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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 8 En las cercanías de Afragola, 7 de mayo

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CAPÍTULO 8
En las cercanías de Afragola, 7 de mayo

—Comoquiera que sea, estoy hasta los cojones. Estos de Nápoles, del sur, siempre gritan, pero ¿a qué viene tanto grito? ¿Qué coño gritan? ¿Y los niños? De los niños es mejor no hablar, son como animales, si me gritas, te daré unas patadas en la boca, así que piénsatelo, ¡pa-ta-das-en-la-bo-ca! Además las carreteras están fatal, llenas de baches… ¡Si hasta me han salido hemorroides! Una parece una bola de lo grande que es, mira, así, y siempre me echo crema, ¿ves? ¡Mira qué viscosa, y lo mal que huele!

—Palmo, como me metas de nuevo los dedos en la nariz mientras conduzco, te mando de vuelta a tu casa en Portomaggiore, pero a patadas en el culo. ¡Y si además descubro que antes de ponérmelos en la cara te has tocado esa «bola», te la arranco de cuajo!

—Pues mira, me harías un gran favor. ¡Al menos me moriría desangrado y no pensaría más en ello! Todos los meses para arriba y para abajo, para arriba y para abajo, y cuando encontramos una habitación aún, pero cuando hay que dormir en el camión, ¡me coge un dolor de espalda! Tengo treinta y tres años y si no me cuido estaré para el arrastre antes de cumplir los treinta y cuatro. Pero ¿no podemos decirle a Blanco que nos deje cambiar de ruta? Hace meses que vamos y venimos de Nápoles, está lejos, siempre con el riesgo de que los carabineros y la policía judicial se huelan que las cajas tienen doble fondo, que hay medio metro entre el tabique y la cabina. ¿Por qué no hacemos el viaje de ida y vuelta a Francia? ¡Basta con que hagamos el cambio con Spanézz!

—Palmo, yo no tengo los documentos en regla para ir al extranjero, tengo cargos pendientes. Ese trayecto sería más arriesgado aún. Spanézz no tiene ningún cargo pendiente.

—¿Ah, sí? Pero ¿cómo es eso? ¿No lleva él la misma mercancía, relojes, cigarrillos, encendedores…?

—¡No entiendes un carajo, Palmo! Se dice «cargos pendientes» cuando tienes un juicio pero todavía no te han condenado. Yo tengo aún dos o tres robos que el juez instructor no quiere dejar correr, y por eso no hay visado de salida, por lo menos hasta que mi abogado Martelloni resuelva la situación.

—¿Y yo tengo cargos pendientes?

—¡No, qué tiene que ver, tú no fuiste nunca partisano! Y por lo del contrabando no hay de qué preocuparse, mientras Blanco unte la mano a quien corresponda.

—Bien, ¿y cómo es que Spanézz no tiene problemas? También él estaba con los partisanos, ¿no?

—¿A qué vienen todas estas preguntas? Cuando conduzco no abres el pico, aunque me caiga de sueño, ¡pero hoy pareces un fiscal!

—Vamos, Ettore, ya sé que también tú estás cansado de ir siempre al sur. Pidámosle a Blanco que nos cambie de ruta, ¿por qué no?

—Pues porque de los negocios en Nápoles tengo que ocuparme yo, ¿de acuerdo? Los otros perderían la paciencia, y los de allí abajo no son fáciles de llevar, si uno pierde la paciencia son muy capaces de sacar la navaja, y en cuestión de un momento, kaputt, ¡estás criando malvas! Además, Spanézz estaba en la guerrilla con los socialistas, aunque dudo que disparara un tiro. Yo estuve con el comandante Lobo, allí donde estaba la verdadera guerra, ¡ni punto de comparación! En fin, si tú quieres ir con Spanézz, hazlo, ¿quién te lo impide?

—Spanézz es un rompecojones y un puntilloso de mierda, me corrige cada vez que abro la boca, se echa a reír aunque haya dicho algo serio, y luego va y suelta: «¡Eres todo un ferrarés!». Uno de estos días le rompo la cabeza.

—Pues basta, entonces, basta. Spanézz va por su lado, nosotros por el nuestro.

—¡Bien dicho! ¡Que se vaya a tomar por el culo! Pero ¿por qué hablamos de él?

—Has sido tú quien lo ha sacado a relucir, te quejabas de que no te gustan los del sur.

—¿Es que a ti te gustan?

—También entre ellos hay gente seria. El americano, Trimane, es alguien serio.

—¡Ese me pone los pelos de punta! ¡Serio sí que lo es, el tío, serio como la muerte! ¿Y qué me dices del otro, de ese que él nombra de vez en cuando como diciendo: «Si no os portáis como Dios manda, lo aviso»?

—Cemento, lo llaman. Yo no le he visto nunca. Quizá ni existe, es como el coco para los niños.

—Oye, ¿qué hay que cargar hoy?

—Productos de farmacia, tipo analgésicos, no sé cuántas cajas. Diez o doce de navajas de afeitar Vilchinson. Encendedores. Cigarrillos franceses. El de Fronsinone ha dicho que hay también uno de esos artilugios, un televisor.

—Quién sabe cómo funcionan, dicen que es como el cine pero en pequeño y que uno lo tiene en casa. ¿Sabes ya a quién vendérselo?

—No lo vendemos nosotros, ni siquiera lo llevamos a Bolonia, se lo llevaremos a un vecino de Roma, que nos paga la molestia.

—¿Con eso de que nos paga quieres decir que es dinero nuestro, o se lo tenemos que dar a Blanco?

—No, es cosa nuestra. Quince mil, nos da. Nos lo repartiremos, aunque hoy me hayas tocado bien las pelotas.

—Debe de ser un televisor robado.

—Eso no es asunto nuestro.

—Ah, ya.

—Por supuesto.

—¿Y cuáles son, por cierto, esos cargos que tienes pendientes?

—¡Aplícate bien la crema en el culo!

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