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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 58 En los cielos de California, 2 de mayo

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CAPÍTULO 58
En los cielos de California, 2 de mayo

Mientras el avión descendía sobre Los Ángeles, Cary aún sentía aquella energía. No había sido más que un estremecimiento detrás de las orejas, cuando en el salón de casa le habían planteado la misión en Yugoslavia. Luego se había convertido en emoción, enmascarada por el aplomo, en el momento de conocer a Tito. Se había transformado en miedo en la isla de Šipan, cuando le habían disparado por la espalda y había tenido que ponerse a hacer de corredor de los cien metros lisos. Y aquellos dos extraños italianos que le habían ayudado… No había logrado comprender muy bien qué hacían allí, pero habían sido amables, habían estado a la altura de una situación tan extraña.

Miró fuera de la ventanilla para ver las colinas, pero no consiguió orientarse. Aterrizarían en el campamento militar del que habían partido. No habían añadido más, quizá porque realmente no sabían nada más (a pesar de todo seguía siendo una operación secreta), y seguro que quien sabía estaba avergonzado. Menudo papel habían hecho. No solo los Servicios Secretos de Su Majestad, sino también los americanos, que habían prestado su apoyo a la operación.

Quién sabe cómo se las había apañado Bondurant en su papel. Cuando finalmente consiguió oír a Betsy por teléfono, en la línea privada puesta a disposición por los militares, solo captó vagas alusiones. La historia de la corbata a rayas era agua pasada, casi le hacía gracia. Lo cierto es que había recuperado el buen humor. El entusiasmo por las cosas, que creía perdido, en el que había incluso dejado de creer, el entusiasmo que Betsy había tratado infructuosamente de que recuperara haciéndole viajar por el mundo, le había vuelto a crecer dentro como una planta trepadora. No hubiera sabido decir por qué, pero mientras volvía a casa se sentía regenerado.

Era de nuevo un actor maduro y nostálgico de sí mismo, pero sobre todo de los demás, deseoso de ser puesto de nuevo a prueba, para demostrar que el público, aquella infinita extensión de ojos anónimos, aún lo quería.

Era de nuevo Archie Leach, un chaval que arrancaba los primeros aplausos y se iba corriendo a casa del viejo Pender con una expresión que decía: «Lo he conseguido, ¿ha visto? Es a mí a quien aplauden».

Archie lo exigía. Estaba en su naturaleza. Demostrarse a sí mismo que todavía era capaz de emocionarse y de emocionar. Salir del cascarón y desafiar al mundo a decirle a la cara, si tenía el valor de hacerlo, que no sabía ya caminar sobre las manos y hacer malabarismos con los bolos. Quería afrontarlos con la determinación de quien ha conquistado la vida a un alto precio y quiere tenerla bien sujeta.

Cary le seguiría. Aunque para él fuese más bien una cuestión de narcisismo.

Aparecieron algunos grupos de casas de la periferia entre los retazos de nubes. El joven piloto que le habían asignado comunicó que faltaban pocos minutos para el aterrizaje.

Cary se puso el cinturón de seguridad y se relajó en el asiento. Podía concentrarse en los años que habían pasado, sin rencor. Por supuesto, el tiempo de Cary Grant estaba tocando a su fin. Marlon Brando y James Dean conquistaban las miradas y los corazones. Guapos e introvertidos, problemáticos, un poco fanfarrones y algo inseguros. Cary sabía que la fascinación al viejo estilo de su generación cedería paso a la nueva generación de divos y a sus poses de rebeldes con corazones tiernos. Pero esto no significaba nada. Él estaba aún allí, con las espaldas cargadas de experiencia y el esmero en el vestir. No se pondría nunca una camiseta de tirantes o una cazadora de piel, y sin embargo aún tenía algo que enseñar. Sí, seguían necesitando la sonrisa tranquilizadora de quien mantiene la puerta abierta a una mujer para dejarla entrar en un dormitorio. La frase rápida y la alusión. La expresión segura y relajada, para cada hombre que quería verse reflejado en él y pensar que aquella fascinación no era inaprehensible. El amante y amigo ideal que cualquiera hubiera querido encontrarse en el tren, ocupado en leer un buen libro y dispuesto a conversar amablemente de cualquier tema.

Sí, se dijo a sí mismo. Quería seguir conquistando a las mujeres. Esto por supuesto no se lo diría a Betsy. Pero cuando telefoneó a Hitch para decirle que estaba interesado y supo que Grace Kelly sería su compañera de reparto en la pantalla, comprendió que se trataba de un desafío para él. El viejo Hitch sabía cómo despertar su interés, lo conocía mejor que nadie, se habían entendido desde el primer momento: ingleses en suelo americano, enamorados de Hollywood pero capaces de cambiarlo, apegados a sus manías pero fascinados por las infinitas posibilidades del cine, y de algún modo inseparables desde hacía casi quince años.

Grace Kelly era la mujer más hermosa del momento. Con el sexo bajo la piel, no en la superficie, como le gustaban a Hitch. El sexo tenía que ser parte del misterio, algo no dicho, implícito en una mirada, en la frase precisa del guión, en un detalle. El sexo era una alusión sutil a medio camino entre el romanticismo y la ironía. Algo a la medida de Cary Grant.

Volver a trabajar con Hitchcock era lo que hacía falta para empezar de nuevo. Con el único tipo capaz de entender su pasión por los detalles, capaz de discutir durante horas sobre el nivel del líquido en un vaso y al mismo tiempo capaz de comprenderle con una sola mirada.

El piloto se asomó desde detrás de la cortinilla mostrando la mejor de sus sonrisas:

—Mister Kaplan, ya hemos llegado. Estamos a punto de aterrizar.

Todavía con aquel seudónimo ridículo. Como si los pilotos no lo hubieran reconocido. La práctica militar era realmente estúpida.

Volvió a pensar en sus cincuenta años y se preguntó cuántos más podría seguir adelante. ¿Cinco, diez años?

Se sonrió a sí mismo, reflejado en el cristal de la ventanilla.

¿Qué importaba? Jugaría la partida mientras le quedara aliento. Sin excesos, sin pretender ir al mismo paso que los chavales, pero tampoco sin dejarse arrinconar. En vez de correr caminaría, recorriendo el mismo camino con impecable elegancia. Como siempre. El día que dijera basta se quedarían todos con el aliento en suspenso. Les dejaría con las ganas, sin duda.

El avión descendió rápido y tocó tierra con un leve rebote que provocó en Cary un encogimiento de estómago. Por fin se detuvo y apagó los motores.

Cuando la puerta trasera del avión militar se abrió de par en par al día, Cary entrecerró los ojos y apartó la cabeza. Luego una sonrisa conocida por millones de personas se imprimió en su boca. Se puso las gafas de sol, recogió la maleta y se fue hacia la luz.

En su corazón las palabras repetían: «¡Hey, he vuelto!».

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