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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 17 Bolonia, Villa Azzurra, 31 de mayo

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CAPÍTULO 17
Bolonia, Villa Azzurra, 31 de mayo

Baqueteado y oxidado, el balancín crujía al lado del pozo. Ni siquiera un litro de aceite habría aliviado la artrosis. Estar entre el arriate de rosas y petunias le iba como a los perros en misa. Los parientes de visita preguntaban a menudo qué sentido tenía aquel trasto, y alguno incluso se había llevado la mano a la cartera, por si era necesario hacer alguna contribución. No era esa la cuestión.

Mientras esté él, señora, no podemos retirarlo. Lo hemos intentado, ¿eh? ¿Verdad, Fefe? Tendría que haber oído cómo se puso a gritar. ¿Se puede gritar de noche? Eh, sabes que no está bien. Ponme un ejemplo. ¡Qué cosas me dice Marco si me pongo a dar gritos por la noche! Eh, Fefe, ¿cuántas veces tengo que decírtelo?, si me necesitas ven a llamarme.

A él este balancín le gusta mucho. No le importa en absoluto que esté viejo y roto. Chirría arriba y abajo y te hace compañía. También la silla debajo de los cipreses está muy bien, pero está muda, calladita, sirve para hacer un pipí. ¿Verdad que a él el pipí de la tarde le sienta bien? Dilo, dilo: Fefe ve a hacer un pipí en la silla.

¿Quieres un cigarrillo? No, no, nada de cigarrillos, a Davide le sientan fatal, no puedes dárselos de ninguna de las maneras. ¿Cómo es que hoy quería salir desnudo? Explícamelo. ¿Se puede salir desnudo? ¡Por nada del mundo! Mira que después te quedas sin pastel. La Mimma ha hecho ese pastel buenísimo de zanahoria. Vamos, ponte los pantalones, o no probarás ni un trocito.

Pero no ha pasado nada. ¿Qué quiere decir desnudo?

Él quería salir así, ¿entendido? Pues entonces no probaba el pastel de zanahoria, además Giorgio ha ido a la cocina y se lo ha zampado todo. ¿Se puede comer él todo el pastel? No, Fefe, no se lo puede comer, ahora Giorgio estará una semana sin café.

Cuando vio que no quedaba pastel se puso mal. Luego subió a su habitación, se quitó todo y salió afuera. Con ese pistolón que tiene, poco faltó para que a la señora Maffei le diera un patatús. No te cuento la escena. ¿Ha pasado algo? No, no ha pasado nada en absoluto. Dilo, dilo. ¿Qué me va a decir Marco si vuelvo a hacer una cosa así? Se cabreará.

¡Se cabrea tanto!

—Fefe, pero ¿qué gritas? —Angela, detrás de él, silenciosa sobre la hierba del prado—. No se dicen palabrotas.

—No, no. ¡Vete! ¿Para qué has venido?

—Oh, bonito recibimiento. Estamos en plan amable, por lo que veo.

Se sentó en el balancín frente a él, el brazo extendido acariciándole la cabeza. Ponía cara de pocos amigos.

—Tu amiga ya no viene. A mí me gustaba mucho, pero ya no viene.

—Ten paciencia, Fefe. Está muy ocupada en este período, pero te aseguro que volverá.

—Si Giorgio no se hubiera comido el pastel, no habría podido salir. ¿Qué quiere decir desnudo?

Angela sonrió, buscando en el bolso la chocolatina de costumbre.

—Bueno, no te hagas el desentendido. Marco me lo ha contado. Has vuelto a montar tu número.

—¿Me merezco la chocolatina? No había pastel y he salido.

—¿Y había necesidad de salir desnudo?

—¡Pero es que no había pastel! Es culpa tuya si tu amiga ya no viene. Debes dejar de venir. Tienes que hacer tus cosas, tienes muchos compromisos. Dile que venga ella.

«Tienes muchos compromisos.» Angela sabía que Fefe sabía. Miró a través de un siete del toldo del balancín. Nubes anunciadoras de tormenta se revolvían unas dentro de otras.

—¿Cómo andas con los dientes? Te los lavas, ¿verdad?

—Marco dice que es culpa del café, que no puede darme más. Ahora me los arranco, así Marco volverá a darme café. Y pastel.

—Vamos, Fefe, no lo digas ni en broma.

—Pues entonces no vengas más. Envía a tu amiga.

Y dale, Fefe está obsesionado.

—¿Cambiamos de tema? Por favor.

En un arranque imprevisto, Fefe empezó a darse manotazos en la cabeza.

—¡No! ¡No debes venir más, nunca más!

—Cálmate, Fefe, basta.

No se calmaba. Angela intentó pararle el brazo. Él se soltó dando un chillido de fastidio. Se puso en pie de un salto, dos pasos atrás. Sin dejar de golpearse miró fijamente a los ojos a su hermana:

—Hay que tirar este balancín. Es feo y viejo, cruje todo el santo día. ¡Es un incordio! Si hay pastel no puedes salir. Pero sin pastel, ¡haz lo que te salga de las pelotas! ¡Dilo!

No era una buena señal cuando Fefe empezaba a soltar tacos. Había que ponerle freno enseguida, o se corría el riesgo de que estallara.

—Esas palabras no se dicen. —Angela le miró mal, con expresión de serio reproche. Normalmente era suficiente.

—¿Y por qué no se dicen? Ponme un ejemplo.

—Nada de ejemplos. Son palabras feas y yo me estoy enfadando.

—Enfádate, así la próxima vez mandarás a tu amiga.

—No te lo creas. Si sigues comportándote así, Teresa se quedará en su casa.

—Bien, entonces dale recuerdos de mi parte. Adiós, adiós, Teresa. Adiós, adiós, Angela. Adiós, adiós, viejo balancín. Tirémoslo: está roto y no le gusta a nadie. Adiós, adiós, Fefe.

Se dio media vuelta decidido y echó a andar por la pequeña avenida de grava. Angela lo siguió con la mirada, luego se fue tras él, a un par de metros de distancia. Una vez calmado, había que dejarle en paz durante un rato.

Marco había dicho: El tiempo inestable lo pone nervioso.

Odoacre había dicho: Son las secuelas de la crisis, es normal.

Fuera se preparaba un temporal de verano, y Fefe los detestaba. Los truenos le recordaban los bombardeos, la muerte de la madre, el miedo.

Pero el estado de Fefe no era el de antes. Más nervioso, más obsesivo, menos sereno.

No solo era eso lo que la preocupaba.

Aunque Fefe hablaba un lenguaje propio, había un sentido en sus palabras que se le quedaba en la cabeza. Angela estaba acostumbrada a olérselo. Captar las referencias e informaciones ocultas. Incluso cuando no existía nexo y la hilación parecía casual. Una vaga impresión afloraba siempre.

Como decía Odoacre: Las más veces nos reflejamos a nosotros mismos en lo incomprensible. Pero más allá de sofisterías y de magnetismos, Angela comprendía a Fefe mejor que nadie.

El encuentro de la tarde la había turbado más que de costumbre.

«Vete», lo decía a menudo. Significaba «No te preocupes por mí».

Los golpes en la cabeza, no era la primera vez. Odoacre lo llamaba autolesionarse.

Que le gustase salir desnudo no era una novedad. De vez en cuando lo intentaba, pero chantajes como el del pastel bastaban para refrenarle.

Ya estaba todo visto. ¿Qué era, entonces, lo que le quitaba la respiración? ¿La frase sobre el balancín?

El primer trueno violentó las ventanas.

Goterones como canicas rebotaban sobre el alféizar. El blanco sucio del cielo aplastaba tejados y colinas. Angela se precipitó a retirar la ropa tendida y a volver a ponerla en el balde. Se llevó una mano al corazón, como si quisiera impedir que se le saliera. Un relámpago.

Quién sabe qué haría Fefe. Ya desde los primeros retumbos se le metía en la cabeza que tenía que salir afuera, al aire libre. Temía que el techo se le viniera encima. El temporal en sí no le preocupaba en absoluto. Es más, decía que le gustaba la lluvia, el olor a prado mojado, el «mundo limpio», como él lo llamaba. Lo encerraban en la habitación, oficialmente «para evitarle una desgracia». En realidad, en los meses más calurosos no había demasiado riesgo de coger una pulmonía, y desahogarse un poco bajo el agua no le habría sentado mal. Luego, sin embargo, había que desnudarle, secarle, volver a vestirle. También Marco prefería evitar el trámite con una simple vuelta de llave. Pobre Fefe.

La imagen del hermano acurrucado debajo de la cama con la almohada sobre los oídos empeoró mucho el estado de ánimo de Angela.

Ráfagas de agua y granizo se ensañaban con los cristales. Cinco minutos así y la lluvia comenzaría a filtrarse. Por otra parte, ya solo asomarse para cerrar los postigos significaba calarse de hombros para arriba.

Un nuevo trueno ahogó el timbre del teléfono.

Cuando oyó la voz de Odoacre la náusea le cortó la respiración. Llamaba desde la clínica.

Fefe. Algo horrible. Una desgracia.

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