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PRIMERA PARTE Šipan » CAPÍTULO 49 Entre Trieste y Dubrovnik, 28 de abril

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CAPÍTULO 49
Entre Trieste y Dubrovnik, 28 de abril

A la altura de Jablanac, Cary tuvo ya una plena certeza: el mayor Dyle era un cretino.

Cierto que lo que había leído sobre él, en el dossier del MI6, no le había dispuesto precisamente a su favor. Solo un redomado cretino podía sobrellevar un currículo semejante sin venirse abajo. Pero habían intervenido otros factores, el primero de todos el atuendo, luego la pronunciación jadeante de pequeño dandi, boquita de culo de pollo y un gran trabajo de faringe. Insoportable.

Por otra parte, no toda la culpa era del mayor si, en aquellos días de abril, a Cary todo le tocaba las pelotas. Había partido esperando que Archibald Leach y Frances Farmer le dejaran un poco en paz.

Otros pelmas tramaban en la sombra.

Ya en el trayecto de Trieste a la frontera, el coche puesto a disposición por el GMA había pinchado, estado a punto de embestir a un ciclista y evitado de milagro un choque frontal con un camión. En las carreteras italianas hechas polvo, Cary había descubierto, a la edad de cincuenta años, que leer en un coche le mareaba. Vomitó en una acequia apestosa, sin conseguir salvar los zapatos del barro y del vómito.

A aquellas alturas estaba ya hasta las pelotas.

Había iniciado la lectura del informe Dyle el día anterior, en la acogedora calma de un café triestino, delante de una taza humeante de té negro. Los había convencido de que lo dejaran solo durante algunas horas, el tiempo de dar una vuelta, que estuvieran tranquilos, con aquel aspecto nadie podría reconocerle. Se habían puesto de acuerdo para una vigilancia discreta y distante. Aunque de distante tenía poco. El refinado espejo de cuerpo entero devolvía nítida la imagen de los dos ingleses encargados de seguirle a todas partes, ocupados en ventilarse una cerveza a las tres de la tarde.

En 1947, en tiempos de una insurrección comunista en Grecia, el mayor Alexander Dyle se comprometió a obtener del mariscal Tito el cierre de la frontera macedonia. Ningún comunista debía escapar a la represión. Una matanza, fusilamientos en masa por orden de Churchill. El tipo de solución que Cary encontraba desagradable. No hacía falta ser comunista para considerarlo una cabronada. Cuando has vencido, has vencido, de nada sirve ensañarse. ¿Cómo decían los latinos? Est modus in rebus,[32] o algo por el estilo.

Había dado un sorbo al Assam Blend decidido a exponer ese parecer al mayor en persona, cuando se encontrara frente a él. Cosa que sucedió al día siguiente, en la divisoria entre la zona A y B del Territorio libre de Trieste. El mayor Dyle, un funcionario británico en suelo yugoslavo, venía a tomar bajo su custodia a Cary para llevarle hasta Dubrovnik.

Llevaba en la cabeza un viejo headcoat de tweed gris topo hecho polvo, con visera delante y detrás.

Tenía unos bigotes ridículos.

Fumaba con parsimonia una pipa curva como un saxofón.

No dejó de hablar durante diez minutos seguidos y, con pausas mínimas, durante las siguientes tres horas.

Cary no entendía de fisiognomía. Afirmar que los rasgos del rostro podían informar acerca del carácter de una persona le parecía una hipótesis excesiva, sostenida por muchos idiotas con cara de idiota y desmentida por demasiados delincuentes con aire de gentlemen. Con todo, tenía una técnica para reconocer a los imbéciles. Más que técnica, un sexto sentido. Infalible. Basado en un concepto apenas ampliado de «aspecto exterior», es decir, que no se limitase al rostro, sino que incluyera la forma de hablar, la elección de la indumentaria, los andares. Solo por indulgencia hacia el prójimo, evitaba asignar el cien por cien de probabilidades a sus diagnósticos.

Con Dyle, se limitó al setenta.

La información del dossier añadía veinte puntos porcentuales.

Ciento cincuenta kilómetros, ciento ochenta minutos y miles de palabras fueron más que suficientes para el diez restante.

La enésima confirmación. Un cretino.

Por suerte, gracias a ese talento, Cary intuyó enseguida qué terrible error habría cometido de haber entablado una conversación sobre los comunistas griegos, Tito, y el estilo de los vencedores.

En el kilómetro ciento sesenta, una vez pasada Jablanac, Cary fingió dormirse, pero la triquiñuela, demasiado pueril, no sirvió para hacer callar al mayor. Solo desvió el flujo de la verborrea hacia el conductor, víctima inocente de altisonantes valoraciones de política internacional.

Las pelotas se le habían hinchado ya tanto que estaban a punto de reventar.

Cary lamentó no haber seguido los cursos de meditación que le recomendaba siempre Betsy, en los que no pasaba nunca de la clase de prueba. Aunque sin conseguir dormir, habría cerrado los ojos, respirado hondo, relajado los miembros. Y clavando fijamente el ojo de la mente en un punto por encima del labio, donde el aliento que sale de la nariz roza la piel, habría evitado ahogarse en el torrente fangoso de estupideces que salía de la boca del mayor.

Aquella zona del cuerpo, justo encima del labio, punto de encuentro, etcétera, estaba en ese instante recubierta de molestas cerdas. Raymond había osado proponerle una barba postiza («Mister Raymond, dejé de hacer el payaso hace treinta años y no tengo ninguna intención de volver a empezar ahora»).

Habría dado todos los billetes que llevaba en la cartera por poder concentrarse en medio de la confusión.

Por un reflejo condicionado, Cary alargó una mano sonámbula hasta tocar la trenca, en el lugar correspondiente al bolsillo en el que…

Vacío. Ningún abultamiento consolador.

La mano se desplazó a saltitos hacia el otro bolsillo y lo hurgó.

Los dedos aferraron un pedazo de papel.

Cary abrió los ojos con un sobresalto y desplegó la hoja delante de la nariz.

El mayor Dyle se interrumpió.

Cary volvió la hoja para leerla. Una lengua incomprensible. Italiano. Un gran titular en el centro, en letras de imprenta. Luego, una línea debajo de otra, algo así como los versos de un poema, garabatos, palabras tachadas por un trazo de pluma.

—¿De qué se trata, mister Kaplan? Parece usted trastornado.

—Lo estoy, mayor. Por lo que parece no es mi trenca.

—¿Que no es el suyo? —exclamó Dyle en una interpretación muy por encima del nivel del Memo Estupefacto—. ¿Y de quién es, entonces?

—No tengo ni idea. ¿Le dice algo esta hojita?

El mayor se puso un pince-nez y se concentró en la grafía ondulante. Era de esos que acentúan cualquier actitud, como protagonistas de serie B. Si la situación requería asombro, Dyle era el hombre más asombrado del mundo; si se esperaba que se concentrase, su frente se arrugaba enseguida formando cinco o seis pliegues; si había que mostrarse amable, la única forma de desactivar la sonrisa apacible era hacerle tragarse los dientes.

—Parece italiano —dijo al cabo de un largo esfuerzo—. El título dice: «Pobre Patria», Poor Fatherland. ¿Le sugiere algo?

—Me sugiere que alguien debe de haber confundido mi trenca con la suya, y debe de haber sido en Trieste, en ese café del centro, ¿cómo se llamaba?

Cary recordaba muy bien haber entrado en el local, pedir el té y pagarlo enseguida, sí, y que el camarero le había pedido la trenca, colgada en la silla, para colgársela en el perchero. ¿Luego? Luego nada, ya no había necesitado la cartera: ningún otro pago y las aduanas cruzadas en un coche del cuerpo diplomático.

—Para en el primer pueblo, Howard —ordenó el mayor Dyle—, y busca un teléfono.

Luego se volvió hacia Cary, a quien seguía llamando Kaplan por el conductor:

—¿Podría describirme su trenca, mister Kaplan?

Cary frunció los labios, seguían hinchándosele:

—Mi trenca es i-dén-ti-ca a esta, mayor, la confusión se debe precisamente a dicha semejanza, ¿no le parece?

—Oh, claro, mister Kaplan, elemental. —Sherlock Holmes masculló algo, luego prosiguió—: ¿Y su cartera? ¿Podría describírmela? ¿Recuerda lo que contenía?

—Una simple cartera de piel, larga y plana. Dentro: el pasaporte, dos billetes de cien dólares, unas cuantas liras, y… no recuerdo qué más, mayor.

—Bien, mister Kaplan, olvide el percance. Con la ayuda de nuestros agentes en Trieste será como no haber perdido nunca esa cartera. Y cuidado, no lo digo por orgullo nacional o para tranquilizarle inútilmente, verá…

—¿Me pasa un momentito la hoja? —preguntó Cary muy oportuno.

Si le dejaba deslizarse por aquella pendiente se acabó: como mínimo media hora de latazo sobre la eficiencia de los agentes de Su Majestad. Además, había visto que, al dorso, alguien había reproducido una firma decenas de veces. La caligrafía parecía la misma que la del poema. Las firmas eran casi idénticas, con pequeñas variantes aquí y allá, como para experimentar la más elegante.

Cary entornó los ojos y trató de descifrar el garabato. Luego pidió confirmación.

—Este es un dato interesante, mayor. A sus amigos no les desagradará tener un nombre como punto de partida, ¿verdad? ¿Qué lee usted aquí?

Dyle escrutó la hoja como si se tratara de la piedra de Rosetta.

—Mmm, veamos, Carlo… Carlo Alberto Rizzi, diría yo, sí, así es, Carlo Alberto Rizzi. No cabe ninguna duda. Las cosas se ponen mejor, mister Kaplan. Antes de esta noche habremos encontrado la cartera.

Entretanto, el poeta triestino Carlo Alberto Rizzi debía de estar buscando inútilmente un poema patriótico en los bolsillos de la trenca, encontrando en su lugar una cartera de piel, doscientos dólares y el pasaporte inglés del señor George Kaplan.

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