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SEGUNDA PARTE McGuffin Electric » CAPÍTULO 26 Bolonia, 5 de junio

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CAPÍTULO 26
Bolonia, 5 de junio

Los frescos del techo daban miedo. Angelotes gordos e inverosímiles. Las sonrisas parecían esconder una crueldad infinita.

Imposible volverse de costado. También cerrar los ojos. El semblante de Fefe volvía a surgir de la profunda oscuridad. Cada centímetro del cuerpo, en contacto con la cama, como suspendido en la habitación. Su cuerpo, aún joven y ya extenuado, su cuerpo sin hijos.

Ninguna lágrima más. Seca.

Odoacre era un extraño que pasaba de la clínica al despacho al fondo del pasillo casi sin hablar. No comprendía si era respeto por el dolor o miedo a no poder compartirlo del mismo modo.

El dolor no puede compartirse con nadie. El dolor es una cosa tuya. Se puede ser celoso del propio dolor. Se puede transformarlo, convertirlo en un estímulo.

Fefe había comprendido. Sabía que ella y Pierre habían roto.

Fefe se sentía culpable.

Fefe se creía el causante.

Algo había estallado dentro de él. Le había dicho: Quítate de en medio y ella será libre.

La culpa se había acumulado durante años, había crecido dentro de él como un cáncer. La culpa se había convertido en miedo. Miedo a los truenos y a la infelicidad.

Fefe no podía soportarlo.

Fefe había decidido hacerlo.

Se forzó en no pensar en aquello.

La mirada de Sante era una mezcla de lástima e intimidación. La intimidación que nos produce encontrarnos en presencia de un dolor demasiado grande para poder ser comprendido. Temor a lo desconocido, a tener la negra, incomodidad por el «mejor a ti que a mí» que une instintivamente a los espectadores de una tragedia.

Había mantenido la mirada baja todo el tiempo, como si se avergonzara de aquella sensación involuntaria.

—Señora, yo estaba detrás de aquella puerta. El doctor Dall’Oglio hablaba con el responsable y decía que el medicamento de Fefe quedaba suspendido por espacio de diez días. Esto fue cuando su marido se marchó a Roma.

Dall’Oglio había conseguido mirarla a los ojos, detrás de las gruesas lentes. Era médico, estaba acostumbrado al sufrimiento. Sabía enfrentarse al dolor ajeno, sin problemas. La había recibido como se recibe a un prófugo, con toda la comprensión de que era capaz y el aire de quien explica lo obvio a las víctimas de su propia ignorancia.

—Nunca le ordené al responsable suspender de golpe el medicamento. Sino disminuir la dosis de forma gradual. Mire, señora Montroni, el fármaco que tomaba el pobre Ferruccio es muy fuerte, produce dependencia. Hay que disminuir la dosis de vez en cuando, pues de lo contrario el organismo se resiente y puede acarrear efectos secundarios muy desagradables, como pérdida de memoria, laberintitis. El riesgo para su hermano era la intoxicación. Yo prescribí disminuir la dosificación paulatinamente.

Dall’Oglio había asentido:

—Es cierto que su marido estaba al corriente. Acordamos juntos reducir la dosis.

Dall’Oglio había suspirado.

—Pierda cuidado, señora. El gesto de su hermano no puede relacionarse de ningún modo con la modificación del tratamiento.

En el taxi que la traía de vuelta a casa le habían entrado ganas de llorar. Pero las lágrimas se habían acabado. Estaba vacía. Vacía de todo.

Los angelotes del techo se mofaban de su dolor. Se burlaban de esos torpes intentos por encontrar otra explicación. Buscar una motivación incidental al suicidio de Fefe era solo una manera de justificarse. Para ahuyentar de sí la idea de que lo había hecho por ella. Porque se sentía de más, para liberarla de la carga que le impedía vivir, elegir.

No podía cargar con aquella culpa. No quería hacerlo. La obsesión era lo único a lo que aferrarse para seguir lúcida. Su locura a cambio de la de Fefe. La suya todos la darían por descontada. La hermana de un loco, loca de dolor.

Marco había dicho que no se podía bromear con la dosificación porque era un medicamento fuerte.

No se puede vivir con la sospecha. El último intento por dar un sentido a todo lo que había pasado.

Sonó el teléfono.

No se movió. El aparato siguió sonando obsesivamente, hasta que ella, como una autómata, consiguió levantarse.

El armario empotrado.

La puerta.

El pasillo.

El teléfono.

—Diga.

Una voz ronca:

—Angela, soy Pierre.

—Hola.

—Sé que Odoacre está en el trabajo. Tengo que hablar contigo. Me gustaría verte, aunque solo sean cinco minutos, te lo ruego.

—No. No me veo con ánimos, lo siento. No puedo ver a nadie.

—Angela, yo… —le oyó maldecirse en voz baja—. Tengo un millón de cosas que decirte.

—No las escucharía, Pierre. No me veo con ánimos.

—Tienes razón, la verdad es que me gustaría abrazarte y…

—¿Y qué, Pierre? ¿Consolarme?

Percibió el apurado silencio al otro lado de la línea.

—Tengo que dejarte, Pierre. Tal vez más adelante podamos vernos.

—Espera. Hay una cosa que debes saber. —La respiración se hizo casi violenta—. Creo que tu marido sabe lo nuestro. En el funeral de Fefe me miraba de un modo… Angela, lo siento, lo sé. Él lo ha comprendido todo, lo llevaba escrito en la frente, como en una hoja en blanco.

Ella colgó.

El teléfono empezó a sonar de nuevo.

Angela apretó los puños, se clavó las uñas en la carne.

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