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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 14 Evian, margen francesa del lago de Ginebra, 21 de mayo

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CAPÍTULO 14
Evian, margen francesa del lago de Ginebra, 21 de mayo

El parque estaba plagado de abuelas y niñeras que paseaban en cochecito a niños meones de cero a ocho años.

Gansos y cisnes se limpiaban las plumas con esmero en la orilla del pequeño lago artificial.

El hombre abrió la bolsa de papel y lanzó un puñado de granos de maíz más allá de la alambrada.

Aglomeración desordenada de palmípedos. Unas cuantas palomas intrusas.

Algún anciano solo, a lo sumo acompañado por su perro, para que pudiera ver un poco de mundo e interesarse aún por las condiciones meteorológicas de la tarde.

El hombre elogió la paciencia de aquellos animales. También él se compraría algún día un perro. Un animal que quiere que le mires mientras caga.

El hombre era alto, desgarbado, con el pelo rubio tirando a gris y ojos azules.

El hombre tenía cuarenta y cinco años. Llevaba un impermeable beige. Estaba sentado en un banco de madera, con las piernas cruzadas.

Otro puñado de granos. Aleteos y picotazos para disputarse la primera fila.

Los cisnes estiraban el cuello. Los patos empujaban por abajo. Las palomas daban saltitos en las márgenes buscando por dónde meterse.

Las volátiles eran gordas y faltas de gracia.

* * * * *

El polluelo de ganso nadaba hacia la orilla. Era un punto amarillo en medio del verde del pequeño lago. Una sombra gris se extendió por debajo de él y por un instante el polluelo desapareció debajo del agua. Volvió a emerger, empapado y jadeante.

—No lo conseguirá.

—Yo digo que sí. Es demasiado grande, no puede tragárselo.

—Sin duda, esos bichos impresionan. Ni siquiera sé qué son.

El polluelo nadó hacia el centro del lago, el miedo le había hecho perder la orientación. La sombra le siguió y volvió a tironear de él hacia abajo.

Esta vez permaneció sumergido más rato. Volvió a emerger.

—No puede conseguirlo.

—Quinientos francos a que lo consigue.

—De acuerdo. ¿Qué hora es?

—Las cinco menos cuarto.

—Si a las cinco menos cinco sigue a flote has ganado tú.

—Está bien, diez minutos, entonces.

El polluelo seguía nadando, pero empezaba a dar muestras de cansancio.

El pez tiró de él hacia abajo por tercera vez.

En el puentecillo, los dos espectadores contuvieron la respiración.

El polluelo volvió a emerger.

Al polluelo no le quedaba ya aliento.

—No puede más.

—Es un bocado demasiado grande, no puede comérselo.

—No importa. Se lo llevará abajo, lo ahogará y se lo comerá poquito a poco.

—No es tan simple como te crees.

—Ya lo sé, es el pez el que no lo sabe. Él solo tiene hambre. Yo apuesto por su ignorancia. Además es enorme, ¿no ves su sombra?

—El agua falsea las proporciones, todo parece más grande. Y el tiempo corre.

—A propósito, ¿a qué hora es la cita?

—A las cinco.

—¿En el banco?

—En el banco.

Al polluelo apenas le quedaban fuerzas.

Comenzaba a estar demasiado cansado para nadar.

El pez tiró de nuevo de él hacia abajo, esta vez tardó un buen rato en volver a emerger. Había tragado más agua que el Titanic.

El polluelo vomitó, trató de alborotar agitando las alas, pero no le salió ningún ruido.

Tenía una pata medio comida.

Comenzaba a estar demasiado cansado para vivir.

—Un minuto y habrás perdido.

—Espera.

Una sombra gigantesca, mucho más grande que la otra, emergió como una mancha de tinta del fondo del lago. Una boca impresionante se abrió bajo el ave y se la tragó con un remolino siniestro.

—¡He ganado!

—En absoluto, querido.

—¿Qué quieres decir?

—Quiero decir que tú habías apostado por otro pez.

—Pero ¿qué coño dices? Tú habías apostado por el ganso y el ganso está kaput, tocado y hundido. Venga la pasta.

—Yo he apostado por el ganso. Tú has apostado por el pez. Has dicho que apostabas sobre su ignorancia. Tu pez ha perdido, igual que mi ganso. Por tanto empate. Nadie gana.

—Eres un estafador.

—He tenido un buen maestro. ¡Es tarde! Movámonos o ese se larga.

El hombre vio acercarse a dos tipos.

Los reconoció por los sombreros de paja. Luego observó los trajes llamativos, las orquídeas en el ojal, las pajaritas chillonas. Cursilerías a lo Wilde, citas literarias de pacotilla. Se lo habían dicho, era el estilo de los dos italofranceses.

Se sentaron a su lado, en el banco, mientras contemplaban a los cisnes.

—Buenas tardes. ¿La elección de los trajes es para no llamar la atención?

—Al contrario, monsieur Verne, resulta útil para hacernos reconocer.

—Usted debe de ser monsieur Azzoni.

—El mismo que viste y calza.

—Y usted, monsieur Mariani.

—¿Cómo lo ha adivinado? Bonito nombre, Verne, ¿lo ha elegido pensando en alguna obra en particular? ¿Veinte mil leguas de viaje submarino? ¿De la Tierra a la Luna? ¿Cree que llegaremos alguna vez a la Luna? ¿Llegaremos antes nosotros o ellos? ¿Y al centro de la Tierra?

—Quisiera hablar de trabajo, no de literatura, si no le importa.

—Por supuesto, es lo que estoy haciendo, monsieur Verne. ¿Conoce Esperando a Godot, de ese genio irlandés, Samuel Beckett? Jean y yo la vimos en un teatro de París hará cosa de dos años. ¡Una obra maestra!

El hombre no dejó de mirar al lago.

—No le sigo, monsieur Mariani.

—Ni usted ni ningún otro, por suerte. Mire usted, a pesar de nuestros orígenes italianos, mi socio y yo somos más bien como esos dos personajes, Vladimir y Estragón, que esperan y esperan a alguien que no llega nunca.

—Ya me habían hablado de sus modales excéntricos, monsieur Mariani.

—¿Y le han informado también sobre el coste de nuestros servicios? —intervino el otro.

—De este modo hace usted que parezca esto un sucio meretricio, monsieur Azzoni.

—¿Y de qué se trata si no?

—Me habían asegurado que no carecían ustedes de motivaciones ideales.

—Verá, monsieur Verne, lo que mi amigo Lucien quería decir es que nos han hecho esperar demasiado, y nuestras esperanzas en un mundo de iguales se han visto, ¿cómo decir?, un tanto adormecidas. Es cierto que la esperanza es lo último que se pierde, pero mientras tanto hay que apañárselas también para vivir. Y es mejor apañárselas bien. Por tanto, llegados a este punto es más fácil actuar por dinero que por pasión. Esto ofrece mayores garantías también para ustedes, entre otras cosas. Un mercenario no puede caer en la desilusión, porque no tiene ilusiones. No podrán desilusionarnos nunca, de ello se ha ocupado ya Stalin. Lo que mi amigo y yo haremos lo haremos solo por dinero. Queríamos dejarlo claro.

—Así se habla, Jean.

—Gracias, Lucien.

El hombre mostró una sonrisa sarcástica y lanzó otro puñado de granos a los gansos.

—Me parece bien despejar el terreno de equívocos, monsieur Azzoni. Se les pagará puntualmente.

Mariani le alargó una hojita.

—En esta cuenta corriente de Ginebra, por favor.

—Muy bien. ¿Cómo piensan proceder?

Mariani hizo un gesto teatral para ceder la palabra al amigo.

—El emperador está ya en nuestros brazos. Le abordamos en el casino y resultó más fácil que con una furcia de tres al cuarto, si me permite la expresión. El emperador juega fuerte. El emperador pierde grandes sumas, muy grandes. Total, el dinero no es suyo. Impuestos de contribuyentes americanos que ruedan sobre la mesa de juego. Tiene toda una corte de prostitutas que mantiene a cargo de la CIA bajo el nombre de «Troupe cinematográfica imperial». Luego, también, déjeme pensar: dos enanos, una jauría de perros que mean y cagan por todas partes, cuatro guardaespaldas que parecen luchadores de sumo, tres cocineros, un catador para evitar envenenamientos, dos chóferes, un mayordomo, uno que le viste, un sastre… ¿me olvido de alguno, Lucien?

—La masajista y el Hombre Enmascarado.

—Claro. Y ahora también nosotros dos.

El hombre se quitó los granos del impermeable.

—¿Y podrían afirmar que le caen bien?

—¿Bien? Nos idolatra. Somos sus humoristas preferidos. No nos suelta un instante. Sostiene incluso que Lucien le trae suerte en el chemin de fer.

—Y Jean en la ruleta.

—¿Y qué piensa el emperador de la Conferencia de Ginebra?

—El emperador se despierta a las dos de la tarde, desayuna, pide que le lean los titulares de prensa, se toma un baño, practica sexo de las tres a las cinco, saca a mear a los perros, regresa a las seis y media, juega una partida de ajedrez con una de sus putas, cena a las ocho y media, a las diez se presenta puntual en el casino y se queda hasta el amanecer. ¿De dónde va a sacar tiempo para pensar en la Conferencia?

—¿Han notado movimientos extraños en torno a él? ¿Han tratado de acercársele los americanos?

—Por el momento no. Se limitan a ingresarle el dinero en un banco de Berna.

—Cualquier información podría ser valiosa.

Azzoni se frotó el pulgar y el índice.

—Ustedes paguen y nosotros informaremos. La primera novedad es que el emperador se mudará de Evian.

El hombre movió la cabeza involuntariamente.

—No estaba previsto que dejara la ciudad antes del término de la Conferencia.

—Lo sabemos. En cambio Bao se muere de ganas de ir a enriquecer los casinos de la Costa Azul. Saldrá dentro de unos pocos días, y nosotros lo acompañaremos.

—¿Cómo han pensado mantener contacto conmigo?

Intervino Mariani:

—¿Qué me dice de las palomas mensajeras, monsieur Verne? Yo siempre he encontrado fascinante la manera como consiguen orientarse. Siempre me he preguntado si solamente saben regresar a casa o pueden también realizar el trayecto a la inversa.

Azzoni lo hizo callar.

—Le mantendremos informado de nuestros desplazamientos por teléfono, con el código que ha utilizado para contactar con nosotros. Previa comprobación de pago en nuestra cuenta corriente, obviamente.

—Obviamente —repitió el hombre.

Mariani hizo medio saludo militar llevándose la mano al sombrero de paja.

—Agentes Vladimir y Estragón, hábiles y a sueldo.

El hombre sonrió, no sería fácil hacer un informe sobre aquellos dos tipos.

El general Serov lo desaprobaría.

Se puso en pie, se sacudió el impermeable, arrugó la bolsa.

—Es una lástima que no crean ya en la historia, señores. Porque están luchando en el bando justo. Si fueran conscientes, lo harían mejor y los llenaría de orgullo.

Azzoni se quitó el sombrero y se lo llevó al corazón.

—Ya has oído, Lucien, quiero que escriban esto en mi lápida: «Aquí yace un tonto que luchó en el bando justo, sin llegar a saberlo nunca».

El amigo hizo otro tanto y con aire compungido, casi llorando, dijo:

—Pobre Jean, en espera de Godot hizo un montón de dinero y no supo nunca por qué. Murió triste y abatido, sin una causa por la que luchar. Y, no obstante, lo enterraron en el Kremlin.

El hombre no supo si reír o mandarlos al diablo.

—Hasta la vista, señores. Que tengan un buen día.

Los dos agitaron el sombrero al unísono.

Mariani ahuecó la voz:

—¡Transmita nuestros respetos al Comité Central y aconseje a todos sus camaradas un autor que no pueden perderse, se llama Charles Marx, recuérdelo!

El hombre no se volvió.

El general Serov lo desaprobaría.

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