Cuando Ettore volvió a aludir a su padre, Pierre comprendió que era el momento de pensar en lo que le había traído.

—Siempre he deseado volver a abrazar a mi padre —comenzó diciendo—, pero las dificultades son demasiadas: el viaje, el dinero, los documentos. Durante muchos años me contenté con las cartas. Luego silencio, nada durante meses, y ahora me devuelven las mías. Así que he decidido que tengo que ir, comprender qué ha pasado, encontrar respuesta a muchas preguntas. Por eso me he dirigido a ti.

—¿Un viaje, incluso clandestinamente?

—Exacto.

—Es arriesgado. Si te pescan te pasarás unos años en la cárcel.

—Solo los estúpidos acaban dentro —sentenció Pierre con aire de duro.

—Entonces, tal vez estás a punto de hacer una estupidez.

—Está bien. —Pierre intentó sonreír, pero solo consiguió levantar una comisura de la boca—. Digamos, pues, que vale la pena. Como valía la pena que tú, mi hermano, mi padre y todos los demás cumplierais con vuestro deber cuando era el momento. Algunas veces vale la pena.

Ettore le devolvió una sonrisa de oreja a oreja que se disipó casi al instante.

—No serías el único en arriesgarte, y el riesgo de los demás hay que pagarlo.

Pierre le miró con fijeza. Habría querido preguntarle si había superado el examen, pero se contuvo.

—¿Cuánto?

—No hablemos de eso aquí —cortó en seco Ettore, al ver acercarse al camarero—. Te haré saber por Gas cuándo podemos vernos para discutirlo mejor. Y no te hagas ilusiones: ni siquiera sé si la cosa podrá organizarse. Trata de no pensar en ello, y dentro de diez días te haré saber más.

El camarero se acercó y preguntó si deseaban algo más. Ettore pidió otros dos coñacs, vio la mueca de preocupación en el rostro de Pierre y dijo:

—A este te invito yo. —Y guiñó los ojos, irritados por el humo.

Pero tal vez era una señal de entendimiento.

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