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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 51 Mljet, 29 de abril

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CAPÍTULO 51
Mljet, 29 de abril

Sucedió hace cinco años. Kardelj, que la noche anterior había cenado conmigo, sostenía la necesidad de establecer con exactitud la teoría leninista en Yugoslavia y rechazar las acusaciones de «trotskismo» lanzadas desde Moscú. Desde el fondo del pasillo el espejo nos espiaba, los doppelgängeren[33] seguían nuestros movimientos, quizá dispuestos a echarnos una reprimenda. Ahí estábamos, bien alimentados y acicalados, tan distintos a los días de la konspiracija. ¿Era solo vanidad lo que nos inspiraba la toma de posición que nos consignaba a la historia? Descubrimos (a altas horas de la noche es inevitable) que los espejos tienen algo monstruoso. Kardelj dijo que el espejo es una máquina infernal, porque separa al individuo de la comunidad, estimulándole el narcisismo pequeñoburgués. Yo repliqué: «¿Y entonces cómo te arreglas tú los bigotes, inclinándote sobre los charcos?», y añadí que, al contrario, el espejo une al individuo con la comunidad y su entrada en las casas de los proletarios ha consolidado el orgullo de clase, esa sensación de decoro que se echa en cara a los patrones, «¡Nosotros no somos nada, y queremos serlo todo! ¡Podemos ser, y somos, más elegantes que vosotros!». Es gracias a este decoro, a este orgullo, como se ha ganado la guerra.

Aquí me tienes. Dentro de una semana cumplo sesenta y dos años. Sienes entrecanas, ligero indicio de papada, pero aún soy un tipo apañado, tengo una mujer joven y bonita. Stalin está muerto, yo estoy vivo. Y ya no soy un ilegalac. Cuando me miro al espejo, no echo de menos los viejos tiempos. ¿Cómo podría? Dos guerras, la prisión, palizas, clandestinidad y privaciones. Lepoglava, Maribor… No he vuelto a tener tanto tiempo para leer. Aún recuerdo el olor de cada libro, el papel de distinto color y gramaje, cada uno de los ejemplares que entraban en la cárcel. Leía llevando gafas en pince-nez que me hacían parecer un intelectual. Yo, obrero, hijo de campesinos muy pobres.

Actualmente estoy a la cabeza de la nueva Yugoslavia, luzco un panamá nuevo y dentro de veinte minutos recibiré a Cary Grant. La cafetera silba, el café está listo. ¿Será uno de esos que levantan el meñique mientras sostienen la tacita? ¿Y si quiere té? No, ahora es americano, los americanos toman café. El primer americano que conocí… ¿cuándo fue? En el Lux, debajo de la ducha, hace casi treinta años. ¿Se lo cuento?

Traje blanco, camisa azul celeste, corbata índigo a juego con los calcetines.

Aquella entrevista en Life, cuando fuimos a la ONU. Bonitas fotografías, pero Bebler y Djilas dijeron que parecía un «dictador sudamericano», que debía «ostentar» menos o produciría rechazo en la opinión occidental. Es curioso, solo unas pocas semanas antes había hablado de espejos con Kardelj.

Duros de mollera, no quieren comprender. Ellos no han ahorrado nunca para comprarse el sombrero adornado de plumas de la asociación gimnástica. En Kamnik (¿sería en 1911?) y en Viena, la escuela de baile, la de esgrima, el esquí. Cuidar cada detalle, mejorar siempre la manera de hacer las cosas. En el 13 me convertí en campeón de esgrima del regimiento, me admitieron en ese gran torneo, alcancé el segundo puesto y causé tal impresión que me mandaron al curso para suboficiales. Pequeños pasos en el camino que me llevó a ver la Revolución de Octubre y convertirme en bolchevique. ¿Habría podido guiar nuestra revolución sin un porte a la altura de las circunstancias? Pequeños pasos, también ese sombrero.

Algún día lo comprenderá también Djilas: la Liga de los comunistas yugoslavos gobierna esta república con el consenso de los pueblos que la fundaron, un mosaico de razas, cultos, tradiciones. En la cúpula hay necesidad de rituales y de papeles seguros. Sin rituales ni símbolos comunes, sin un garante de la cohesión de la comunidad, estaríamos perdidos. Cada detalle de mi figura pública es un símbolo, debe transmitir el mensaje: «¡Yo lo soy todo y vosotros lo sois también conmigo!». El corte perfecto de mi uniforme da concreción al orgullo de los trabajadores.

Stalin parecía estrangulado por el cuello de la chaquetilla. La primera vez que lo vi me causó una penosa impresión de torpeza. Yo he hecho un buen papel incluso en Buckingham Palace, un verdadero hombre entre lechuguinos exangües y carcamales. Llevar un soplo de revolución y de nuevo mundo a Buckingham Palace.

¿No es una gesta de titanes también esta?

Stalin. Soy el único que puede decir que le contradijo varias veces en público. Cierto que otros lo hicieron. Pero no pudieron contarlo. «Y ahora qué hay que hacer, ¿eh?», me preguntan todos. De Moscú, desde hace mucho tiempo, llegan tímidas señales. Djilas levanta una polvareda. Espías de Serov en cada esquina, muy probablemente. Los ingleses me proponen una película. Es algo realmente bufonesco. Una manera extraña de hacer conocer en Occidente nuestro socialismo. Y entonces les digo: Traedme a Cary Grant.

Faltan diez minutos.

¿Le molestará el humo?

Enter Cary. Barba afeitada, por fin, y un traje expedido desde Palm Springs para la ocasión. Es el Cary Grant que todos conocen, que Tito imagina conocer, nervios de acero concentrados en desarticular una red de nazis en Encadenados. Tito se expresa en un inglés pasable, aparte de algún que otro false friend: dice anemic por enemy. Cary no lo corrige. Como tiene por costumbre cuando hace de anfitrión, Tito prepara el café personalmente. Cary le observa divertido. Alguna alusión a Trieste, el abrigo recuperado en menos de lo que cuesta decirlo por los agentes del GMA. ¿Y quién es el tal Rizzi? Un poeta. Ah. Tito cuenta su primera visita a Trieste. Tenía dieciocho años, llegó allí a pie, ochenta kilómetros desde Lubiana. Las dimensiones del puerto le dejaron anonadado. Se sintió perdido. Grant pregunta a Tito por la ruptura con Stalin, añadiendo: «¡Había que tener agallas, ese parecía uno de los malos de las películas de Walt Disney!». Tito se ríe a carcajadas y piensa en la reina mala de Blancanieves que interroga al espejo. Piensa en Kardelj, en Djilas, en decisiones muy difíciles de tomar. Piensa en Moscú, en las purgas, en las plantas cada vez más vacías del hotel Lux. Luego recompensa a su invitado con algunas anécdotas. Inmediatamente después de la guerra llegó aquí una troupe de gente del cine ruso, también ellos querían hacer una película sobre nuestra Resistencia. En realidad era una pandilla de zánganos, de borrachos y de fulanas de aúpa, se emborrachaban todo el santo día y la noche entera, armaban una pelotera por cualquier tontería, varias veces nuestra policía tuvo que resolver los problemas que provocaban. La película era una porquería. Nuestra guerra era vista en ella como un conflicto secundario, una maniobra de distracción para tener ocupado al Eje mientras el Ejército Rojo hacía el verdadero trabajo. Y en cambio aquí hicimos doblar el espinazo al Duce primero y a los alemanes después. Su Churchill lo comprendió después de la Quinta Ofensiva, aunque habría podido comprenderlo antes y muchos camaradas seguirían vivos. Ah, es cierto, usted ya no es inglés, es decir, quiero decir que es inglés pero nacionalizado americano. Tendría que haber dicho «naturalizado», pero Cary no lo corrige. Se siente bien.

Hoy contamos con elementos para poder afirmar que en esa troupe había espías de Stalin. Era un primer intento de desestabilización. Siempre nos han temido. Tito concluye, es un decir, con un ademán de saber arreglárselas solos aun cuando no parezca necesario. Mejor no deber nada a nadie. Grant toma un sorbo de café, excelente, y deleita a su interlocutor con detalles sobre la conquista de la independencia artística y económica. Tito está admirado, de veras. ¿Y de esa película, qué? Tito sonríe, se enciende un cigarrillo, enarca las cejas con aire de interrogación. No, no me molesta. ¿Sabe?, yo lo he dejado, gracias a mi mujer. Antes fumaba, por supuesto. ¿Gracias a su mujer? ¿Y qué hizo, si me permite preguntárselo? ¿Le amenazó con no…? Los dos hombres ríen. No, no, me hipnotizó. ¿De veras? Pero ¿funciona eso? Puedo garantizarlo. ¿Es hipnotista su mujer? Bueno, ella lo intentó y tuvo éxito. ¿Sabe?, es seguidora de esas disciplinas orientales que están de moda en California, no creo que tanto en Yugoslavia. Tito suelta un anillo de humo. Pondré a trabajar a una comisión de médicos. Si me confirman que funciona, un día la hipnosis será contemplada en el terreno de la sanidad pública. Si existe, el pueblo tiene derecho a ello. Cary enarca las cejas. A fin de cuentas, estamos en Oriente.

¿Sabe dónde conocí al primer ciudadano estadounidense? En Moscú, debajo de la ducha. En el hotel Lux, donde residían los comunistas extranjeros. No había agua caliente a todas horas, y cuando la había se acababa enseguida. Moscú no es Palm Springs, hacía un frío de perros. Para conseguir lavarnos, nos metíamos de dos en dos debajo de la ducha. Así conocí a Earl Browder, gran líder del comunismo americano. Se presentó como candidato a la presidencia, si no ando errado. No sé qué fue de él, pero seguro que no las está pasando muy bien con ese patán de McCarthy. Oh, Stalin ya se encargó de él. ¿Qué? ¿Lo eliminaron? No físicamente, pero en el cuarenta y cuatro declaró que capitalismo y comunismo podían convivir, y fue apartado de su cargo de secretario del Partido. Dos años después el Kominform lo tildó de «desviacionista» y lo expulsó. No sé de qué vive hoy día. Yo lo veo como un precursor de lo que estamos intentando. Browder estaba a favor de una vía estadounidense al socialismo.

Lo vi en esa película en que se vestía usted de mujer. ¿Cuál, la del leopardo o la del novio de guerra? El novio de guerra. Divertidas de veras. Y esa de la bodega de los nazis. Encadenados. Aterradora. ¿Sabe?, mis Servicios Secretos me han entregado un dossier sobre usted. No tema, nada comprometedor a mis ojos, sino al contrario. Ha servido usted a su país y a la causa antifascista en un sector de importancia capital como es el entretenimiento. Cary contiene la respiración. Lo que quería decir es que en las fotografías llevaba usted un traje de corte excepcional. También a mí me importa eso, ¿sabe? Nosotros, hijos de proletarios, tenemos que conquistarla, la elegancia. Con tenacidad. Siempre atentos, como si estuviéramos en el frente. A fin de cuentas también esta es una guerra. Cary está casi conmovido. Piensa en su infancia en Bristol. Piensa en su madre, a la que creía muerta y que un día volvió entre los vivos. Piensa en cuando hacía de hombre-sándwich en los trampolines, en Nueva York. Lo digo para que no piense que es una pregunta estúpida. Usted no lleva cinturón. No lleva tirantes. No tiene barriga. ¿Cómo diablos se le aguantan los pantalones? Cary ríe. Tito ríe.

Hacen mención de la sastrería italiana que lleva el nombre de la isla de Brioni. Curioso, ¿verdad? No sé por qué. ¿Sabe?, yo creo que tenemos mucho en común. Ya sé que es extraño, hemos tenido dos vidas muy distintas, y sin embargo… Cary expone su punto de vista. Tito lo sorprende: la konspiracija y el cine obligan a adoptar distintas identidades. ¿Por qué no tratamos de contarlas? Yo he sido Josip Broz, Georgiévich, Rudi, John Alexander Carlson, Oto, Viktor, Timo, Jiricek, Tomanek, Ivan Kostanisek, Slavko Babic, Spiridion Mekas, Walter y por último Tito. Yo he sido, para citar solo algunos: Archibald Alexander Leach, «Rubber Legs», el mago Knowall Leach, Max Gunewald, Cary Lockwood, Jimmy Monkley, Jerry Warriner, el paleontólogo David Huxley, el sargento Archibald Cutter, el piloto de aviación Jeff Carter, el director de periódico Walter Burns, Leopold Dilg, Ernie Mott, Joe Adams, el millonario C. K. Dexter Haven, Johnnie Aysgarth, Mortimer Brewster, Cole Porter, el agente Devlin en Encadenados, el señor Blandings que quería construirse la casa… Para venir aquí he asumido la identidad de George Kaplan. Lo que no sé es a quién debería interpretar en la posible película. ¿Por qué ha decidido dejar el cine, mister Grant?

Conversan como viejos amigos. ¿Ha dejado también de beber? Claro que no. Entonces mandaré traer un aguardiente de estas islas, un aperitivo. Esta noche cenará usted conmigo, ¿le han informado de ello?

Cary se da cuenta de que Tito no tiene el menor interés en la extravagante ocurrencia propuesta por el MI6. Su juego consiste en ganar tiempo, ver qué hacen en Moscú, en nadar y guardar la ropa. En cenar con Su Majestad e inmolar al hereje Djilas en el altar de Moscú. Estratega, animal político que olfatea, siente el olor a muerte: cada vez que se menciona a Stalin, la mirada se pierde durante medio segundo. Oye algo. ¿Un ruido de pies que bailan sobre la tumba del tirano? En cualquier caso, la idea de la película es una memez. O una fastuosa broma. Tito y Cary Grant conversan amablemente. ¿Cabe pensar en una escena más surreal? Nada tiene sentido, excepto el hecho de que estoy aquí y me siento bien. ¿Qué? Oh, disculpe, pensaba en voz alta.

Ojos traidores persiguen sonrisas y palmadas en la espalda. ¿Quién puede saber que la película no se hará? En cierto sitio se esperan informes.

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