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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 54 Bolonia, 1 de mayo, Fiesta de los Trabajadores

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CAPÍTULO 54
Bolonia, 1 de mayo, Fiesta de los Trabajadores

El típico escupitajo de viejo dio justo en el ojo del honorable Giorgio Almirante. Un metro más allá, mientras tanto, un tremendo desgarrón partía en dos la cara de su gemelo.

—Hace falta tener cara —maldijo Garibaldi mientras se aclaraba la garganta y elaboraba nueva munición—. Mira que venir un fascista como este a hablar entre nosotros, aquí en Bolonia, el día de la Fiesta del Trabajo. Pero ¿será posible?

—Ah, y mira —le hizo eco el otro—. Por más que nosotros estemos contra la bomba atómica y todos esos artilugios, a mí si me dieran una buena bomba y me dijeran que si la lanzo sobre Washington los americanos cogerán miedo, pobres, y dejarán de decirnos lo que debemos hacer, no te quepa la menor duda de que yo el botón lo apretaba, y me importan un carajo las mujeres y los niños, lo apretaba y punto, porque entre dos desgracias siempre hay que elegir la menos mala.

—Déjalo estar, vamos, no le des más vueltas, que llevamos retraso.

—Sí, tienes razón, no le demos vueltas: la última vez el médico no me dijo nada bueno sobre mi hígado y es mejor que no me haga mala sangre.

—¡No me habías dicho que estabas mal del hígado! —se sorprendió Garibaldi—. ¿Quieres que te regalemos un trocito de seta china?

—Anda ya, anda ya… —Botón frunció toda la cara, como si le hubieran embadurnado de mierda la nariz—. No quiero ni ver una porquería como esa.

—Pues mira que hace bien, ¿sabes? No tienes que preocuparte en absoluto. La guardas allí, dentro de su té, y ella poquito a poco va creciendo, hace su caldito, te bebes tres tazas al día y estás como nuevo.

—A mí me parece una estafa, perdona que te diga. Una de esas medicinas que van bien para todo y para nada, vamos.

—Pero si los chinos se lo beben, alguna razón debe de haber, ¿no?

—¡Ah, los chinos! —respondió Botón ante el enésimo Almirante—. Esa es gente extraña, no les sientan bien las mismas cosas que nos sientan bien a nosotros. Además, oye, si esa asquerosidad viene de China, has de sabel que yo he nasido en Castel san Pietlo, plovinsia de Shanghai, ¿no lo sabías, honolable compañelo italiano?

Botón mostró una torpe sonrisa, meneando la cabeza de un lado a otro, y Garibaldi lo mandó enseguida a hacer puñetas.

Desde el cruce entre via Irnerio y via Indipendenza se oía ya el ruido y bajo los porches el flujo de personas iba en una única dirección, hacia la piazza dei Martiri, de donde partiría la manifestación hacia el parque Reina Margherita.

Por encima de las cabezas de la multitud, banderas rojas de la Cámara del Trabajo, que tenía su sede a dos pasos y organizaba toda la fiesta, con stands gastronómicos, tiovivos en los jardines y un mitin de Montagnola por la tarde.

Junto con las banderas, poco a poco iban apareciendo, cada vez más numerosos, carteles y pancartas.

—Garibaldi, tú que tienes aún buena vista, ¿consigues leer lo que pone allí arriba?

Garibaldi se estiró la comisura de los ojos con los dedos para facilitar el enfoque.

—Pol desglasia, honolable compañelo, yo chino, yo no complendel nada.

Botón le invitó sin medias tintas a dedicarse a la sodomía.

—Dice: «No a la Italia en la CED,[38] CED= SS», «Dólares & Bombas: Receta para nuevos nazis».

—Oh, está bien —se frotó las manos Botón con gran fruición—, tratemos de encontrar deprisa a los otros, que dentro de poco va a empezar aquí la rumba.

—Pero, Botón, ¿quién te ha dicho eso?

—¿No lo sabes? La policía ha prohibido los carteles contra el gobierno, la bomba atómica y toda la pesca. Es la Fiesta del Trabajo, han dicho, hablad bien del trabajo y no hinchéis los cojones sobre lo demás. Bueno, ya vas a ver que ahora sale la pasma.

Botón había visto muchas manifestaciones en la calle. La primera vez fue en el 11, un desfile contra Giolitti y la guerra de Libia. Sin embargo, el culatazo de fusil no lo había saboreado hasta ocho años después, en los días de la revuelta contra el aumento del coste de la vida y el saqueo de los comercios. Había acabado en el hospital, con la cabeza rota, y había pasado allí casi una semana, pero la cicatriz, debajo del pelo, no se le había ido.

La experiencia le había vuelto hábil en intuir los humores de la multitud y de la bofia, en comprender cuándo y dónde saltaría la chispa. Aferró a Garibaldi por un brazo y se lo llevó al centro de la calle, abriéndose paso con los codos para llegar al otro lado de la plaza.

A la cabeza de la manifestación, en via dei Mille, estaban los peces gordos del sindicato, algunos concejales y hasta el senador Zanardi. La policía no cargaría nunca en ese punto. Tampoco del lado de via Marconi podían permitírselo, porque allí estaba la sede de la Cámara del Trabajo, y se exponían a recibir una soberana paliza. Por este motivo, Botón calculó que el ataque debía de llegar por el lado de la estación o bien por la espalda. Excluida, sin embargo, esta última hipótesis, porque allí en el fondo los carteles reprobables eran realmente pocos y los polis necesitaban un pretexto para desencadenar la carga.

De hecho, en el cruce señalado se encontraron delante de la típica escena: fusiles de un lado, banderas rojas del otro, y en medio un espacio invisible y magnético, como cuando se trata de acercar los polos iguales de dos imanes.

—¡Este es el último aviso! ¡Entregad los carteles no autorizados o nos veremos obligados a disolver la manifestación por la fuerza!

La respuesta fue un grito unánime y cientos de puños alzados contra el cielo:

—¡Scelba, animal, tendrás un mal final!

Luego alguno entonó también la Internacional, mientras Botón y Garibaldi se dejaban engullir hacia las primeras filas.

Fue entonces cuando ocurrió lo imprevisto. El guión preveía otro minuto o dos de encaramiento, luego el subteniente daría la orden de cargar y pies para qué os quiero a la primera acometida. En cambio, a las últimas notas del himno de los trabajadores, un individuo en solitario, enseguida identificado por algunos expertos como Giuseppe Zanasi, ex boxeador aficionado, se salió del cordón formado por sus compañeros, dio cuatro pasos y fue a situarse justo en medio del campo magnético.

Hubo un momento de vacilación en las filas de los policías, luego uno de ellos avanzó hacia Zanasi con el fusil apuntado intimándole a quitarse de en medio.

El otro no se movió un paso, los brazos pegados a los costados, clavada la mirada en el suelo. El poli siguió acercándose y lo golpeó en un hombro para convencerlo de que se retirara. La mano del ex púgil aferró el cañón del mosquetón y obligó al policía a bajarlo. Los dos se miraron fijamente durante un largo instante. Zanasi dijo algo que muchos, más tarde, juraron haber oído perfectamente.

—Le dijo: «¡Aparta ese desagradable chisme!», hazme caso a mí.

—No, no, yo lo oí muy bien, le dijo: «¿Y ahora qué vas a hacer? ¿Dispararme?».

—Pero ¿a quién se lo vais a contar? Lo que dijo fue: «Esto te lo metes por el culo». Eso exactamente, y adiós muy buenas.

Botón y Garibaldi no estaban lo bastante cerca como para poder decir nada. Ni siquiera oyeron la señal de la carga, pero ello porque, en medio de la confusión del momento, se olvidaron de darla. Botón ni siquiera vio partir el puño. Garibaldi sí: era más alto y veía mejor. Zanasi casi ni alzó la vista, como si su instinto de boxeador le sugiriera dónde golpear. El poli se desplomó como una ruina. Luego fueron arrollados por el choque.

Zanasi fue detenido junto con otro que solo había recibido, dos policías acabaron en el hospital, y cinco carteles fueron requisados.

Botón llegó al parque cojeando a causa de una patada en la tibia que, pretendía, le había soltado el subteniente en persona. Garibaldi se desgarró la camisa en medio de la confusión y Walterún, para consolarle, lo invitó a una copa en el puesto de la enoteca. Pero no había nada que hacer, no atendía a razones y solo se preocupaba de decir que su mujer, aquella noche, le pondría el culo como un pandero.

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