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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 57 Moscú, palacio de la Lubianka, 2 de mayo

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CAPÍTULO 57
Moscú, palacio de la Lubianka, 2 de mayo

El general Serov dispuso la documentación sobre el escritorio, las hojas perfectamente alineadas. El dossier «Leach-Grant» alcanzaba ya un importante número de páginas manuscritas. El informe de Zhulianov era meticuloso. Así como las comunicaciones internas del MI6 que acababan de llegar de Londres.

Los Servicios Secretos ingleses habían pasado el peor cuarto de hora desde que los Stukas de Hitler sobrevolaron Westminster. El secuestro de Cary Grant había fracasado, pero se había logrado el resultado. Tito había quedado desprestigiado ante los ingleses; los ingleses habían quedado desprestigiados ante Grant y los americanos. Las fuentes referían que el último comentario del actor, una vez alcanzado el contacto del MI6, había sido: «Señores, váyanse todos a tomar por saco». El dossier incluía también la avergonzada ocurrencia de Dyle: «Me siento abochornado. ¿Hay algo que podamos hacer por usted, mister Grant?» y la lacónica respuesta: «Por supuesto. Pedirme un taxi para que me lleve al aeropuerto».

El general se rió, imaginando la escena.

El proyecto cinematográfico del MI6 terminaba en el cubo de la basura de la historia antes incluso de haber visto la luz.

Podía darse por satisfecho.

Tal vez volverían al ataque, pero si el perfil caracterológico de Cary Grant era acertado, apostaría sus galones a que el actor jamás volvería a dejarse camelar por aquellos mequetrefes.

Era preciso seguir los próximos desplazamientos de Grant. Tomó nota en una hoja y volvió a concentrarse en las cuestiones cruciales de aquellos días.

Nuevas amenazas se cernían sobre el mundo. La Unión Soviética debía asumir sus propias responsabilidades. Y él estaba allí para cumplir con su papel.

En Indochina los comunistas vietnamitas habían puesto contra las cuerdas a los colonialistas franceses. El general Giap daba la vuelta de tuerca final al cerco de Dien Bien Phu: el contingente de la Legión Extranjera parapetado en la meseta tenía los días contados. Los americanos estaban decididos a sustituir en toda el área a aquellas piltrafas fascistas con los humos subidos. Nunca aceptarían que Indochina se volviera roja.

Por otra parte los chinos parecían dispuestos a entrar en la partida para convertirse en el país guía de los comunistas asiáticos. Se habían dejado la piel y ganado los galones en Corea y ahora querían mandar ellos.

Los chinos. Había que estar atentos a los chinos, le había dicho a Jruschov cuando este le preguntó su opinión sobre el particular. Eran muchos, demasiados, y tenían un líder no menos carismático que Stalin. Además no comprendía nunca cómo razonaban. Cuando uno pensaba en los chinos había que ponerse en otro orden de ideas. El general no le temía a nada, después de todo lo que había visto en su vida. Los franceses eran unos payasos. Creían tener aún un imperio, pero pedían prestado el dinero a los americanos para mantenerlo en pie. Le recordaban a aristócratas venidos a menos, con la culera rota y vociferando cosas del estilo: «¡Vosotros no sabéis quién soy yo!». Los ingleses eran buenos soldados, sin duda, pero con todas esas estúpidas costumbres como tomar el té bajo los bombardeos. Sin los americanos y los rusos el té habrían tenido que servírselo a Himmler, mientras en la habitación de al lado aquel maníaco de Goebbles abusaba de su horrenda princesita. Qué asco.

Y luego estaban los americanos. El desembarco en Normandía había sido una de las acciones de guerra más dispendiosas y absurdas de la historia. Y todo para llegar a Berlín antes que ellos. No tenían idea de cómo se libra una guerra. Solo creían en la potencia de fuego. Esa era su única arma, tocar a carga a trompetas desplegadas, bombas atómicas, helicópteros, y ahora aquella nueva invención, el napalm… Avances así habrían supuesto el fin de Custer, con quien la habría emprendido a patadas en el culo gente con arcos y flechas.

No, eran los chinos los que le daban miedo. Seiscientos millones de personas formando una sola línea de fuego. Habían conseguido acceder a la mesa de negociación en Ginebra, para discutir la suerte de Indochina. Jruschov había convocado al anciano Molotov, le había quitado el polvo del traje bueno y lo había mandado a Suiza a que hiciera todo lo posible. No estaba seguro de que la experiencia de aquel despabilado y vejestorio revolucionario bastase para resolver la situación en favor de la Unión Soviética. Probablemente no.

Entretanto los americanos maniobraban en la sombra. Habían abordado a Bao Dai, el emperador del Vietnam, y le habían llenado los bolsillos de dinero para convencerle de que volviera a la patria e hiciera de fantoche por cuenta suya. Cientos de miles de dólares de los contribuyentes americanos regalados a un decadente aristócrata indochino, que los dilapidaba en el casino de Evian. Porque era allí donde había decidido esperar el resultado de la Conferencia de Ginebra. Y aquellos le sufragaban a él y a su corte de enanos y bailarinas, para usarlo como comodín y reinstalarle en Vietnam. Los americanos eran el pueblo menos morigerado de la historia.

El general tuvo un estremecimiento de rabia. Comenzó a tomar apuntes en una de las hojas. Había que activar a los residentes suizo y francés: cualquier media frase que volara por los pasillos ginebrinos debía estar en su escritorio al cabo de una hora. No menos importante: mantener el máximo de ojos posibles sobre Bao Dai. Si los americanos trataban realmente de volver a poner en el poder a aquel repugnante alcohólico, debía estar informado al instante.

Por último se levantó, hizo crujir las articulaciones del cuello y de los hombros y recorrió los diez pasos que lo separaban de la ventana. Las cortinas no estaban ya. Miró más allá del cristal y volvió a experimentar la sensación de ser parte de un gran engranaje. Parte de la historia.

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