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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 31 Moscú, palacio de la Lubianka, 1 de abril

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CAPÍTULO 31
Moscú, palacio de la Lubianka, 1 de abril

El general Ivan Alexándrovich Serov probó el sillón del despacho grande. La luz de la tarde se filtraba tenue por la ventana, a la primavera moscovita le costaba imponerse sobre el frío intenso: había hecho un crudo invierno.

No se sentía aún a sus anchas. Sobre todo no veía la necesidad de un despacho tan amplio para una persona sola. Un ambiente elegante. Demasiado incluso, pensó. Tendría que hacer eliminar algunos oropeles. Las cortinas, pesadas, podían servir de abrigo a los hombres, en vez de coger polvo en la ventana. Los bibelots, además, serían los primeros en desaparecer, pues siempre los había detestado, objetos inútiles, molestos. Con todo aquel hierro se podían forjar armas para defender la revolución y la madera podía arder en los vivaques de los soldados. ¿Y los jarrones de porcelana? También la porcelana podía ser empleada para un mejor fin.

En el fondo era por eso por lo que lo habían puesto allí. Devolver el orden y hacer limpieza. Empezaría por las cosas pequeñas. Bibelots y quincalla.

La visión «económica» de las cosas era el punto fuerte de su carrera y de su formación política. Un gran pragmatismo al servicio del más grande ideal. Si el ideal era la dinamita, el sentido práctico era la mecha. En los años del ministerio no se había acostumbrado nunca al trabajo de «retaguardia».

Crecido en los campos de batalla, conocía el frío bielorruso y polaco, y el plomo nazi. No necesitó de ningún oropel para ordenar las deportaciones del Cáucaso, acabar con los focos de resistencia blancos en Polonia, coordinar las actividades del ministerio en la Alemania del Este.

Observó los cuadros de las paredes. Lenin miraba fijamente un punto indefinido en el horizonte. La mirada decidida inspiraba una profunda confianza en el destino humano. Había visto al Pequeño Padre en una sola ocasión, cuando a los dieciocho años había desfilado con su regimiento por la plaza Roja.

1 de mayo de 1922: volvió la cabeza hacia el palco, junto con todos sus compañeros, y lo vio, pequeño, con el colbac protegiéndole la calva cabeza, flanqueado por el traidor Trotsky y por el camarada Stalin.

Ahora Stalin lo miraba desde lo alto de la pared de enfrente, con expresión «divertida». Los bigotes ocultaban la boca, imposible saber si estaba sonriendo, pero a él le parecía que sí: la sonrisa seráfica, sabia, de quien ha comprendido ya todo. Le vino a la memoria el día del funeral, las masas vociferantes, las mujeres que se arrancaban los vestidos y se golpeaban la cabeza.

También él lloró. La primera vez después de años. Ni siquiera en Berlín en la primavera del 45, a la vista de la bandera roja izada sobre el Reichstag, había derramado una sola lágrima. Y sin embargo se había conmovido. La victoria coronaba años de esfuerzos, de hambre y de muerte. Llevaría consigo aquel momento, la gran bandera que ondeaba al viento, hasta el final de sus días. También el funeral de Stalin. Sensación de pérdida infinita, vaga sensación de pánico: el Guía ya no estaba. Ese día la pregunta le salió del fondo de la mente, la misma que la de los miembros del Comité Central: «¿Y ahora qué?».

«Ahora.» El general Serov comprendió de inmediato lo que pasaría. Solo los más fuertes sobreviven. Y los pacientes. Lección aprendida mientras luchaba contra Hitler: un buen general debe saber cuándo retirarse, dejar que el enemigo avance, se canse, luego golpearlo sin piedad hasta la aniquilación. Aquel día, mientras miraba fijamente el féretro de Stalin, soltó las lágrimas y se puso a pensar.

Desde entonces había pasado tan solo un año, un año necesario para arreglar cuentas y decidir quién seguiría y quién se quedaría en la estacada.

La guerra de sucesión se había resuelto en pocos meses. El «delfín de Stalin», Malenkov, contra el «gran amigo de Stalin», Beria. Él había sabido esperar y elegir el momento adecuado. Todo el que se había adelantado para derrotar a sus adversarios y vencer bajo cuerda había acabado en el fango. El mismo error que Hitler: blitz-krieg, guerra relámpago. Una estrategia que a la larga no compensa. Todo ruso que se respete debería saberlo.

Beria pensó en cambiar todo el Ministerio del Interior, pasando por encima del cadáver aún caliente de Stalin. Maldito loco. Desde el primer momento, cuando fue convocado para recibir las nuevas consignas («No más depuraciones de judíos del Partido, no más procesos, hay que rehacer todo desde cero»), el general comprendió que aquel necio no llegaría lejos. Permaneció aparte viendo cómo los lobos lo despedazaban. A la cabeza de la jauría encontró a su hombre, el más astuto, el que había de hacer pedazos a todos los demás: el futuro secretario del Partido, Nikita Jruschov. El general no se lo pensó dos veces a la hora de entrar en la conspiración para eliminar a Beria y a la banda «caucásica». Simple cuestión de supervivencia.

Era fácil imaginar que el segundo de Beria en Interior, Sergei Kruglov, se vendería por dos rublos con tal de ocupar el puesto de jefe. Pero el general no se fió de él para seguir en el cargo. Estaba convencido de que antes de entrar en acción, Jruschov se aseguraría el apoyo del ejército. Por tanto mandó una señal explícita al mariscal Zukov, viceministro de Defensa y viejo camarada de los tiempos de Berlín. Entró así en el círculo de los conspiradores.

En junio Jruschov se ganó el apoyo de Malenkov. El final del «caucásico» estaba cerca.

Cuando Jruschov dio la orden de arrestar a Lavrenti Pávlovich Beria, bajo la acusación de «degradación moral» y «espionaje al servicio de las potencias extranjeras», la policía moscovita se alzó en su defensa. El mariscal Zukov mandó los carros blindados a la ciudad para restablecer el orden. Ese día se rozó la guerra civil. El general permaneció en su despacho del ministerio, esperando el desarrollo de los acontecimientos.

El traidor Beria fue ajusticiado y al general se le hizo evidente que a la vuelta de pocos meses Jruschov ganaría la partida. Al día siguiente de la eliminación de Beria, Jruschov entregó el ministerio a Kruglov: la recompensa por haber jodido al jefe.

Kruglov era un burócrata arribista, puesto allí para volver inofensivos los Servicios mientras se redistribuían los papeles. El general comprendió que era la gran oportunidad. Con solo cuarenta y nueve años podía llegar a la cumbre. Tomarlo o dejarlo. Había que arriesgarse.

Desacreditar a Kruglov fue la maniobra más temeraria de su carrera.

En calidad de brazo derecho, el general había tenido acceso a la información sobre la red de las sedes en el extranjero. Le bastó con hacer correr la noticia de una próxima depuración entre los agentes desplazados a los países «cálidos». Los yanquis, diligentes como siempre, hicieron el resto.

En enero desertó el residente de Tokio; en febrero el de Viena; en el mismo mes el agente encargado de una importante misión en Alemania Occidental se entregó a la CIA apenas hubo cruzado la frontera de la zona soviética.

Kruglov se encontró con el retiro sin siquiera darse cuenta de lo que había pasado.

El resto llegó por sí solo. Historia reciente.

A comienzos de marzo, tras las celebraciones del primer aniversario de la muerte de Stalin, Malenkov había separado los Servicios Secretos del Ministerio del Interior para reconstituirlos como organismo autónomo bajo la dependencia directa del Consejo de Ministros. El Comité para la Seguridad del Estado. El encargado de dirigirlo era el fiel e incorruptible general Serov.

Estaba en la cumbre.

Sentado a su escritorio, en absoluta soledad, estaba dispuesto a apostar a que tarde o temprano ese tosco mujik de Jruschov haría la cama también a Malenkov.

Mejor concentrarse en el trabajo. Abrió el expediente: el papel con membrete de los documentos acababa de salir de la imprenta. El blasón campaba nítido: el escudo, para defender la revolución, y la espada, para golpear a los enemigos del país. Las tres letras en la parte superior de la hoja, mayúsculas sólidas y esenciales, en perfecta sintonía con su visión de las cosas.

KGB.

La fotografía mostraba a un hombre joven, casi calvo, barbilla puntiaguda y mandíbula robusta. El general leyó los datos con atención.

Andrei Vasiliévich Zhulianov; nacido en Kiev en 1924, en el seno de una familia de comerciantes; señalado en la escuela secundaria como estudiante especialmente dotado para las lenguas y enviado a la Facultad de Lenguas Extranjeras de Kiev; servicio militar en la II División Desaniki desde 1942 a 1945; obtuvo el grado de sargento mayor; medalla al valor por méritos de guerra; inscrito en el PCUS desde 1945; en plantilla en el Servicio de Información Militar con el grado de capitán desde 1945 a 1948; mención especial en tres operaciones encubiertas en Berlín Oeste entre 1946 y 1948; aceptado en la Escuela Superior para los Servicios del Ministerio del Interior en 1948; perfecto conocimiento del inglés, alemán, francés y serbocroata; discreto conocimiento del italiano; había entrado en el servicio en el Ministerio de Seguridad del Estado en 1953. Características personales: inteligencia superior a la media; excepcional lealtad al Partido; buena cultura general; excelente conocimiento de los clásicos del socialismo científico; soltero; practica yudo, sambo y tiro con pistola.

Un candidato interesante, sin ninguna duda.

* * * * *

Andrei Vasiliévich Zhulianov se miró en el espejo del cuarto de baño, para controlar hasta el mínimo detalle. Un metro ochenta y cinco para sus noventa kilos, cuadrado de hombros, ancho de pecho. Comprobó que las uñas estuvieran limpias. Llevaba una chaqueta de lana y la corbata a juego. Le habían dicho que el general era un observador escrupuloso, por lo que había que presentarse vestido con corrección y sin nada superfluo. El único detalle que se había permitido era la insignia del Partido en el ojal de la chaqueta. Con la manga sacó brillo a la hoz y al martillo dorado, dejó escapar un largo suspiro y salió al pasillo.

Ser convocados por el jefe del recién creado KGB no pasaba todos los días. Había habido varios cambios en las cúpulas en las últimas semanas, y soplaban nuevos vientos para todos. Alguno había ya desaparecido, había acabado archivando papeles en oscuras oficinas de la periferia. Otros, en cambio, tenían la oportunidad de poner a prueba largos años de estudio. Las pocas mujeres en plantilla en el ministerio habían sido excluidas de todo cargo operativo. Había sido la primera orden del jefe del Comité. La acción sobre el terreno de las mujeres se limitaría al papel de «cebo» para sonsacar información y desenmascarar a infiltrados o agentes dobles. Pero ninguna red debía confiar en espías de sexo femenino. La desconfianza del general hacia las mujeres era más que sabida. La misma suerte les había tocado a los judíos.

Mientras subía las escaleras del palacio le venían a la memoria frases banales, que ahuyentaba enseguida: «Si me viera mi madre…».

Todos en el ministerio sabían que una convocatoria personal del presidente del Comité significaba un gran encargo a la vista. El director del departamento así se lo había dado a entender: tenía todos los visos de una promoción.

Tras el final de la guerra las oportunidades de lucirse habían sido pocas. Las había aprovechado lo mejor posible. En Berlín, cuando la fama del general Serov ya infundía un temor reverencial, se había ganado los elogios de su coronel. El contraespionaje militar estaba satisfecho de cómo se había comportado al menos en un par de ocasiones. Pero el talento para los idiomas lo había alejado del servicio activo y transferido a la Escuela Superior del ministerio. Habían pasado seis años, durante los cuales había sobre todo estudiado, perfeccionado el conocimiento de los idiomas y potenciado la memoria.

La memoria. Tal como había podido comprender desde que había sido trasladado allí, la mayor parte de la actividad del ministerio estaba dirigida a acumular información. Cientos de miles de expedientes, fichas, perfiles, datos personales. Sobre todo y todos. Obtener y retener información, ese era el verdadero poder del ministerio, hoy KGB.

El secretario le recibió sin sonreír, comprobó el carnet y le dijo que esperara en la antesala, tras lo cual desapareció tras una puerta y lo dejó solo.

Esperó cinco minutos antes de que el secretario saliera y lo invitara a entrar.

Una estancia amplia y poco luminosa. Pesados cortinajes impedían que entrara la luz. En un primer momento distinguió solamente una forma borrosa detrás del escritorio de caoba oscura. Una lámpara de mesa iluminaba las manos de un hombre.

El general Serov dijo:

—Adelante, camarada.

Zhulianov se acercó al escritorio, se cuadró con un taconazo e hizo el saludo militar en honor a los viejos tiempos berlineses.

El general no se lo devolvió:

—Siéntate.

De cerca daba miedo. Cincuenta años bien llevados, delgado y esbelto, pelo apenas entrecano, los rasgos del rostro duros, como esculpidos en roca. Pero sobre todo eran los ojos. Grises, impasibles, se los encontró clavados en la cara. Recordó el consejo del jefe del departamento y no bajó la mirada.

Los dos hombres permanecieron callados durante largos segundos. Zhulianov, inmóvil, no hizo nada por relajar la tensión, evitó incluso tragar saliva. El examen había comenzado.

Luego el general dijo:

—Camarada Zhulianov, a partir de este momento quedas trasladado al Primer Directorio Central, Subdirectorio S.

Los «ilegales», pensó Zhulianov conteniendo la emoción.

—Has sido elegido para una misión de nivel cuatro. Basándome en tu currículo considero que eres el más indicado para el tipo de cometido requerido. Se trata de un encargo de máximo riesgo e importancia. No estás obligado a aceptar, pero tu lealtad al Partido y al país me hacen suponer que no te echarás atrás.

Zhulianov asimiló la información tratando de mantener la calma. Se perfilaba la gran oportunidad.

El general prosiguió, sin apartar la mirada de la cara de él, cada reacción sería registrada:

—El nivel cuatro prevé la posibilidad de perder la libertad y la vida. Los mismos riesgos que ya corriste luchando contra los invasores alemanes e infiltrándote en Berlín Occidental después de la guerra. El éxito de la misión contribuirá al mantenimiento de la paz y a la defensa de la Unión Soviética de sus enemigos. —Una pausa—. No considero que tengas necesidad de más información para tomar una decisión.

De nuevo silencio. Zhulianov esperó. La expresión del general no cambió. Añadió:

—Tienes veinticuatro horas para decidirlo.

Zhulianov comprendió lo que debía decir:

—No será necesario, camarada general. Acepto sin reservas el encargo que me quiera asignar, en interés de la Unión Soviética.

—Muy bien. Los detalles de la misión están contenidos en el expediente que te será entregado al término de este encuentro. Deberás aprendértelos de memoria. Mientras tanto que sepas que deberás dirigirte a un país hostil para sacar de allí a una persona contra su voluntad. Deberás garantizar la integridad del sujeto aun a riesgo de tu propia vida. Si las condiciones contingentes se revelaran demasiado arriesgadas para la integridad del sujeto, deberás considerar suspendida la misión. Pero el Comité se las arreglará para que esto no suceda.

De nuevo silencio. Zhulianov sentía que el orgullo hinchaba su pecho, pero se esforzó por no dejarlo traslucir.

El presidente del KGB le alargó una carpeta azul.

—Volveremos a vernos el próximo martes. Para entonces deberías haber memorizado el contenido del expediente. —Ni un gesto de despedida—. El Comité confía en ti, camarada Zhulianov.

Puedes retirarte.

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